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Vacunas-Covid: entre la alfabetización científica y la ignorancia racional

Por: Felipe Venegas | Publicado: 30.03.2021
Vacunas-Covid: entre la alfabetización científica y la ignorancia racional | AGENCIA UNO
¿Funciona la ignorancia racional en torno a las vacunas-Covid? Sea cual sea la respuesta, es indiscutible que cuando deseamos abandonarla, e informarnos por nuestra cuenta, nos encontramos navegando en un océano de posverdades, maquinaciones ideológicas y mentiras. Por esto, una alfabetización científica incapaz de reconocer eventos como el secuestro de los beneficios que emanan de la ciencia-aplicada financiada por contribuyentes (a través de figuras como la propiedad intelectual sobre los productos de la actividad investigativa) o la fuerte crisis de legitimidad por la que atraviesan las instituciones chilenas, tal vez fracase. Sobre todo, tomando en cuenta los atractivos fantasiosos que ofrecen alternativas como la «Plandemia».

El 24 de diciembre pasado en el aeropuerto internacional Arturo Merino Benítez la Presidencia de la República recibía con parafernalia dos pequeñas cajas con dióxido de carbono en estado sólido; un refrigerante conocido comúnmente como “hielo seco”. Contenidas a una temperatura de casi 80 grados Celsius bajo cero, un poco más de 10.000 vacunas contra el SARS-CoV-2 entraban al país. Las dosis fueron enviadas por la farmacéutica norteamericana Pfizer desde su fábrica en Bélgica. El regalo navideño del gobierno representaba menos del 0,1% de las dosis necesarias para hacerle frente a la pandemia de Covid-19, pero simbolizaba la antesala de un panorama vacunístico global. Luego de masivos ensayos clínicos alrededor del mundo, a fines de 2020 comenzó un proceso de vacunación masiva a escala mundial; Chile lidera la carrera inmunizadora en Latinoamérica, con más de 6 millones de personas vacunadas (en su primera dosis) a la fecha.

En el Top 5 de las vacunas-Covid que primero se comercializaron se encuentran dos que utilizan la tecnología de ARN mensajero (las vacunas de Pfizer-BioNTech y de Moderna; desarrollo tecnocientífico con más de 10 años de investigación fundamental y aplicada que ve la luz de manera masiva por primera vez, representando un hito histórico que podría resultar en un Premio Nobel) y tres que utilizan métodos previamente testeados (Sputnik V, CoronaVac y la vacuna de Oxford-AstraZeneca). Si bien ambas tecnologías son distintas, las dos tienen por objetivo hacer que nuestros sistemas inmunes sean capaces de reconocer al nuevo coronavirus. Y, en las últimas semanas, nuevas preparaciones farmacéuticas se han sumado a la lista.

Independiente de cuál sea la combinación de vacunas escogidas por un Estado en particular, es evidente que la ciudadanía en general desde un principio de la pandemia ha manifestado inquietudes en torno a las vacunas-Covid. Por un lado, se duda de la inocuidad (posibles efectos secundarios) y la composición de las preparaciones; por otro, se cuestiona la velocidad con que han sido fabricadas, liberadas y/o aprobadas. Si bien la mayoría de las interrogantes intentan ser resueltas a tiempo por autoridades, existen ciertas agrupaciones (colectivos antivacunas y “Médicos Por La Verdad”, por ejemplo) que a través de redes sociales (RRSS) llevan tiempo dando a conocer su interés por aquellas y otras preocupaciones. Si su activismo se limitara a llamar la atención con el fin de adoptar una postura escéptica ante las vacunas-Covid, tal vez no sería perjudicial para con la salud pública. Sin embargo, gracias a la naturaleza de las RRSS actuales, poderosas mentiras logran esparcirse incluso más rápido que campañas informativas ejecutadas por comunidades científicas y/o médicas. La diversidad imaginativa conduce a una lista indeterminada de ansiedades: “que el ARN mensajero de la vacuna de Pfizer va a modificar nuestro ADN”, “que la vacuna de AstraZeneca posee en su composición células de fetos abortados”, “que los PCR no permiten detectar el SARS-CoV-2”, o simplemente “que el virus no existe y nos quieren implantar un chip”.

