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Opinión

Extrainstitucionalidad, antiética y otros enemigos de la democracia

Por: Roberto Pizarro Contreras | Publicado: 16.12.2020
Extrainstitucionalidad, antiética y otros enemigos de la democracia |
En una sociedad democrática, en la que se supone que todos valoramos el consenso colectivo, las actuaciones personalistas no son legítimas. De lo contrario, lo que se tiene de facto no es una democracia, sino una oligarquía que usa ‘de jure’ el marco institucional democrático para poder realizarse.

El filósofo norteamericano John Searle, perteneciente a la corriente analítica de la filosofía, define los «hechos institucionales» como la serie de ficciones en las que los humanos confiamos y que hacen posible la sociedad. Por ejemplo, un billete de 10 mil pesos constituye un hecho institucional, pues a pesar de ser un mero papel, confiamos en la realización de su valor de cambio. El concurso de muchos hechos institucionales hace posible las instituciones de la República y el Mercado, que son entidades en las que todos confiamos y que, cuando ya no, entran en crisis. Las crisis institucionales son tales, en efecto, porque uno o más de los hechos institucionales que estructuran lo social han dejado de ser dignos de nuestra confianza. Ahora bien, ¿qué hechos nuevos se pueden aportar al debate público chileno sin caer en redundancias y digresiones latas?

Tales hechos son los “extrainstitucionales”. Ellos connotan todo eso que no se dice públicamente, sino en privado y que incluso, cuando la confianza en los confidentes se ha agotado, remiten a una capa última, a un narcisismo intrínseco, donde cada cual dialoga consigo mismo y una representación de los demás que se le hace más real por confiar únicamente en su “verdad”.

Los hechos extrainstitucionales son todo cuanto se presupone y no se quiere aclarar (ya sea por desidia, porque no creemos en la honestidad o racionalidad de los otros, porque predominan en nosotros sentimientos de rechazo que nos obnubilan el juicio, o bien simplemente porque somos soberbios y creemos que nuestra óptica de la realidad es imbatible). Están presentes en todas esas conversaciones de pasillo, entre cuatro paredes o en la intimidad de la conciencia, donde se planean cosas a espaldas de la institucionalidad para luego resolverlas dentro de los marcos de esta, pero que al final acaban por jaquearla.

En el ámbito la institucionalidad democrática, un ejemplo de hecho extrainstitucional son las negociaciones donde un parlamentario transa con su oposición las expectativas de sus ciudadanos representados a cambio de uno o más favores políticos (por ejemplo, la conservación o ampliación de su cuota de poder o el logro de una expectativa que juzga más importante después). En el plano internacional, los hechos extrainstitucionales quedan bien ejemplificados por las criticadas “salas verdes” de la Organización Mundial de Comercio (OMC), que refieren los aposentos del organismo supranacional que se emplean para negociar irregularmente posiciones de poder con otros países a fin de lograr acuerdos que, si bien son “a medias” y no cumplen a cabalidad las expectativas de cada parte, se echan al bolsillo al resto de naciones que no participan del complot (a menudo son las naciones poderosas las que se sientan a sus anchas en estos salones suizos, mientras las menesterosas aguzan patéticamente el oído desde la pared adyacente o el exterior de las puertas).

Un octogenario político chileno, Andrés Zaldívar, dijo una vez en una nota publicada por este medio en 2014, que ciertos acuerdos “no pueden hacerse de cara a la opinión pública”. Si esta creencia fuera generalizada en él, podría decirse que es un adepto de la extrainstitucionalidad.

Pues bien, son los hechos extrainstitucionales –y la sospecha de su ocurrencia– los que están minando la democracia en el mundo. No extraña así que personajes como Trump, en los EE.UU., y Bolsonaro, en Brasil, se hayan hecho con el poder de sus respectivos países, si resulta que muchos ciudadanos frustrados han preferido apostar por un ser temerario cuyo discurso autoritario parece más “honesto” que las promesas de un mundo mejor de la política tradicional.

