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Opinión

Dos plebiscitos, ¿dos caminos?

Por: José Sanfuentes Palma | Publicado: 08.11.2020
Dos plebiscitos, ¿dos caminos? | Mayo de 1983, primera Protesta Nacional
Si hemos aprendido de los errores, ese podría ser el destino de la unidad de la actual oposición, con respeto a su diversidad; entendimiento que socialistas y frenteamplistas están en posición de articular, desde la DC al PC. Desde su aparición, he adherido al Frente Amplio, le tengo admiración y aprecio a esta generación que sin pedir permiso se “tomó” la política. La deriva que asuma la salida de la crisis dependerá de decisiones políticas que hoy adopte el FA junto a los partidos democráticos y las fuerzas sociales, en fraternidad, con transparencia y determinación, conscientes que los errores el pueblo los paga caro, y el acierto provoca su esperanza, como quedó demostrado la noche del 25 de octubre reciente.

Diversos comentarios periodísticos han realizado un paralelo entre los tiempos de las protestas insurgentes de los 80 y el plebiscito del 56/44% de 1988, con la revuelta iniciada en el octubre digno de 2019 y el plebiscito del 80/20% de 2020. En el primer caso, fui testigo y protagonista privilegiado de esos tiempos; hoy, me embarga una inmensa felicidad de tener nuevamente la oportunidad de vivir tan sublimes momentos que creí ya no me tocarían. Son tiempos emergentes cíclicos, en general de corta duración, y cuyo desenlace depende ante todo de la voluntad humana. Lo que hagamos, o lo que dejemos de hacer, clavará la rueda de la fortuna para los próximos 15 a 20 años.

A principios de los 80 las marchas del hambre fueron señal de una profunda crisis económica, que jóvenes y pobladores –y los partidos populares en reconstrucción– enfrentaron valientemente en una cierta soledad. Luego vinieron las protestas y la desobediencia civil masivas, y las huelgas generales con su cumbre de julio del 86. En tanto, la oposición se rearticulaba –cómo no–, de una parte, en una franja militante popular y, de otra, en una élite progresista.

A la izquierda, el Movimiento Democrático Popular, sólida alianza de los partidos Socialista, Comunista y el MIR, con gran desarrollo de comités de bases, llenos de gente sin partido y espacio privilegiado de reconstrucción de la política de la izquierda. Al centro, la Alianza Democrática, creada por la Democracia Cristiana y un puñado de socialistas renovados vueltos del exilio. Los grandes momentos fueron los de la unidad, con la Asamblea de la Civilidad y el comité político privado, que orientaban la acción común de millones en las calles y en la política. Todos convergiendo en el fin de la dictadura, una Asamblea Constituyente y un gobierno provisional de amplio espectro democrático.

Estábamos ante una dictadura real e implacable en su guerra genocida contra el pueblo. En ausencia de libertad y democracia, entonces, era plenamente legítimo enfrentar con determinación y todas las formas de lucha al poder fascista. Sin embargo, el fracaso de la internación de armas en Carrizal y el fallido atentado a Pinochet costaron caro y cerraron la variante democrática insurreccional para siempre. Recuerdo en esos días debates y conversaciones que reflejaban la tensión del instante, vi en muchos rostros la patente preocupación por intentar una salida que superara la tragedia de una guerra. Incluso se intentó una salida pactada rápida con derechistas y generales que estaban desechando ya a Pinochet.

Aún conservo algunos documentos que circularon en esos días (uno de mi autoría), que –en lo principal– hablaban del repliegue de la ofensiva popular y la inevitabilidad de una alianza subordinada a “los demócratas burgueses”, con la esperanza de que se lograra una salida lo más favorable posible al pueblo. En él se analizaba también la opción de “tirar el mantel”, a la nicaragüense, “no era dable imaginar que toda la lucha –y los sacrificios en vidas– concluyera tan sólo en tener unos diputados, editar públicamente El Siglo y dirigir la CUT”, se argumentaba, en tono similar a “con todo si no pa’ qué”. Ese debate clandestino discurría mientras los acontecimientos parecían no esperar por sus conclusiones.

Vino luego una sui generis reunión con Fidel. A fines de 1987 invitó a la izquierda chilena a una conversación para saber de Chile. Fue sorprendente. Al anochecer, Fidel con su equipo desplegaron en la mesa del Consejo de Estado carpetas y carpetas, con antecedentes históricos de las elecciones de 50 años en Chile. Explicaron latamente que a nuestro país le gustaban las elecciones y que, a condición de la unidad opositora, era posible arrinconar a Pinochet y ganarle en un plebiscito. Informado que la izquierda había sido invitada en Chile a conversar con el Comité por las Elecciones Libres, patrocinado por la Iglesia, no dudó en instar a sostener la conversación y llegar a acuerdo.

