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Opinión

La rabia y la política

Por: Esteban Vilchez Celis | Publicado: 03.11.2020
La rabia y la política Congreso | Agencia Uno
La pregunta es si le haremos caso a Bobbio o, sectaristas e intolerantes, llegaremos a la Convención Constitucional con nuestros egos intactos, muchas listas de independientes, sin haber conversado con los partidos políticos y entregándole a la derecha, una vez más, una sobrerrepresentación de la que seremos los primeros culpables, pues la voracidad de la derecha por tener más poder que el merecido la conocíamos desde siempre, ¿no?

¿Quién puede negar la legitimidad de la rabia y la indignación ante la injusticia?

La insensibilidad e indolencia de los pocos que tienen casi todo en relación con los sufrimientos de los muchos que tienen casi nada es una tradición en la historia humana: los faraones disfrutaban de lujos inimaginables mientras sus esclavos perecían construyéndoles pirámides, pues además se creían dioses; la retórica ateniense durante su esplendor democrático también se asentaba sobre la base de esclavos e ilotas, que no gozaban de la prosperidad de la ciudad; la Rusia de los zares (nunca me cansaré de recomendar la lectura de Juan Eslava Galán, en este caso su La revolución rusa contada para escépticos) era una forma extrema de desigualdad social con episodios terribles, como el “domingo sangriento” de 1905, que terminó por gatillar la revolución de octubre; pero, no nos engañemos, los bolcheviques y luego dirigentes comunistas, pese a su prédica sobre la igualdad absoluta y la abolición de clases, también vivían en sus dachas y con lujos muy ajenos a las hambrunas terribles que azotaron al país, en particular en Ucrania. Claro, como se lee en la Rebelión en la granja, de Orwell, todos los animales somos iguales, pero unos son más iguales que otros.

La realidad es que a las personas nos encanta hablar de la igualdad, pero ponerla en práctica ya es otro tema. El maltrato hacia los “inferiores” se extiende y profundiza tanto como toleran los explotados y marginados, hasta que se producen estallidos sociales con mayores o menores dosis de violencia, frente a los que los explotadores fruncen el ceño y exigen condenas absolutas a esos actos violentos. Pero, claro, el hambre de un niño y la impotencia de un padre para paliarla no les parece violencia; ni que una madre no pueda darle tratamiento médico a una hija porque no hay dinero; ni que haya personas en sus últimos años de vida recibiendo pensiones de $ 150.000; ni que más de la mitad de los trabajadores en Chile obtengan menos de $ 400.000 mensuales; ni que esa cosa llamada educación, como dirían Los Prisioneros, se la den a unos pocos mientras que los pobres terminan pateando piedras. No, todo eso no les parece violento, sino la expresión natural de diferencias indesmentibles e incuestionables, pues realmente creen ser superiores y merecedores de consideraciones especiales.

El 18 de octubre de 2019 los chilenos se rebelaron contra este estado de cosas. Pidieron y exigieron, a veces no con el mejor tono, la efectiva igualdad en dignidad y derechos que hasta la Constitución de Pinochet cínicamente reconoce. La rabia ciudadana era entendible y legítima y sin duda dio origen al proceso constituyente. Pero ya no basta. Ahora hay que darle espacio a la política, con mayúscula.

Las vísceras y las emociones deben ahora dar su lugar al pensamiento reflexivo, porque tenemos esta –y probablemente sólo esta– oportunidad para darle a Chile una Constitución decente.

La realidad es que los partidos políticos no cederán su espacio de privilegio para formar parte de la Convención Constituyente con sus militantes. Es un hecho. ¿Qué debemos hacer entonces los independientes? Tener la capacidad de constituir una única lista de independientes. Pero para eso hay que ser generosos. ¿Lo somos?

¿Qué más podemos hacer los independientes? Ser pragmáticos. Hacer política. Si el poder lo tienen los partidos políticos en esta ocasión, tendremos que aprender a negociar de la mejor forma posible para obtener la mayor cantidad de cupos disponibles, integrando sus listas. Pero eso supone entender que en política, y sin por ello transar los propios principios, debemos negociar, discutir y llegar a acuerdos con personas que tienen visiones diferentes de la sociedad.