Se subestima a los ciudadanos cuando se piensa que su malestar pasa sólo por una necesidad inmediata, casi de orden biológico, o porque los mecanismos institucionales del Estado son insuficientes y apremia intervenirlos. No, sucede que también aquel es consecuencia de la injusticia que les supone el ejercicio de la extrainstitucionalidad, la suma desconfianza y la falta de respeto que infunde esta, sobre todo cuando se recela un narcisismo del poderoso (hace las cosas por él y no en pro de aquellos cuyos intereses dice proteger). De ahí los refranes populares “Los políticos se arreglan entre ellos”, “Entre poderosos se entienden” y “Libertad para ellos, no para nosotros”. Se trata de una brecha peligrosa que afecta la capacidad de resiliencia de la democracia, según la editorial de The Economist de finales de noviembre y comienzos de este mes, a propósito del reñido triunfo de Joe Biden y que el Presidente estadounidense cuestionara apelando a ese “hablar sin tapujos” que le hace tan fidedigno frente a sus votantes.

Es en este punto donde entra la ética como antídoto a largo plazo para reparar la confianza y regenerar la unidad. La ética, sí, eso que es como un adorno: todos aderezan sus discursos y se precian de ostentarla, pero apenas pueden definirla. Incluso la confunden con la moral y a menudo oímos hablar a las personas de estos dos términos indistintamente.

Lo cierto es que la ética señala la manera en que decidimos plantarnos y darle cara al mundo, es una reflexión (crítica) sobre lo moral. ¿Y qué es lo moral? Es la serie de valores acerca de lo “bueno” y lo “malo” que habitualmente determinan nuestros modos de actuar, que están flotando en el ambiente y que presuponemos ciertos (“matar no es bueno”, “votar es la forma de resolver los asuntos en sociedad”, “la misericordia con el indefenso es parte de todo ser civilizado”, etc.). De este modo, se dice que alguien es inmoral si ha traicionado los valores que ha aceptado y será, además, antiético si lleva a cabo esta contravención por conveniencia y no en razón de una crítica. En una sociedad democrática, por lo tanto, en la que se supone que todos valoramos el consenso colectivo, las actuaciones personalistas no son legítimas. De lo contrario, lo que se tiene de facto no es una democracia, sino una oligarquía que usa de jure el marco institucional democrático para poder realizarse.

Ahora mismo urge una reflexión ética en todos los niveles. Urge también fomentarla en la formación de nuestros adolescentes y futuros profesionales, si queremos que ellos se desarrollen junto a las generaciones que les siguen dentro de una institucionalidad sustentable, donde los acuerdos se hagan invocando el espíritu de una nueva Constitución y no el de la obra maestra del padre de la política moderna, me refiero a El Príncipe de Maquiavelo, lectura indispensable en la mesilla de noche de varios políticos y superejecutivos desde los albores de sus carreras, pero que no hace más que eternizar ese modo de hacer las cosas denunciado por el pensador renacentista.

