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El milagro de Wuhan y el testamento político de Li Wenliang

Por: Arturo Moreno Fuica | Publicado: 26.01.2021
El milagro de Wuhan y el testamento político de Li Wenliang El médico Li Wenliang antes de morir |
Una paciente contagiaría a Li el 8 de enero. Días más tarde su estado de salud empeoró y fue hospitalizado. Sin embargo, esto no le impidió comprender el verdadero dilema de su situación. Si realizaba un acto moral –decir la verdad– iba contra las órdenes de su régimen, pero si no lo hacía se arriesgaba a convertirse en cómplice de la muerte de miembros de su comunidad. Fue en medio de esta disyuntiva, y a pesar de sus críticas circunstancias, cuando realizó un acto político simple, pero determinante: no se aisló. Desde su cama, usando su celular, comenzó a comunicarse e intercambiar opiniones con otros. Li llegaría a dar entrevistas online a medios como el New York Times o el periódico oficialista Beijing Youth Daily.

El 30 de diciembre de 2019 el médico Li Wenliang recibió en su celular una fotografía de un informe de laboratorio, en el que aparecía una palabra en círculo rojo: SARS Coronavirus. Li la reenviaría a su grupo de WeChat, el “super App chino”, agregando un texto donde daba cuenta que había siete casos confirmados en la estación de emergencia del hospital de Wuhan. Cerca de 150 personas leerían la información. Desde ese momento, la noticia se extendió con la instantaneidad de los clics. Ya el 1 de enero “Wuhan SARS” era tendencia en Weibo, el homólogo chino de Facebook. 368 millones de usuarios podrían leer la noticia. ¡La suerte del médico estaba echada! El 3 de enero es apresado y se inicia para él una fase de agravios e intimidaciones por parte de los agentes del Estado. Sería liberado con una única orden: ¡callarse! Así, Li entraba al 2020 como un sujeto peligroso para la paz pública, aunque no era un alborotador, menos un rebelde y estaba a años luz de ser un Eduard Snowden o Julian Assange. La verdad es que Li era un miembro privilegiado del Partido Comunista chino, por lo menos como para que le hubiesen permitido ingresar a ese selectivo grupo de estudiantes de Medicina. Este “bien evaluado” comunista estaba casado, era padre de un hijo y su esposa esperaba su segundo niño, algo que en China sólo pocas familias pueden permitirse. En fin, Li era el orgullo de su madre, querido por sus vecinos y respetado por sus colegas.

Pero a veces pareciera que mientras más sólida y favorable es la vida de una persona, más crueldad y adversidad terminan acarreando las pequeñas eventualidades. Efectivamente, la vida de Li habría seguido su curso luminoso, si no se le hubiese ocurrido hacer aquel simple clic en su celular. ¿Pecó de imprudencia? En ningún caso. La verdad es que era un “hombre normal” y, si se trata de buscar en él una falta, precisamente ese fue su pecado: ser normal. Expresado de manera breve, la calamidad de los hombres normales estriba en no saber que vivimos en un mundo en el que todo es posible. Es probable que al principio se haya convencido de que su conflicto no era contra el sistema, sino contra órdenes específicas de representantes políticos locales. Mal que mal, él era un hombre bueno y un comunista ejemplar y, como tal, había querido sólo informar sobre una verdad de vital utilidad para sus compatriotas.

¿Qué fue exactamente lo que le hizo entender a Li que, en realidad, lo que había tenido que soportar se trataba de una lesión a toda la comunidad a la que él pertenecía y no de un mero agravio del poder burocrático contra su integridad personal? Quizás el ser testigo directo de las aglomeraciones de contagiados en su hospital y percatarse, paralelamente, que las autoridades no reportaban ningún caso, fue lo que hizo que Li entendiera que en el conflicto estaba en juego algo más allá que su dignidad o reputación. O acaso cuando comenzó a observar cómo los habitantes de su ciudad seguían moviéndose inocentemente, sin ser advertidos, y concentrándose con total normalidad en diversos lugares para iniciar la celebración del año nuevo chino, su problema personal se transformó para él en un asunto político, es decir, en algo que les competía a todos. Posiblemente, Li pensó en las dos semanas que abarca esta celebración y en los millones de compatriotas que aprovechan para movilizarse hacia sus lugares de nacimiento. A lo mejor llegó a pensar también en los miles de extranjeros que se ubicarían en cada una de las ciudades o aldeas para participar del jolgorio. Cualquiera que pudieran haber sido las razones de este hombre, privada y socialmente exitoso y que, por lo mismo, estaba destinado a seguir funcionando y aceptando todo tipo de errores e injusticias del régimen al que le debía todo, uno siente retrospectivamente la tentación de considerar el giro crítico de Li como una especie de milagro, entendido este concepto, por supuesto, no en su sentido sobrehumano y divino, sino como una acción humana “prodigiosa”, como un quiebre de las leyes de la mecánica de la normalidad social, en fin, como algo inexplicable, imprevisible para las técnicas disciplinarias y formativas, en este caso, del sistema “China”.

