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Opinión

La riqueza y la trinchera

Por: Javier Pascual | Publicado: 03.12.2020
La riqueza y la trinchera | Barrio de súper ricos en Santiago
En Chile el decil más rico concentra más del 60% del ingreso del país y, lo que es peor, el 1% más rico concentra casi el 28%, dejándonos como el país más desigual de Occidente. Pero el rico no sólo concentra riquezas materiales. El rico tiene un alto capital cultural y redes de contacto que le permiten sostener esta concentración a través de las generaciones y, lo que es peor, un alto poder político e influencia en el discurso social. Por eso no son sólo “ricos”: son una élite que se reproduce a sí misma dentro de un juego cuyas reglas ellos mismos inventaron y controlan.

«No importa qué unos pocos tengan mucho. Lo preocupante es que muchos tengan muy poco». He escuchado tantas veces esta frase en mi entorno privilegiado de barrio alto que alguna vez hasta me convencí de que era verdad. La historia reciente ha demostrado que no es así, que la desigualdad importa, que la concentración de riquezas es inaceptable.

Sin embargo, si bien en Chile se ha ido posicionando esta problemática los últimos años, la dificultad de hacerse cargo reside en que aún tiene muchos detractores. Los más, minimizan el problema tratando a quienes lo señalan de “resentidos” o “envidiosos”. Unos pocos intelectuales, en general desde el neoliberalismo, conceptualizan dicha envidia como un motor necesario para el cambio y el crecimiento económico.

Pero la desigualdad, lejos de generar cambios, lo que hace es profundizar el estancamiento social. Y esto se debe a que la desigualdad, al igual que la pobreza, no es un fenómeno simple, sino complejo y multidimensional. La pobreza y la desigualdad no son sólo problemas económicos. La persona pobre no sólo tiene escasez de recursos materiales. Sus carencias también están en su acceso a salud y ya nacen con una menor esperanza de vida. La persona pobre, además, tiene un bajo capital cultural (traducido en acceso a educación e información) y social (redes de contacto). Y esto hace que sea muy difícil su movilidad socioeconómica bajo las reglas de mercado.

En el otro extremo ocurre algo parecido. La World Inequality Database nos dio recientemente información muy relevante, aunque nada sorprendente, sobre la realidad de nuestro país. En Chile el decil más rico concentra más del 60% del ingreso del país y, lo que es peor, el 1% más rico concentra casi el 28%, dejándonos como el país más desigual de Occidente y a la altura de varios países africanos. Pero el rico no sólo concentra riquezas materiales. El rico tiene un alto capital cultural y redes de contacto que le permiten sostener esta concentración a través de las generaciones y, lo que es peor, un alto poder político e influencia en el discurso social. Por eso no son sólo “ricos”, son una élite que se reproduce a sí misma dentro de un juego cuyas reglas ellos mismos inventaron y controlan. El peligro de esta concentración de poder es que, sin importar lo bueno que sea para el país, cualquier cambio que afecte en lo más mínimo sus intereses personales será muy difícil de lograr. Lo hemos visto de forma directa (como con correos con instrucciones concretas enviados a ciertos parlamentarios) e indirecta (como con líneas editoriales claras de medios de comunicación de amplio alcance controlados por grupos específicos que inciden en la opinión pública).

La extrema concentración y perpetuación del poder, más propia de sistemas monárquicos, es considerada desde la democracia como un vicio que debe ser corregido. El estallido social de octubre de 2019 comenzó el camino hacia esta corrección de forma discursiva, al deslegitimar a la élite por su desconexión con la realidad chilena. “Ya no les creemos”, clama el pueblo al pedir una nueva Constitución redactada por una Convención Constituyente sin parlamentarios involucrados. “Ahora nos toca a nosotros”, continúan, cuando la sociedad civil se organiza para presentar candidatos independientes a la convención. Y el voto del plebiscito es la expresión máxima de ello, no sólo por el aplastante resultado, sino por la evidente (y esperable) concentración en los barrios acomodados del país de quienes no quieren que nada cambie. El voto muestra lo que de alguna forma ya sabíamos: que no estamos en guerra, que estamos más unidos que nunca, y que vivimos en un país cuya fractura no divide el país en dos grupos homogéneos, sino que más bien tiene atrincherada a una parte muy minoritaria, pero muy poderosa. Y su exceso de poder es el que hace que esta trinchera afecte a un país entero.

Pero el proceso que viene es complejo y no se resolverá desde una lógica de mayorías contra minorías, ni desde la trinchera política y económica, sino en base a diálogos, negociaciones y consensos entre múltiples agentes que representarán, esperemos, a todos los actores sociales. La élite, con humildad, deberá desprenderse de la lógica competitiva que ha destrozado su propia legitimidad y la de los partidos políticos, abrirse a escuchar y evitar inhibir las ideas del resto mediante las estrategias retóricas a las que está acostumbrada para sostener su poder. Es la única forma en que la paz social de la que tanto hablan pueda hacerse realidad y sostenerse en el largo plazo. Es el único camino hacia un verdadero desarrollo para todas las personas del país.

Javier Pascual
Sociólogo. Coordinador técnico de Momento Constituyente.