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Opinión

El pacto homicida-suicida

Por: Sebastián Sandoval | Publicado: 25.11.2020
El pacto homicida-suicida | Sebastián Piñera reunido con el empresariado en campaña 2017
El “Acuerdo por la Paz” no fue una epopeya política ni un logro: fue un pacto homicida-suicida. Un pacto que tuvieron que tomar obligados, no porque así lo quisieren, sino porque no les quedaba otra. Los años de sordera fingida les pasaron la cuenta, y no sabían cómo manejar la situación, ante un mundo lleno de gente deseosa de carroña. Realmente, no lo vieron venir.

Esa mañana no desperté muy temprano. La noche anterior tenía labores que resolver y me dormí tarde, un poco antes de la hora en que se efectuaría la declaración que durante todo ese día me tuvo pensativo. Algunas personas calificaban dicho momento como el inicio del fin de la Transición. Otras como una mera defensa de los intereses políticos. Pero no cabía ninguna duda de que dicho momento tenía tintes históricos.

El Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, surgido el 15 de noviembre a raíz de las negociaciones realizadas por la transversalidad de partidos y movimientos políticos, dictaminaba una férrea defensa de la institucionalidad encabezada por el presidente Piñera, y la conformación de un proceso constituyente. No me cabía duda que el acuerdo alcanzado era algo para nada menor, pues dictaminaba la concreción de una meta histórica: el reemplazo de la Constitución de 1980 bajo un mecanismo que no tenía trampas y daba aras de fijar el primer proceso constituyente realmente democrático de Chile.

Sin embargo, conforme fui viendo el acuerdo de modo más crítico, me empezó a llamar la atención cada vez más la defensa de la institucionalidad que se hace en el primer punto. ¿Por qué? Se supone que la oposición había librado férrea critica a los excesos cometidos por el gobierno en la represión, y aun así la gran mayoría de ésta ni se inmutó a la hora de defender al gobierno sin mención alguna a las violaciones a los derechos humanos. Ciertamente, uno puede entender aquello a raíz de la presencia del oficialismo, pero la bancada opositora tenía la opción de salirse del acuerdo en caso de que su defensa a la ciudadanía fuese cuestionada y sacada del acuerdo.

O claro, eso pensaba, hasta que Catalina Pérez, presidenta de Revolución Democrática, y Mario Desbordes, entonces presidente de la RN, revelaron lo que realmente sucedió: el acuerdo había sido firmado bajo amenaza de sacar a las Fuerzas Armadas de nuevo a la calle. Piñera estaba esperando el resultado de la mesa negociadora para llevar a cabo o cancelar la orden dependiendo de lo que sucediese.

La clase política no siempre fue una casta, una esfera de poder que se congracia con otras para la mantención de su estatus. A inicios de la década de 1990 se veía que aún seguía perviviendo el tinte derivado de los 60 y 70, de tener un oído atento en la ciudadanía a la cual representaban y jugar al ingenio en base a ello. Si el empresariado metía mano, pues bien, pero dependía de las circunstancias de que sus intereses realmente fuesen representados.

Pero conforme pasó el tiempo, el enfoque empezó a cambiar. La continua necesidad de la defensa de la democracia a raíz de la existencia de un Pinochet inamovible en el Ejército, y unas ramas castrenses que estaban dispuestas a todo por defenderse a sí mismas, generó que el Estado cambiara su enfoque teórico a la doctrina de la razón de Estado, con la “justicia en la medida de lo posible”. Los partidos políticos tomaron nota de ello y decidieron hacer símil acción mediante la conformación de la “democracia de los acuerdos”. Desconocían, sin embargo, que eso generaría que uno de los ideales que había quedado oculto de la conformación de la institucionalidad en la dictadura empezara a generar efectos.

