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Opinión

¿El tiempo de la filosofía?

Por: María Isabel Peña Aguado | Publicado: 24.07.2020
Quizá sea ahora el momento no tanto de los filósofos como el de la reflexión atenta e imaginativa. El momento de un pensar que nos permita un juego de cercanía, para ver el detalle, y de alejamiento al mismo tiempo, para no perder toda la imagen.

No hay duda de que esta pandemia está haciendo honor a su nombre, nos ha enfermado a todos y a todas. El poder simbólico de este virus, su transmisión a nuestro cuerpo emocional está siendo igual o incluso más potente que en el caso de nuestro cuerpo físico.

Lo noto en la cara de mis amigas y amigos, en sus ojos enrojecidos de horas de trabajo delante de las pantallas, en sus voces más bajas y lánguidas, en las risas, ahora más desesperadas, en suspiros y en una incertidumbre que sobrevuela nuestros planes, deseos y esperanzas. Un temor que manipula nuestros cuerpos, cierra nuestras bocas a los besos y paraliza nuestros brazos frente al caricia. Es la hora de los ojos, de la potencia de la mirada que tiene que trasmitir y sustituir el calor, el olor y el tacto del otro y la otra. Esas cualidades tan reconfortantes o tan amenazantes, dependiendo de las circunstancias,

Y quizá por eso, porque de nuevo es la mirada el lugar donde se concentra nuestra humanidad, es que se apela a la filosofía y se diagnostica que ha llegado su momento. El  momento de su origen, la contemplación. Aunque en realidad no se declara tanto el tiempo de la filosofía como el de los filósofos, según afirmaba el ex ministro Mañalich hace unos meses. Como profesora de Filosofía no dejo de darle vueltas a esta repentina fe en la filosofía y sus “funcionarios”, como diría Kant.

Mi sorpresa y escepticismo tienen sus razones: hace dos años estaba escribiendo informes para el Consejo Nacional de Educación chileno sobre la importancia de que la asignatura de Filosofía siguiera siendo parte del currículo de la educación secundaria y ahora una pandemia, convertida en crisis existencial, levanta voces clamando por ella. Incluso el filósofo superstar Slavoj Žižeck afirmaba en una reciente entrevista que la pandemia nos ha puesto de frente a problemas filosóficos, es decir, la pregunta por la vida y el significado de nuestra existencia, y recurre a Hegel quien a su vez vería en la desesperación (Verzweiflung) el comienzo de la filosofía.

No cabe duda que el parón que nos ha impuesto la pandemia nos ha obligado a vernos –y a experimentarnos– de otro modo. Estamos viviendo situaciones de alarma y confinamiento que la mayoría de nosotras no conocíamos. Y, para sorpresa de algunos filósofos (estoy pensando en las polémicas columnas de Agamben en el mes de marzo), todas y todos hemos sido obedientes, nos hemos quedado en nuestras casas, nos hemos apartado de nuestros seres queridos, hemos tenido incluso que renunciar al duelo y a enterrar a nuestros muertos.

Todo esto parecería no tener mucho que ver con la racionalidad filosófica, sino más bien con el miedo, un miedo bastante justificado, si tenemos en cuenta la evolución de la pandemia desde marzo hasta ahora. Y, sin embargo, ese miedo tiene que ver no sólo con la confusión de la que habla Žižeck, sino que es propio de nuestra condición racional, al menos de su parte más sombría. Bien lo sabían todos aquellos ilustrados que encontraron en la discusión estética un lugar en el cual manejar emociones y afectos del modo más “racional” posible.

Así, categorías como lo bello y lo sublime se convirtieron en compartimientos en los que ordenar nuestra vida individual y social. El sentimiento de lo bello era una emoción amable que hablaba de simpatías y sociabilidad, mientras que el sentimiento de lo sublime recogía nuestros miedos y fantasías más terribles y temibles. Claro que eran miedos vividos a la distancia y en la seguridad del refugio. La vulnerabilidad no era pues real, sino performativa, actuada, pero no por ello menos sentida, gracias a nuestra imaginación. Ahora esa imaginación nos lleva más lejos y nos confunde más: nuestra vulnerabilidad es real, y el refugio incierto. Al menos mientras no consigamos entender cómo se comporta el virus, su criterio de selección.

Visto así, Žižeck tiene razón al hablar de “confusión”, de lo que no estoy muy segura es que encontremos su remedio en la filosofía. Al menos no en una forma prepotente de filosofar. Hay sin duda una respuesta “sublime”. Esa que –a pesar de la confusión– nos hace sentirnos superiores y por encima de la naturaleza. Esa que nos lleva a querer tener todo bajo control de nuevo. Esa que va a ayudarnos a sentirnos “libres” otra vez. Libres, por encima de la vulnerabilidad que significa vivir, por encima de aquellos que consideramos seres menos importantes. Habrá pues que reconsiderar incluso la filosofía a la que estamos apelando. Tendremos que cuestionarnos si la recuperación del pensar no pasa por terminar con un modelo mercantil y capitalista de racionalidad que incluso obliga a la filosofía a venderse y medirse por criterios de puntajes en las publicaciones.

Quizá sea ahora el momento no tanto de los filósofos como el de la reflexión atenta e imaginativa. El momento de un pensar que nos permita un juego de cercanía, para ver el detalle, y de alejamiento al mismo tiempo, para no perder toda la imagen. Hannah Arendt reivindicaba el poder de la imaginación para este pensar desde el cual poder entendernos. Un pensar que yo imagino, a su vez, situado y al mismo tiempo dinámico en su búsqueda de nuevas perspectivas.

María Isabel Peña Aguado