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Saber y poder: Michel Foucault y el nombre del escándalo

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 31.03.2021
Saber y poder: Michel Foucault y el nombre del escándalo Michel Foucault |
Foucault, su excepcional e incomparable legado filosófico, así como su miseria humana, se vitalizan cuando su viejo amigo el escándalo vuelve a regenerarse. No hay más alternativa. Quien no se banque esta contradicción elemental sugiero que no lo lea porque le resultará insoportable y puede salir lastimado/a. Sin embargo, sin Foucault el siglo XX no puede explicarse, tampoco el XXI, ni ninguno de los siglos de los siglos que vendrán.

Hablar de Michel Foucault es hablar de un filósofo mayor del siglo XX (nada nuevo), de una pluma que, en la ruta nietzscheana, tuvo la capacidad de invertir –sino todas, casi todas– las certezas sobre el poder, la sexualidad y los discursos institucionales más sedimentados en la tradición occidental. La potencia de sus ideas con seguridad atravesará el tiempo y sus obras, así como sus exégetas, se reproducirán por el resto de la historia haciéndole justicia a un pensamiento que densificó y extendió excepcionalmente la comprensión de lo que entendemos por cultura y el cómo ésta, finalmente, se traduce en una compleja madeja de hilos múltiples y yuxtapuestos que configuran aquello que fue su obsesión y su pasión: el poder en cualquiera de sus formas.

Nuestra comprensión del poder es antes y después de Foucault. Su figura en esta línea es equiparable a Maquiavelo y no hay manera alguna de sacudirse esta herencia. En la misma dirección, la meticulosidad incomparable de sus investigaciones, la extrema y severa rigurosidad en cada uno de sus trabajos, al límite de lo delirante, así como la compulsiva tendencia a explicar la gran historia desde el detalle, desde el accidente menor desencadenante de procesos y articulaciones macro-históricas, pueden dar cuenta de que el escritor de La historia de la locura, probablemente, protagonizaba su objeto de estudio.

¿Foucault estaba loco? Sí, lo estaba, a la manera en la que lo están los genios, pero lo estaba, y su amistad con el escándalo también es algo sin refutación posible. ¿Era su obra, pública, política y publicitada una contradicción absoluta con su vida privada? Sin duda, mantenía una relación de contradicción en todo lo que hacía y, como muchos, en nombre de un dios, de una filosofía o de una ideología, saboteó obscena y perturbadoramente aquello que parecía defender con tanta convicción. Siempre estuvo, y esto es lo que precisamente disloca su figura, del lado de las minorías, de los derechos universales y de una sociedad menos brutal.

Un filósofo, un pensador del calibre de Michel Foucault, no deja de ser un humano demasiado humano como cualquiera, y el hecho de que su obra entre en contradicción completa con el escándalo de su vida, no hace más que ratificar la que muchas veces es la maldición de los genios, desde Heidegger a Foucault o desde Rimbaud a Maradona, sólo por nombrar a algunos escandalosos del siglo XX.

En este momento toca ser algo autorreferente. Viví varios años en Francia y tuve la oportunidad de conocer a personas que se formaron y compartieron con Foucault de cerca. Gente de una honestidad intelectual impecable y de la que nunca podría dudar. Entre ellas Élisabeth Roudinesco, la gran historiadora del psicoanálisis y una pensadora, también, de primera línea. En una entrevista que le realicé el año 2015 y que se titula “La democracia es la deconstrucción”, aparecida en el libro Jacques Derrida envíos pendientes. (im)posibilidades de la democracia (Cenaltes, 2017), Roudinesco, que fue parte del intenso grupo de filósofos y filósofas de mayo y pos-mayo del 68, relataba que Foucault era un perdido misógino, que se hacía rodear de “jovencitos” –como él mismo los llamaba– y que representaba, desde el púlpito de su popularidad y su bestial inteligencia, un constante abuso, derivado de la dupla que él mismo descubre como transversal y definitiva para explicar la historia de Occidente: saber-poder.

Ahora, más allá de esta realidad, y del hecho trágico de que Foucault fue un abusador, de consciencias y seguramente de cuerpos: ¿es que debemos capitular su obra? ¿No es acaso la bomba que detona Guy Sorman (un reconocido activista de derecha en Francia y periodista proclive a un “sensacionalismo culto”) alimento para realzar, precisamente, una ideología conservadora que ha visto en la figura de Michel Foucault, en su filosofía y en su indeterminada posteridad, una amenaza para un ideario que defiende con toda la fuerza de la que dispone los “valores” del capitalismo a ultranza?

Cada uno/a que decida a conciencia. Por mi parte seguiré leyendo a Foucault con la misma devoción intelectual de siempre; devoción por el filósofo increíble, por el genio de la perplejidad y el apologista del poder, el del estilo escritural que sensibiliza hasta las piedras; al mismo a quien le rechazaron su tesis doctoral por ser considerada por el jurado como “muy literaria” (La historia de la locura nada menos). Seguro que hay trampas, pero la creencia en algo o en alguien siempre las tiene. Curiosamente hoy es el autor más citado a lo largo y ancho del mundo cuando filósofas y filósofos han buscado reflexionar sobre la pandemia y, creo, que una obra es más asimilable en cuanto se la conecta con la biografía del autor/a que la escribe, por más agría que ésta sea. Foucault, su excepcional e incomparable legado filosófico, así como su miseria humana, se vitalizan cuando su viejo amigo el escándalo vuelve a regenerarse. No hay más alternativa. Quien no se banque esta contradicción elemental sugiero que no lo lea porque le resultará insoportable y puede salir lastimado/a. Sin embargo, sin Foucault el siglo XX no puede explicarse, tampoco el XXI, ni ninguno de los siglos de los siglos que vendrán.

Javier Agüero Águila
Académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.