Ante este escenario, algunas personas especulan que el rechazo a las vacunas, o a los fármacos en general, es producto de un analfabetismo científico. En el mundo científico-ingenieril no es insignificante el número de profesionales que así lo creen. El modelo de déficit encarna aquello. Éste sugiere que “el público” (sea la sociedad civil en su totalidad o sectores discretos de ésta) carece del conocimiento necesario para comprender ciertos aspectos técnico-científicos de determinada tecnología; por lo tanto, la rechaza debido a lo que ignora. Por consiguiente, para que el rechazo desaparezca es necesario educar a la ciudadanía. ¡Problema solucionado! Si bien es cierto que cuando se habita un paradigma cultural donde el acceso a educación (a educación científica, en este caso) se encuentra condicionado por ingresos –o dicho de otra forma: si el producto social de la actividad pedagógica está capturado en una estratificación mercantil donde no operan códigos de justicia y es el endeudamiento el que en numerosos casos intenta resolver el conflicto entre intereses de quienes ofrecen servicios educativos y la voluntad de quienes desean/tiene derecho a educarse–, la comunicación científica basada en el modelo de déficit emerge como una respuesta bienintencionada. Sin embargo, la cientifización está lejos de ser una bala de plata.

La oposición a un artefacto tecnológico o tecnología en particular (vacunas en este caso) no ocurre única y exclusivamente por a una falta de conocimiento técnico-científico sobre éste. (Tampoco única y exclusivamente debido al crecimiento de grupos antivacunas; que muchas veces están formados por personas que encuentran en ellos alivio a sus temores). Problemáticas políticas y/o éticas preexistentes, y encarnadas en la producción, comercialización, masificación, y utilización de artefactos tecnológicos (identificables incluso antes de que la producción de un artefacto en particular sea masiva), con frecuencia condicionan respuestas societales frente a este. Por esto, el considerar el contexto socioeconómico en el que se desenvuelve un artefacto tecnológico contribuye a separar la paja del trigo; es decir, permite identificar legítimas preocupaciones de la ciudadanía en medio de discursos tecnófobos, conspiranoicos y fanáticos. Además, es posible prescindir de detalles técnico-científicos y al mismo tiempo racionalmente rechazar el desarrollo de una tecnología sin caer en la anti-ciencia. Por ejemplo, pensando el contexto nacional, ¿es en verdad necesario saber de ecología para criticar el extensivo uso de monocultivos o la destrucción de ecosistemas acuáticos y terrestres a través de modernas prácticas de pesca y minería? Claro, es indudable que el conocer sobre el funcionamiento de ecosistemas nos otorga perspectiva. Podríamos especular que ciertas compañías utilizan seres vivos (humanos y no-humanos) y factores abióticos (un glaciar, por ejemplo) como medios-para-fines; o incluso cuestionarnos si éstas perciben al ser humano como un agente externo a los ecosistemas (a la naturaleza). Sin embargo, ¿es únicamente el conocimiento técnico el que moldea nuestra posición moral en torno a la idea de anteponer el lucro al bienestar ecosocial? Si sabemos que dichas compañías contribuyen directa o indirectamente a la criminalización de la protesta social, al asesinato de activistas ambientales, y a la represión y desplazamiento de pueblos originarios, ¿qué tan relevante es saber de ecología? Si eventos de corrupción como el caso Corpesca o el lobby de la industria maderera en el Parlamento están incluso en boca de la prensa oficial, ¿qué tan relevante es saber de ecología?

Volviendo a las vacunas-Covid, primero que todo es necesario reflexionar sobre el poder que representa la figura política de la corporación farmacéutica transnacional y, en segundo lugar, sobre la mercantilización de la salud como fenómeno cultural. Esta última termina evidenciada en puntuales casos criollos como fue la colusión de tres cadenas de farmacias chilenas (que concertadamente hicieron subir el precio de ciertos fármacos de manera artificial con el fin de sacar provecho financiero de su gran tajada oligopólica del mercado de medicamentos). Ignorar ambas cosas es peligroso. Dicho esto, hay que tener en mente que ni la virología ni la epidemiología ni la biología molecular, por sí solas, resolverán el rechazo a las vacunas-Covid o a futuras/nuevas vacunas (además, ¿les compete?) si la credibilidad del sistema político (interrelacionado al económico) y de sus diversas instituciones (entre ellas algunas científicas como la nueva cartera ministerial, el Minsal, la Corfo o la Onemi) es la que pende de un hilo. Además, una masiva cientifización de la población como misión a largo plazo no es necesariamente excluyente con la atención de la indignación cotidiana de las mayorías. Si en el día a día observamos casos como el de PCR con resultados negativos que fueron vendidos en una clínica de Las Condes, la reciente fallida alerta de tsunami por parte de la Onemi, la cuestionable determinación de asignar un millonario proyecto de energías limpias a un consorcio privado que no había sido la primera opción del comité evaluador, o la incipiente comunicación de riesgo del gobierno frente a la pandemia, no es de extrañar que la suspicacia siga resonando en la psique colectiva. Ahora, esto no implica que las disciplinas mencionadas –junto a otras como la sociología, la antropología y la filosofía– no deban contribuir al diseño de políticas públicas responsables; como, por ejemplo, una comunicación de resultados de contagios no-negligente (honesta en torno a problemas como la trazabilidad del virus) o planes de vacunación basados en evidencia científica.