Una paciente contagiaría a Li el 8 de enero. Días más tarde su estado de salud empeoró y fue hospitalizado. Sin embargo, esto no le impidió comprender el verdadero dilema de su situación. Si realizaba un acto moral –decir la verdad– iba contra las órdenes de su régimen, pero si no lo hacía se arriesgaba a convertirse en cómplice de la muerte de miembros de su comunidad. Fue en medio de esta disyuntiva, y a pesar de sus críticas circunstancias, cuando realizó un acto político simple, pero determinante: no se aisló. Desde su cama, usando su celular, comenzó a comunicarse e intercambiar opiniones con otros. Li llegaría a dar entrevistas online a medios como el New York Times o el periódico oficialista Beijing Youth Daily. La dimensión política de esta acción se nos hace evidente sólo si creemos realmente que, toda vez que se les esconde información a los ciudadanos, se les impide el razonamiento político. En esta línea, criticó abiertamente el control estatal del discurso público e incluso se atrevería a plantear que una sociedad en verdad sana no puede tener una única voz. Y claro, cada vez que aparecemos y actuamos políticamente en el espacio público, aunque dudemos de esto, lo alteramos, muchas veces sólo un poco, pero a veces de manera decisiva. Si consideramos esto, podemos entender que las acciones de Li generaran una nueva normalidad en la que durante un breve espacio de tiempo sería habitual escuchar y leer en China opiniones divergentes sobre el estado de las cosas.

Mientras tanto las altas autoridades de Pekín no intentaron ahogar la voz de Li, ni la de otros críticos. Quizás la delicada situación viral obligó al gobierno a concentrarse en otras cosas. O se quiso dejar circular las opiniones libremente para saber el verdadero estado de ánimo o rabia de la población. Como quiera que haya sido, recién el 23 de enero se tomó la decisión de llamar al Estado de Emergencia y cerrar la ciudad de Wuhan. La medida llegaba tarde. ¡Muy tarde! Tarde para China. Tarde para Asia. Tarde para el mundo. Dos semanas después, el doctor Li Wenliang moriría y una molestia generalizada se haría presente tanto en las calles como en las redes sociales. En Weibo la tristeza se transformó en furia. También desde la academia se alzaron voces críticas. Profesores de Wuhan llegaron a exigirles por escrito a las autoridades que se disculparan ante la familia de Li. Incluso, se especuló que se estaba ante una antesala de un Tiananmen 2.0. Sin embargo, Pekín decidió no hacer nada. Bueno, casi nada, pues toda protesta en las calles fue interpretada sistemáticamente por los medios oficiales como reacciones comprensibles originadas por las molestias y los miedos ante un virus desconocido que había alterado el quehacer diario de las personas. Más tarde llegaría el momento oportuno para inaugurar la etapa de castigos, persecuciones y detenciones de quienes se les había ocurrido apoyar las críticas al sistema. Sería el caso, por ejemplo, del profesor de Derecho Xu Zhangrun, quien, junto a otros académicos, había firmado una de las tantas peticiones que circularon en China en la que se exigía mayor libertad de expresión. Pero como reprimir es también aflojar, el Tribunal Supremo declaró la inocencia de Li y criticó la coacción ejecutada contra su persona. Acto seguido, el Comité Central enviaría representantes a Wuhan para declararlo mártir. De esta manera, el poder de Pekín mostraba su implacable eficiencia para transformar la culpa y el error, productos de su propia injusticia cometida, en virtud y acierto. No había sido el gobierno central, sino las autoridades de la región de Wuhan que habían actuado erróneamente.

Analizado moralmente, el tormento vivido por Li es difícil calificarlo con otra palabra que no sea la de tragedia. No obstante, quiero terminar estos comentarios centrándome más bien en el significado político de su tragedia personal. Partamos diciendo que la experiencia de Li no es exclusiva de un tipo especial de sistema político. ¡No nos engañemos! Los sistemas representativos, por ejemplo, son, antes que representativos, sistemas y, como tales, están “genéticamente sentenciados” a filtrar y frenar los ímpetus de acción de los sujetos y orientar sus energías individuales hacia el reforzamiento del ordenamiento general. Esta dinámica sistémica es lo que transforma esta tragedia, la de un ser humano que no conocimos personalmente y que vivió al otro lado del mundo bajo un sistema al parecer diferente al nuestro, en nuestra tragedia. ¿Acaso las experiencias de nuestra vida pública no nos muestran también que la verdad y la justicia no siguen su propio curso, cuando el sistema o alguna de sus instituciones está en riesgo de perecer?

La experiencia de Li confirma también que no es necesario decir “no” a un sistema para que este te persiga, maltrate o incluso te acuse injustamente. Así, el obediente ciudadano no está protegido de la desgracia de vivir el mismo destino o peor que el del más encarnizado opositor. Y aquí se muestra otra dimensión de la grandeza política de Li. A pesar de su consolidada posición social y pulcra biografía, fue capaz de entender que en el mundo de la política obedecer es apoyar y no estuvo dispuesto, a partir de un misterioso momento, seguir obedeciendo a un orden que estaba dejando morir a miembros de su comunidad. Con otras palabras, Li activó su capacidad de juicio y concluyó: examina detenidamente la cuenta, tú y los tuyos (tu comunidad) tendrán que pagarla.

A propósito, la semana recién pasada, un equipo de científicos de la Organización Mundial de la Salud llegó a la ciudad de Wuhan con el objetivo de investigar el origen del virus SARS-CoV-2. Veremos qué sorpresas encuentran y esperemos que nos informen prontamente y sin filtros con un simple clic, como lo hizo en su momento Li Wenliang.

Arturo Moreno Fuica
Doctor en Ciencias Políticas. Docente en Neuphilologische Fakultät, Universidad de Heidelberg (Alemania).