En Chile, en el PC decidió no informar a su Comisión Política los “detalles” de lo planteado por Fidel y no realizar el pleno del Comité Central que se había convocado especialmente al efecto. No se inmutó un ápice la estrategia política de la rebelión popular. Fue el principio del desmoronamiento. Aylwin, jefe de la DC de entonces, señaló que el entendimiento con el PC era imposible si insistía en el uso de todas las formas de lucha. De alguna manera, aquello alivió a la dirección del PC; se aparecía como víctima de la exclusión, pero a la larga fue un error.

En los hombros de la lucha popular, el centro democrático –más los socialistas– se puso a la cabeza, negoció con parte de la derecha (expresión de ello fue el pacto constitucional del año 89) y lideró a millones hacia el triunfo del NO. Luego conquistó la Presidencia de la República y la mitad del Parlamento en elecciones libres. Una parte sustantiva de la izquierda quedó fuera del juego, aislada y con sucesivos resquebrajamientos internos. Así, los socialistas de izquierda se unieron al gobierno de la transición, el MIR se disolvió y al PC se le fue la mitad de su gente, una parte al PS/PPD, aunque la mayoría para la casa. Algunos hicieron intentos infructuosos de formar un Partido de los Trabajadores y luego una Nueva Izquierda. El resto, 30 años, es historia conocida.

El resultado final fue que, dada la debilidad de las fuerzas de Izquierda arrinconadas, se hizo imposible que el nuevo proceso de reconstrucción política –iniciado post plebiscito victorioso– profundizara su carácter democrático.

La transición pactada fue exitosa, principalmente para los habitantes del “oasis”, también con “chorreo” relativo a las clases medias. El país creció, pero sus frutos no llegaron al pueblo como éste esperaba; más bien, fueron en buena medida a costa de él, acumulándose tensiones que hoy reaparecen en la evasión de torniquetes de los estudiantes, el reclamo airado de la tercera edad, el estallido feminista y la revuelta de millones reclamando dignidad.

El tipo de transición fue en buena parte resultado de las características del centro democrático-social que la dirigió y su pacto con el neoliberalismo; pero, ante todo, de los errores cometidos por la conducción de los partidos populares. (Dicho lo cual, es preciso decir que ningún error opacará la huella heroica de los que –en su opción por la libertad y el pueblo– quedaron en el camino, de quienes comprometieron entonces su existencia en la lucha resuelta contra un régimen de odio y maldad. Nos podemos sino sentir orgullo por la nobleza de esos tiempos, y las nuevas generaciones lo habrán de reconocer y honrar. Así lo creo, firmemente).

El tiempo político de hoy es –a la vez– parecido, pero también muy diferente. Entre otras cosas, desapareció la Unión Soviética y su órbita socialista, y ensombrecieron las estrellas fulgurantes de Cuba y Vietnam (añorado refugio de apañamiento de la ira de los pueblos invisibilizados en su dignidad, diría tal vez Sloterdijk). No menor es que estamos en presencia de una nueva era de la mano de las revoluciones tecnológicas y de género, de la globalización y el cambio climático, de la reestructuración del mapa del poder mundial. Nuestra época, desprovista ya de toda pretensión escatológica, nos ofrece, en cambio, un futuro abierto que sólo pende de las contingencias emergentes y de la voluntad humana.

Ahora nos toca escoger el camino de salida a la crisis que vive Chile actualmente y cuyo desenlace se aproxima, en un contexto donde las turbulencias están –felizmente– aún contenidas en la convivencia democrática donde prima la política por sobre los demonios de la guerra.

Chile, acostumbrado a celebrar sus tragedias como si de triunfos se tratara (el desastre de Rancagua, el hundimiento de la Esmeralda con la muerte de su capitán Prat, por nombrar un par) puede elegir cambiar el chip. Articular el porvenir convocando mayorías y negociando desde su determinación, como lo hicieron Gandhi, Mandela o Mujica, quienes diseñaron futuro teniendo en consideración incluso a sus adversarios más enconados.

Lo distinto hoy es también las variantes posibles de salida a la crisis. Ya no es como ayer cuando, hipotecada la capacidad de hegemonía popular, no había otra, sino que apoyar la salida centrista de la transición y empeñarse en influir lo más posible en su dirección, responsabilidad ante la cual la izquierda se fragmentó. Hoy el cuadro político indica que está a la mano conquistar el poder –constituyente (Convención Constitucional), territorial (alcaldías y gobernaciones) y nacional (Presidente y Congreso)– para una mayoría que gobierne con peso predominante de las fuerzas que impulsan las transformaciones profundas que Chile demanda.

Si hemos aprendido de los errores, ese podría ser el destino de la unidad de la actual oposición, con respeto a su diversidad; entendimiento que socialistas y frenteamplistas están en posición de articular, desde la DC al PC. Desde su aparición, he adherido al Frente Amplio, le tengo admiración y aprecio a esta generación que sin pedir permiso se “tomó” la política. La deriva que asuma la salida de la crisis dependerá de decisiones políticas que hoy adopte el FA junto a los partidos democráticos y las fuerzas sociales, en fraternidad, con transparencia y determinación, conscientes que los errores el pueblo los paga caro, y el acierto provoca su esperanza, como quedó demostrado la noche del 25 de octubre reciente.

José Sanfuentes Palma