Un buen punto de partida puede ser la ética fundamental que nos legara aquel noble lituano llamado Emmanuel Lévinas, que es tal vez incluso más exigente que la del propio Kant, y que en sí no es un sistema ético sino apenas una proto-praxis, la cual nos convoca a no hacernos un concepto precipitado de los demás, a no reducirlos tajantemente según nuestro modo de ver el mundo (“Esto eres tú y así te trataré”, “Este es mi Dios y así su ley”, “Este es mi proyecto para el retiro de fondos y ese de ahí, el tuyo”, etc.). Es una “ética del Otro” donde le damos espacio a los demás para realizarse y para que nos ayuden a entenderlos y hacernos una imagen provisional de ellos y de lo que necesitan, sin cerrarles la puerta a redefiniciones futuras por culpa de nuestros prejuicios o de nuestro engreimiento intelectual. Es un diálogo continuo donde el político y el empresario son capaces de sacrificarse por el prójimo por el sólo hecho de que asumen que nunca podrán entender plenamente el padecimiento o la necesidad vital de aquel que es otra conciencia ajena a la de ellos y, en consecuencia, sería un atentado contra la existencia de ella cerrar la discusión sin más y llegar a acuerdos privados para satisfacer los propios apetitos. Según Lévinas, la avidez insaciable de un neoliberal que quiere seguir enriqueciéndose más de lo que ya lo ha hecho implica la indiferencia absoluta hacia aquel que está padeciendo hambre ahora mismo y que está muriendo por él. No importa si apela al argumento de que “si no me enriquezco más, no podré dar más empleo”, porque estaría abusando del lenguaje creando unos seres ficticios a futuro, que seguramente existirán, pero que los usa, engañándose a sí mismo, para poder darle muerte con menos cargo de conciencia a los menesterosos de nuestro presente. Su actitud será más abominable todavía si llegara a enseñar a su estirpe que “así es como actuarían los demás si pudieran hacerlo”. Ya decía Lévinas: “Toda civilización que acepta el Ser [es decir, que intenta apoderarse de la verdad detrás de todas las cosas reduciéndolas violentamente a su perspectiva], con la trágica desesperación que contiene y los crímenes que justifica, merece el nombre de ‘bárbara’”. Esto toca también a toda la tradición filosófica a partir de Platón y su reino de las formas puras (que tiene precedentes en el “Ser” de Parménides y que ha ido cambiando de nombre, diría cierto autor, conforme pasan las épocas: “Idea”, “Dios”, “sustancia”, “espíritu”, “voluntad”, “libertad”, “átomo”, etc.).

En todo caso, lo más bello de la ética de Lévinas, es la apelación que hace al Yo. “Todos somos responsables de todos los demás, pero yo soy más responsable que cualquier otro”, leeríamos en Los hermanos Karamázov de Dostoyevski (hoy las empresas manipulan hábilmente esta lección levinasiana para interpelar a sus empleados y llamarlos a la acción: “En lugar de cuestionar la inercia de los demás, pregúntate qué estás haciendo tú para que las cosas pasen. ¡Sí, usa tu poder y haz que las cosas pasen, querido colaborador!”). Lévinas, cuya familia fue acribillada por los nazis debido a su condición judía, con las lágrimas escurriéndose a borbotones entre las manos que intentaban ocultar la pena que atravesaba su ser, llegó incluso a sentirse responsable por la suerte de los asesinos y por el crimen horrendo que cometieron contra sus seres más amados. Lo mismo aplica, pues, a mi persona y a cada uno de nosotros: todo cuanto hay ahí afuera nos concierne. No puede sernos indiferentes. Y como es inmensurable en su complejidad, no puedo violentarlo reduciéndolo a un concepto (“delincuente”, “indio”, “malagradecido del sistema”, etc.) y después a un objetivo (target) a sortear con discursos amañados o, en el peor caso, haciendo uso del recurso de la fuerza. No admite, en fin, la ética de este filósofo esencial –que fue también un profundo religioso y que nos dejó, por cierto, en la nochebuena de 1994 –, relacionarse estratégicamente con las cosas, sino de manera hospitalaria y abierta, desde la honestidad de conciencia.

Si queremos evolucionar como civilización, tenemos que abrirnos a los otros y dejar de resolver conflictos con ellos como estrategas, en reuniones o pactos secretos, al margen de la institucionalidad. Nuestro país, maduro ya, puede aspirar a un nuevo tipo de configuración que podría llegar a ser ejemplar internacionalmente. Eduquemos a nuestras niñas y niños según una ética generosa como la levinasiana para que, como dijera Pitágoras durante la infancia de la filosofía occidental, no tengan que castigarse a sí mismos cuando lleguen a ser hombres y mujeres adultos.

Roberto Pizarro Contreras
Magíster en Filosofía de la Universidad de Chile.