Cuando Pinochet tomó el poder tras el Golpe sabía que la dictadura por sí sola no se mantendría, y que el mundo empresarial era clave para la mantención del poder. Una de las situaciones por las cuales el empresariado ejerció presión para recuperar su terreno frente al Estado fue debido a la pérdida de este en la Constitución de 1925, cuando el ideal portaliano que sostenía a la libertad económica como fuente de la libertad política fue eliminado tras más de un cuarto de siglo de regencia errática tras el fin de la República Autoritaria, con un parlamentarismo desbocado y sordo frente a la ciudadanía.

Los grupos empresariales necesitaban la certeza de que algo así no volvería a pasar, pero los militares que controlaban la dictadura también tenían sus ambiciones, pues durante años fueron tratados como la carne de cañón del sistema, sin poder ascender ni mantener cierto estatus de vida social, como hoy pasa. El mismo Pinochet intentó durante años ascender a la alta sociedad por varias vías sin tener éxito, como cuando entró a la Gran Logia en 1941 y fue expulsado un año después por no poder pagar las cuotas respectivas. Así, la re-concesión de poder al empresariado fue un intercambio de la dictadura: los militares conceden una nueva institucionalidad, y los empresarios conceden espacios en la clase alta.

La dictadura se aseguró de que la transversalidad política fuese incapaz de llevar la contraria al empresariado al establecer una segunda vida de los ideales de Portales dentro del neoliberalismo, pues ambas perspectivas con siglos de diferencia sostienen el mismo núcleo político que los lleva a cabo: libertad económica como base de la libertad política.

Así, cuando los partidos decidieron establecer su pensamiento, dejaron que el ideal entrase a influir pues, al igual que Pinochet, necesitaron transar para afirmar el régimen democrático, y con la única esfera que podían negociar era con la del empresariado. La mayoría se subió a dicho carro, sabiendo que las atrocidades que realizó el dictador seguirían siendo reveladas en toda su magnitud. Algunos, como Ricardo Claro, se quedaron con Pinochet, haciendo actos de ingeniería política con tintes de vendetta, como el Kiotazo.

Sin embargo, los partidos a cambio tuvieron que conceder beneficios al empresariado, no como cuestión de posibilidad, sino como un deber para proteger la democracia. Así fue cómo la transversalidad política se terminó transformando en una clase, obediente de los intereses de la clase alta y disgregada de su deber con el resto de la población. Piñera sabía de esto a la hora de orquestar el Acuerdo. Sabía que la caída de la institucionalidad (o sea, su renuncia o salida del cargo) sólo significaría la caída de toda la clase política, pues con ello el gesto de re-conceder un estatus de poder a la ciudadanía iba a ser claro, y el empresariado volvería a dejar de ser un actor absolutamente preponderante.

Para muchos jerarcas, la opción a tomar era esa, atendidas las graves violaciones a los derechos humanos, así como la idea de verse estratégicamente fortalecidos como oposición. El Presidente, sin embargo, no estaba dispuesto a dejar el cargo y por ello llamó a las Fuerzas Armadas a estar atentas. Piñera, cuan psicópata, estaba dispuesto a alentar un tono más fuerte en las protestas con tal de que cayesen todos con él a la misma vez. Si había que mandar al país a las pailas con tal de mantenerse en el cargo, estaba dispuesto a hacerlo.

La clase política tuvo entonces dos opciones: una, denunciar la situación; o dos, hacer caso a Piñera. Con la primera tendrían que dejar sus cargos, y habría una menor maniobrabilidad política de la ciudadanía, pero aseguraban la protección de esta. Con la segunda se mantenían en sus cargos y había mayor posibilidad de manejo de la situación, pero eso implicaba dejar a la ciudadanía a su suerte.

Tomaron la opción dos, y así se concretó todo. No fue una epopeya política ni un logro: fue un pacto homicida-suicida. Un pacto que tuvieron que tomar obligados, no porque así lo quisieren, sino porque no les quedaba otra. Los años de sordera fingida les pasaron la cuenta, y no sabían cómo manejar la situación, ante un mundo lleno de gente deseosa de carroña. Realmente, no lo vieron venir.

Sebastián Sandoval