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Opinión

Chile, un volcán activo

Por: David Cea | Publicado: 05.02.2021
Chile, un volcán activo Erupción del volcán Villarrica, 2015 |
Gran parte de los partidos políticos observan con dientes afilados el proceso constituyente que se iniciará en el mes de abril de 2021, pensando en seguir aferrados al modelo neoliberal y a sus sitios de poder y privilegio. Lo que no saben es que este volcán llamado Chile sigue activo, y en su interior se sigue fraguando el sueño de una revolución que nos devuelva la dignidad que todos y todas anhelamos.

Chile es un país único en el mundo. Su geografía diversa y compleja captura la admiración de millones de turistas, que año a año recorren nuestras montañas, ríos, bosques, lagos y volcanes. Para quienes no lo saben, o no lo recuerdan, gran parte de su morfología se debe al choque entre la placa Sudamericana y las placas de Nazca y Antártica, que se hunden bajo el continente americano. El constante movimiento y roce entre las placas tectónicas genera sismos y terremotos a lo largo y ancho de todo el territorio nacional, sin embargo, también influye en la actividad volcánica.

En la actualidad, se contabilizan más de 2.000 volcanes, de los cuales 92 se encuentran activos. Sin duda el fenómeno de mayor intensidad lo representa la erupción volcánica, momento en que toda la energía acumulada se libera, y emerge desde el interior de la tierra un conjunto de gases o rocas fundidas (magma), según el tipo de erupción de que se trate. Investigaciones recientes sostienen que la actividad volcánica incide significativamente en el clima global, ya que genera importantes cambios a nivel ecológico y humano. Pero nuestro país no sólo es geografía: también es sociedad e historia. Porque Chile además es un país único en el mundo de las injusticias. Lo que vivimos el 18 de octubre de 2019 fue una erupción social y política sin precedentes en nuestra historia más reciente. La rabia contenida y acumulada durante tantos años encontró su cauce natural en las calles. El fuego cobró vida espontáneamente en una ciudad sombría y llena de normalidad. Las paredes se tiñeron de humanidad, de ideas que buscaban la transformación profunda de nuestro país. La ciudad y su temporalidad se fracturaron. Cayeron estatuas, se resignificaron espacios tradicionales de la cultura y el poder, se cuestionaron los emblemas de la historia oficial, donde un militar vale más por sus hazañas, que por el hilo de sangre que dejan sus pasos.

El roce de placas lo produjo la propia clase dominante, concentrando la riqueza en pocas manos, lucrando a destajo con la educación, la salud, la vivienda, las pensiones y un largo etcétera, depredando nuestros recursos naturales, vulnerando los derechos internacionales de nuestros pueblos originarios, defraudando al Estado, quebrantando el sistema económico para obtener más ganancias, y actuando con desfachatez e indiferencia frente a los que menos tienen. Como era de esperar, y en vez de atacar la raíz del problema, se optó por el ejercicio de la violencia estatal. Reprimir toda forma de manifestación ciudadana fue el camino escogido por el segundo gobierno de Sebastián Piñera. Como resabio de la dictadura cívico-militar, se empleó la brutalidad en contra de los chilenos y chilenas. Se esgrimió la crueldad para infundir miedo. Cumpliendo la orden de su patrón, Carabineros de Chile y el Ejército asesinaron, torturaron, violaron y mutilaron a cientos de compatriotas con la más absoluta impunidad. No sólo eso: sistemáticamente ambas instituciones se aferraron al guion que dicta el deber; esto es, negar, mentir o montar pruebas falsas para excusarse de sus responsabilidades penales.

