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Proteger los Conocimientos Tradicionales en una nueva Constitución

Por: Leonardo Castillo | Publicado: 25.12.2020
Proteger los Conocimientos Tradicionales en una nueva Constitución |
De las 16 mil especies de hongos descritas, el 20% vive en nuestro territorio nacional. Uno de ellos es el hongo «rapamune» que habita la Isla de Pascua y del cual se extrae la «rapamicina», inmuno supresor que se utiliza para evitar y prevenir que los pacientes trasplantados rechacen los órganos, patentado por Wyet Pharms Inc., una empresa farmacéutica de Canadá, adquirida luego por Pfizer. Sin negar lo positivo que ha sido en los avances médicos a dicho respecto, no trajo aparejada ventaja alguna al pueblo Rapa Nui. Se señala también el caso del maqui, la murtilla, e incluso muestras de sangre, cabello y uñas de personas pertenecientes a pueblos originarios obtenidos sin informar a las comunidades de los proyectos y sus resultados.

El triunfo de la opción Apruebo conlleva innegables desafíos respecto de qué principios e instituciones han de ser recogidas en una nueva Carta Fundamental. Antiguas aspiraciones como el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios, o la conservación del patrimonio ambiental, podrían finalmente ver la luz. Sin embargo, la protección de la propiedad indígena no se agota en los derechos territoriales indígenas sobre la tierra, las aguas y recursos naturales. El concepto de patrimonio lo entendemos inclusivo de elementos materiales e inmateriales, donde encontramos los Conocimientos Tradicionales. Instrumentos como la Declaración de las Naciones Unidas sobre Derecho de los Pueblos Indígenas, reconocen a los Conocimientos Tradicionales también como parte de su patrimonio, como se dispone en el artículo 31.1. Los Conocimientos Tradicionales comprenden –a juicio de Endere y Mariano (2013)– “aquellas prácticas e innovaciones, signos y saberes de las comunidades indígenas, y en sentido estricto se conciben como los sistemas de conocimiento que se han originado durante la actividad intelectual realizada en contextos tradicionales”.

Chile presenta una extensa y extrema variedad de ecosistemas, que le otorgan características de exclusividad, lo que entre otras cosas permite que el 25% de las especies que están en nuestro territorio sean endémicas y con potenciales desarrollos biotecnológicos. De este modo, la diversidad biológica se torna en un activo con enorme atractivo comercial si pensamos en el desarrollo de productos e insumos farmacológicos o cosméticos. El Convenio sobre la Diversidad Biológica o CDB, ratificado por Chile el 9 de septiembre de 1994, fue el primer tratado internacional que, de manera íntegra, aborda la biodiversidad. Dado que la mayoría los países megadiversos son países en desarrollo donde su legítima prioridad no es la conservación, sino la explotación de los recursos y que, por lo demás, muchos países cuentan con población indígena y local que posee conocimientos tradicionales, se tornó necesario establecer una estructura de incentivos para que se compartan de manera equitativa los beneficios derivados de la utilización de los conocimientos tradicionales y recursos genéticos, así como las innovaciones basadas en ellos con sus legítimos titulares. De tal modo que se incentivaría la participación en la conservación de la diversidad biológica y la utilización sostenible de los recursos, además de permitir su explotación para el desarrollo de aplicaciones biotecnológicas e industriales. El 10 de octubre de 2010 fue firmado el Protocolo de Nagoya sobre acceso a los recursos genéticos y participación justa y equitativa de los beneficios que se deriven de su utilización en el convenio sobre la diversidad biológica, el cual Chile a la fecha no ha ratificado (Castillo, 2018). El Protocolo de Nagoya se aplica de acuerdo a su artículo 3 también a los conocimientos tradicionales asociados a los recursos genéticos, asegurando el acceso justo y equitativo a los beneficios que se deriven de su utilización, en su artículo 5º, y siempre con el consentimiento fundamentado previo o la aprobación y participación de dichas comunidades indígenas y locales, y que se hayan establecido condiciones mutuamente acordadas, como dispone el artículo 7, entre otras disposiciones.

Más allá de lo que disponen los distintos instrumentos señalados, en la praxis en nuestro país los beneficios obtenidos a partir de la explotación de los recursos genéticos y los conocimientos tradicionales asociados a ellos no han redituado para sus legítimos titulares, los pueblos originarios. De las 16 mil especies de hongos descritas, el 20% vive en nuestro territorio nacional. Uno de ellos es el hongo rapamune (Streptomyces hygroscopicus) que habita la Isla de Pascua y del cual se extrae la rapamicina, inmuno supresor que se utiliza para evitar y prevenir que los pacientes trasplantados rechacen los órganos, patentado por Wyet Pharms Inc., una empresa farmacéutica de Canadá, adquirida luego por Pfizer. Sin negar lo positivo que ha sido en los avances médicos a dicho respecto, no trajo aparejada ventaja alguna al pueblo Rapa Nui. Salvador Millaleo (2013) señala también el caso del maqui, la murtilla, e incluso muestras de sangre, cabello y uñas de personas pertenecientes a pueblos originarios obtenidos sin informar a las comunidades de los proyectos y sus resultados. Tal parece que, por una parte, esos instrumentos no se han aplicado correcta ni suficientemente respecto a establecer una adecuada legislación nacional. En ese orden, es que la nueva Constitución aparece como una oportunidad para optimizar este aspecto ya que la actual es inespecífica al respecto.

Así las cosas, la solución propuesta debiera ir de la mano con 4 puntos. Primero: luego de reconocer a nivel constitucional a los pueblos originarios, reconocer que los recursos genéticos y los conocimientos tradicionales asociados a ellos forman parte del patrimonio inmaterial del pueblo originario correspondiente cuya titularidad es de naturaleza colectiva e indivisible. En segundo término, establecer la exigencia de altos estándares en cuanto a la participación de buena fe, y en cada fase decisoria, de los representantes de dichas comunidades indígenas y locales, entendiendo que corresponde a aquellas autoridades tradicionales de las comunidades indígenas y locales titulares de los recursos genéticos y los conocimientos tradicionales asociados a ellos. En tercer lugar, disponer un rol activo del Estado en cuanto al reconocimiento, respeto, promoción y defensa de los derechos existentes sobre los recursos genéticos y los conocimientos tradicionales asociados a ellos, asegurando que los titulares los puedan efectivamente mantener, controlar, proteger y desarrollar. En cuarto lugar, que se asegure el acceso justo y equitativo a los beneficios que se deriven de la utilización de los recursos genéticos y los conocimientos tradicionales asociados a ellos, siempre con el consentimiento fundamentado previo o la aprobación y participación de los legítimos representantes de los titulares habiéndose establecido condiciones mutuamente acordadas entre aquellos representantes y quien pretenda utilizar dichos recursos y conocimientos.

Leonardo Castillo
Abogado de la Unidad de Transferencia Tecnológica de la Universidad de La Frontera (UFRO), de Temuco.