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Opinión

Animales más iguales que otros

Por: Jaime Collyer | Publicado: 24.04.2021
Animales más iguales que otros Javiera Parada y ministro Jaime Bellolio | Agencia Uno
Frente a figuras como Izkia Siches o la Defensora de la Niñez, que rompen con esa inercia elitista y se juegan hoy verdaderamente por el cambio estructural en que este país insiste, frente a esas y otras figuras esperanzadoras, se sitúa cada tanto Javiera Parada, que nació entre esas huestes más iguales que otras y fue, desde que alcanzó la adolescencia, una pop-star de la izquierda caviar, iniciando su derrotero en la tarima con un cargo diplomático modificado a su medida y culminando el asunto en esta versión de hoy, como niña símbolo de la hipotética nueva derecha.

Cunde la sorpresa, una vez más, entre las filas de la izquierda criolla ante el gesto de Javiera Parada de sumarse en forma definitiva a los contubernios y cuadros de la derecha, pero cabe preguntarse ¿de dónde tanta sorpresa? ¿Por qué el desconcierto ante algo que viene ocurriendo desde hace años o décadas y es, en rigor, la impronta de la izquierda dorada desde que se inició la transición, incluso desde antes? A fin de cuentas, el gesto de Parada no hace más que sincerar algo que se instaló hace años en el corazón agujereado de esa seudo izquierda tan aficionada a la tarima y el poder desde el primer gobierno de la transición. Desde que antiguos y oscuros partidarios de la dictadura comenzaron a reunirse con antiguos y un poco menos oscuros partidarios de la oposición en el exilio, o el interior del país, para bosquejar entre todos la forma en que se gestionaría el poder a contar de ese minuto y cómo se repartirían las cosas, los unos en el Palacio de Gobierno, los otros a la cabeza de las empresas públicas saqueadas durante la dictadura.

Javiera Parada es sólo la culminación de una tendencia dominante en esa transición diseñada para neutralizar todo lo ganado por la ciudadanía en el plebiscito del NO, ese espacio donde abundan volteretas como la de Garretón y donde el empresariado se sentía resueltamente complacido con la gestión tan considerada de Lagos para con sus expectativas empresariales. Hay un listado aproximado de esa gente en la carta que ahora han hecho circular –era que no– en apoyo a Parada. Es, una vez más, el Partido del Orden en acción, al cual se han sumado algunas voces contemporizadoras para postular que la traición flagrante de las propias convicciones o los vaivenes impresentables de Parada son fruto de su derecho a cambiar de opinión. Un derecho que debe haberse visto fortalecido, por cierto, con los 25 millones asignados a su favor por el gobierno en que Briones fue ministro. En fin, variantes del mismo tema: todas esas consideraciones tan sentidas y parciales en pro de la tolerancia suelen ir emparentadas, las más de las veces, con el empeño nada inocente de refrenar los ímpetus ciudadanos del estallido, igual que hiciera antaño la gente de orden en la Comuna de París. Una gente con gran sentido de la oportunidad, que se dice muy de izquierda hasta que llega al poder, o hasta que alguien le ofrece gestionar ese poder. En ese momento le da por virar hacia la derecha, en una reacción parecida a la de ese militante de izquierda que, en un chiste de Gila (el humorista español), telefoneaba al partido para avisar que se había ganado la lotería, así que mejor lo borraran de la lista.

El accionar de la gente de orden suele investirse de vocablos como “nueva forma de entender la política”, “superación de los viejos bloques izquierda-derecha”, “sana convivencia que excluya la intolerancia”, “consecuencia con mis ideas del principio” y esas frases lindas a que recurre para encubrir sus propios vaivenes, los cuales garantizan la supervivencia del statu quo, por eso se llama a fin de cuentas el “Partido del Orden”. Es una tendencia en bloque que inició en su día Roberto Ampuero, percibido durante años como el paradigma del tránsfuga ideológico. Poca gente advirtió por entonces que su gesto y su vida tan oscilantes eran más bien el espíritu de los tiempos, una propensión que haría escuela.