Aun cuando suene contradictorio, la pandemia vino a darle un respiro al gobierno de Piñera, una pausa para las permanentes manifestaciones y movilizaciones que exigían su renuncia. Por eso, y con la excusa de evitar la propagación del Covid-19, el gobierno tempranamente decretó Estado de Catástrofe para restringir las libertades de la población. Al menos eso fue claro desde el principio, porque de las medidas reales para controlar la pandemia ni hablar. Menos referirse a la mediática gestión del ex ministro de Salud, Jaime Mañalich: ”no se ha comprobado la eficacia del uso de mascarillas”, “se decreta el uso obligatorio de mascarillas”, “¿qué pasa si el virus se vuelve buena persona?”, “en algunos sectores de Santiago hay un nivel de pobreza y hacinamiento del cual yo no tenía conciencia”, entre tantas otras frases desafortunadas. En forma paralela, se instaló una agenda pro-empresarios, la que por todos los medios buscó proteger las ganancias del mundo privado. Despidos masivos, suspensión de contratos de trabajo e implementación del teletrabajo, son hijos “ilustres” de este periodo. Una vez más los trabajadores y trabajadoras son quienes pagan el costo de la crisis sanitaria y económica. En este sentido, las medidas de confinamiento para frenar el avance de la enfermedad afectaron gravemente los ingresos del sector informal de la economía, agudizando el empobrecimiento de cientos de familias. Como respuesta espontánea, en diversos sectores populares del país emergieron nuevamente las ollas comunes, expresión genuina de solidaridad.

Con el paso de los meses, y con el pretexto de reactivar la economía, se inició paulatinamente el des-confinamiento de gran parte de las comunas del país que se encontraban en cuarentena, proceso que coincidió con el primer aniversario del estallido social. Dentro de este contexto, se reavivaron las manifestaciones en contra del gobierno y la clase política, y también la violencia estatal ejercida por Carabineros de Chile. Es así como emerge nuevamente la represión desmedida de agentes del estado, y particularmente, las detenciones arbitrarias e ilegales para silenciar la legítima protesta social. Lo que más llama la atención es su actuar criminal e inhumano. No son pocos los registros de la prensa alternativa donde quedan en evidencia las graves quemaduras en la piel que provocan los químicos agregados a los carros lanza aguas. Es de suma importancia anotar que esta segunda ola de represión estatal viene acompañada del más absoluto silencio de los medios de comunicación, los que dañan gravemente nuestra democracia. Por supuesto, esto tiene una explicación. Solo basta recordar que la totalidad de los medios de comunicación se encuentran en manos de las familias más poderosas de Chile.

Sin importar los peligros y riesgos que corren, cientos de valientes se manifiestan durante las últimas semanas en las cercanías del Palacio La Moneda, ya no sólo para demandar la renuncia de Sebastián Piñera, sino para exigir la libertad de todas las y los presos políticos del estallido social, muchos de ellos/as inculpados sin pruebas o con testimonios falsos. Icónico resulta el caso de Daniel Morales, quien en noviembre fue absuelto del caso donde se le culpó de incendiar la estación de Metro Pedreros, tras permanecer más de 11 meses privado de libertad.

En honor a la verdad, nuestro país continúa sumido en una profunda crisis política y social, que no sólo afecta a gran parte de las instituciones del Estado, sino también a nuestra democracia. ¿En qué clase de país vivimos los chilenos y chilenas?, ¿debe resultarnos normal que se arroje a un joven de 16 años al cauce del río Mapocho o que se usen químicos en los carros lanza aguas? Impunidad e indiferencia pareciera ser el sello de este gobierno anti-democrático. Curiosamente, la misma arrogancia que fundamentó el actuar de la dictadura cívico-militar, que sistemáticamente violó los derechos humanos de miles de compatriotas y cuyas consecuencias aún vivimos como sociedad.

El corolario de esta crisis es el hervidero de rabia e impotencia que se incuba en el imaginario social. En las sombras siguen sonriendo los dueños del país, sacando cuentas alegres de sus ganancias. Gran parte de los partidos políticos observan con dientes afilados el proceso constituyente que se iniciará en el mes de abril de 2021, pensando en seguir aferrados al modelo neoliberal y a sus sitios de poder y privilegio. Lo que no saben es que este volcán llamado Chile sigue activo, y en su interior se sigue fraguando el sueño de una revolución que nos devuelva la dignidad que todos y todas anhelamos.

David Cea
Sociólogo.