Decía Norberto Bobbio (se lee en el prólogo de Joaquín Estefanía al libro Derecha e izquierda): “En una sociedad democrática, pluralista, donde existen varios grupos en libre competición, con reglas del juego que deben ser respetadas, mi convicción es que tienen mayor posibilidad de éxito los moderados…. Guste o no guste, las democracias suelen favorecer a los moderados y castigan a los extremistas. Se podría también sostener que es un mal que así ocurra. Pero si queremos hacer política y estamos obligados a hacerla según las reglas de la democracia, debemos tener en cuenta los resultados que este juego favorece. Quien quiera hacer política día a día debe adaptarse a la regla principal de la democracia, la de moderar los tonos cuando ello es necesario para obtener un fin, el llegar a pactos con el adversario, el aceptar el compromiso cuando este no sea humillante y cuando es el único medio de obtener algún resultado”.

Guste o no, es muy probable que haya que discutir el tenor de la nueva Constitución con gente como Mariana Aylwin o con personas de derecha que aún añoren a Pinochet. ¿Qué hacer? ¿Aislarse y no hablarle a nadie, para dejar morir la oportunidad de una nueva Constitución? Sería de una irresponsabilidad absoluta. La Convención debe arribar a una nueva Constitución, la mejor posible, que siempre será mejor que la de Pinochet. Para eso se requiere inteligencia emocional, habilidad negociadora, capacidad de persuadir con argumentos. Ser constituyente no es cualquier cosa y, si bien estoy de acuerdo en que no se requiere necesariamente –aunque no estarían de más– estudios y títulos, sí se requieren personas que no se ahoguen en la rabia y en la arrogancia.

Pues si nos consideramos los únicos depositarios de la verdad y de la corrección moral, y vemos a los demás como inferiores –porque no piensan como nosotros ni creen en lo que creemos–, entonces no estamos hechos para la democracia. La democracia es difícil porque supone que domestiquemos nuestros egos y convivamos con los que piensan distinto para construir con ellos –y no contra ellos– un mundo mejor.

Si creemos que no podemos tomarnos un café con nadie que pertenezca a un partido político tradicional, si no podemos respirar el mismo aire que respiran los que discrepan con nosotros, si cualquiera que haya sido parte de un gobierno de la Concertación o la derecha es un ser a nuestros ojos abyecto y con el que no debemos cruzar palabra, si ni siquiera el Frente Amplio cumple con el estándar de inmaculada moral que deseemos imponer, entonces la democracia no es lo nuestro. Lo más consecuente sería una revolución de iluminados que, luego, implanten el terror, como ocurrió en la Revolución Francesa o en la Revolución Rusa.

La democracia supone demasiado esfuerzo por entender el punto de vista de los otros. La democracia funciona cuando dejamos de ser cacareadores sordos de nuestras propias ideas y sólo les hablamos a los que coinciden con ellas, para buscar acuerdos con los que piensan diferente y damos espacio a, al menos de vez en cuando, encontrarles la razón en algo y a descubrirnos equivocados. La democracia es para los que aman la verdad, los argumentos y a los seres humanos, incluidos los que piensan diferente y creemos equivocados. Los rabiosos, los juzgadores, los condenadores, los intolerantes, los que se creen siempre dueños de la razón, los que discriminan, no están hechos para la democracia. Si usted quiere ser constituyente, sea honesto y piense si es capaz de construir puentes entre las personas en lugar de murallas.

La pregunta es si le haremos caso a Bobbio o, sectaristas e intolerantes, llegaremos a la Convención Constitucional con nuestros egos intactos, muchas listas de independientes, sin haber conversado con los partidos políticos y entregándole a la derecha, una vez más, una sobrerrepresentación de la que seremos los primeros culpables, pues la voracidad de la derecha por tener más poder que el merecido la conocíamos desde siempre, ¿no?

Esteban Vilchez Celis