Además, si la sensación de no sentirse parte de la toma de decisiones es latente (y si frente a ella se asume que «el público» solamente necesita entender detalles técnicos), entonces la exclusión tecnocrática de la ciudadanía desde la esfera de las políticas públicas será un subproducto del progreso tecnocientífico. ¿Pero por qué sería aquello relevante? Entre la infinidad de razones, una de las más evidentes es que gran parte de las investigaciones científicas nacionales se financian con dineros estatales. Es decir, es la ciudadanía la que sostiene el sistema de producción de conocimiento académico a través de sus impuestos. Por otro lado, y al margen de toda moralidad económica del asunto, ¿resultaría paradójico esperar que, si la autoridad científica es legítima, lo que la ciudadanía deba preferir, en vez de conocimiento, sea la ignorancia? ¿Qué? ¿Qué significa esto? Veamos. Para ingerir un trozo de pan, vestir un pantalón, disfrutar de un partido de fútbol o utilizar un automóvil, ¿necesitamos saber cómo se prepara el pan que adquirimos de la panadería, entender cómo funciona una máquina de coser que une trozos de tela utilizando hilo, saber cómo –con minucioso detalle– se arbitra un partido de fútbol, o conocer los pasos de cómo se construye un automóvil; respectivamente? A menos que usted sea fan o profesional de la panadería, del diseño de vestuario, del fútbol, o de la mecánica automotriz, la respuesta probablemente será: no. No lo necesitamos.

Con las mismas intenciones, y en estos mismos casos, ¿tenemos que conocer los fundamentos científicos que permiten comprender el leudado de la masa y los cambios fisicoquímicos que en ella acontecen por efecto de la temperatura, la resistencia mecánica del algodón versus la del poliéster y sus composiciones moleculares, la aerodinámica de un tiro libre y los eventos fisiológicos que ocurren a nivel celular en el cuerpo de deportistas o el funcionamiento de los motores de combustión interna y las ecuaciones que describen el movimiento de un cuerpo físico, respectivamente? Nuevamente, y tal vez con más ímpetu: la respuesta es no. Así, día a día, todo el tiempo, decidimos no informarnos con respecto a muchas cosas. Escogemos la ignorancia. Las razones son diversas, personales y/o colectivas. Son también influenciadas por la cultura y la estructura social. A lo anteriormente descrito se le conoce como ignorancia racional.

Cuando el gasto de recursos (sean monetarios o de tiempo) que implica informamos sobre algo sobrepasa el beneficio que obtendremos al informarnos sobre aquello, simplemente decidimos no hacerlo. Dicho de otra forma, racionalmente preferimos ser ignorantes con respecto a X, Y o Z conocimiento. Sí, somos racionalmente ignorantes; sin embargo, esto no implica que seamos necesariamente indiferentes. Al contrario. Para los dos primeros ejemplos tal vez nos preocupará saber si el pan que hemos comprado presenta signos de descomposición; por su parte, que aquel pantalón no se nos va a descoser y desnudarnos en la vía pública, o (¿peor aún?), que no se nos caerá la billetera, las llaves, o el celular por un bolsillo roto. Siendo ignorantes-racionales-no-indiferentes en el momento en que un conocimiento entra en cuestionamiento y comienzan los espirales de desconfianza –como se expresó, gran parte del tiempo debido a consecuencias que emanan de su implementación a través de artefactos tecnológicos (la energía nuclear y la bomba atómica, por ejemplo)– dentro de las opciones disponibles existen dos opuestas en las que nos podemos amparar. Por un lado, podemos creerle a las autoridades que manejan tal conocimiento (sastres, en el ejemplo del pantalón) o bien, de forma alternativa, si desconfiamos de ellas, informarnos por nuestra propia cuenta. De esta forma, en el segundo caso estaríamos abandonando la ignorancia racional.

¿Funciona la ignorancia racional en torno a las vacunas-Covid? Sea cual sea la respuesta, es indiscutible que cuando deseamos abandonarla, e informarnos por nuestra cuenta, nos encontramos navegando en un océano de posverdades, maquinaciones ideológicas y mentiras. Por esto, una alfabetización científica incapaz de reconocer eventos como el secuestro de los beneficios que emanan de la ciencia-aplicada financiada por contribuyentes (a través de figuras como la propiedad intelectual sobre los productos de la actividad investigativa) o la fuerte crisis de legitimidad por la que atraviesan las instituciones chilenas, tal vez fracase. Sobre todo, tomando en cuenta los atractivos fantasiosos que ofrecen alternativas como la Plandemia.

Felipe Venegas
Bioquímico. Estudiante de Doctorado en Química en Chemistry and Biochemistry Department de Concordia University (Montreal, Canadá).