En 1993 escribí en cierta revista norteamericana un artículo que aludía al fenómeno y giraba en torno a la figura y temática del tránsfuga ideológico en los escenarios de las transiciones a la democracia, augurando la preeminencia eventual de esa figura también en nuestras latitudes, incluso en nuestras letras. Era, por esa época, solo una intuición, visto que muchas de esas figuras no habían siquiera iniciado su trayectoria hacia la tarima, ni rendido sus antiguas creencias ante las exigencias presuntas de una transición que terminó reorganizando la alegría de todos “en la medida de lo posible”, y donde lo posible quedó a su vez definido por la gente de orden. O por el consenso, esa “amistad cívica” entre los antiguos gestores del horror dictatorial y los rostros omnipresentes de la transición. La amistad cívica, otro eufemismo habitual para eludir el uso de términos menos aceptables como “amiguismo” o “arreglines entre compadres”, o bien para eludir los pronunciamientos (“Mira, prefiero no hablar de él, es muy amigo mío…”).

En rigor, es posible remontarse incluso más atrás, a los años 70 y 80 y las noches lúgubres de la propia dictadura, para comenzar a ver ese espíritu de casta escogida y destinada a grandes cosas que parece teñir los gestos de Javiera Parada desde su infancia, o desde la tragedia alevosa que marcó su vida. Ya entonces, con la DINA-CNI y demás organismos homicidas pisándole a todo el mundo los talones, abundaba entre la burguesía de izquierda una actitud excluyente y un poco elitista que se evidenciaba en el seno de sus entidades partidarias (aun en la clandestinidad), en sus organismos culturales y ONGs o, por vía de ejemplo, en sus recitales asociados a esas actividades. Bastaba con acercarse, por entonces, al Teatro La Comedia para intentar, vanamente, conseguir una entrada en algún recital del grupo Aquelarre u otro similar. Solía ocurrir que una parte linda de la cola las conseguía, otra debía conformarse con pifiar en la hilera. Parece una tontería, pero es muy reveladora de cómo opera esa mentalidad elitista de la izquierda presuntamente sensible al dolor del pueblo. O de “mi pueblo”, como dicen muchos, en su reafirmación paradójica del derecho de propiedad a costa del rebaño en que estamos los demás.

Es un mal histórico de la izquierda, quizá fundado en la obsesión leninista con la “vanguardia pensante”, aquel segmento de la burguesía ilustrada y revolucionaria que debía conducir a las masas a la toma del poder y después enviarlas para la casa, a que esperaran allí el arribo eventual de la alegría bolchevique. Como es sabido, todos los animales son iguales, pero unos son siempre más iguales que otros. Frente a figuras como Izkia Siches o la Defensora de la Niñez, que rompen con esa inercia elitista y se juegan hoy verdaderamente por el cambio estructural en que este país insiste, frente a esas y otras figuras esperanzadoras, se sitúa cada tanto Javiera Parada, que nació –qué duda cabe– entre esas huestes más iguales que otras y fue, desde que alcanzó la adolescencia, una pop-star de la izquierda caviar, iniciando su derrotero en la tarima con un cargo diplomático modificado a su medida y culminando el asunto en esta versión de hoy, como niña símbolo –ya no tan niña– de la hipotética nueva derecha.

La transición chilena ha tenido así algunas cosas parecidas a las que sucedían en la URSS en sus años finales y más degradados, cuando la juventud soviética se dividía sin eufemismos en dos grandes categorías: la una, escogida y selecta, estaba constituida por los hijos y herederos de los funcionarios adscritos al partido, un segmento conocido como los “chicos dorados”. La otra, más vasta y multitudinaria, era la de los denominados “ratones grises”, la juventud no ligada a ningún jerarca del régimen y que no tenía prebendas, pitutos ni regalías, no iba a las universidades del sistema ni salía jamás de las granjas colectivas, las industrias extractivas o los empleos burocráticos sin destino. Algo de eso ha habido en nuestra prolongada transición a la democracia, y comenzó a haberlo incluso en los años de resistencia a la dictadura. Algunos chicos dorados de hoy no han hecho más que seguir plegándose a su destino manifiesto de tales, ahora para organizar la transición 2.0 con una derecha que se presume más civilizada. No hay que sorprenderse tanto. Asquearse sí, bastante.

Jaime Collyer
Escritor.