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Opinión

Para una política del deber desde la izquierda  

Por: Arnaldo Delgado | Publicado: 28.04.2021
Para una política del deber desde la izquierda   | Comunidad Cautiva
La instalación de asambleas y cabildos populares para delegar a las y los constituyentes los contenidos de la nueva Constitución, más allá de ser el mínimo democrático esperable (para un proceso que ya luce demasiadas amarras de lo “viejo que no termina de morir”), puede ser semilla de reordenamiento de la estructura político-democrática del país: entramar el poder como verbo, desde abajo, desde el deber; desde la responsabilidad cotidiana (¡Qué sano fue en ello el octubre chileno, y cuánto expandieron los estrechos límites de la imaginación política de este sistema representacional aquellos espacios auto-convocados!).

Los movimientos sociales en las últimas décadas han atendido principalmente —y enhorabuena— a la recuperación de derechos que posibiliten otro modo de vivir: derecho a la vivienda, a un medioambiente libre de contaminación, a la educación, salud, a una vejez digna, etc. Frente a esto, una respuesta manida de la derecha es la que opone el derecho al deber: “que todos quieren derechos, que nadie se acuerda de los deberes”. El deber, en este sentido, es concebido desde un cariz obediencial con las instituciones y la diagramación de la ciudadanía actual. Pero el deber se abre a ser pensado más allá de su sentido normativo obediencial, y he allí, en parte, lo que me parece un asunto fundamental para el proceso constituyente que se abre. Vamos por parte.

Amplia bibliografía hay desde la filosofía política europea contemporánea en torno al asunto comunitario, lo sabemos. La comunidad en tanto comunitas (Roberto Esposito) se funda —lejos de lo que a priori podríamos creer— fuera de todo orden de propiedad (Bataille, Nancy, Blanchot, Agamben, Virno, Negri, etc.); fuera de todo orden económico. La comunidad, lejos de articularse en función a la posesión (sea esta identitaria, cartográfica, étnica, etc.), se coliga en el orden de la desposesión; de lo impropio, en tanto que la propiedad tiende a lo privado, como lo impropio tiende a lo común. Sin querer entrar a profundizar en la diferencia que mantengo con el procedimiento filosófico de varios autores europeos en torno a lo comunitario, sobre todo pensando en la realidad barroca y abigarrada latinoamericana (asunto que trabajo en un texto en proceso), me quedo con la idea principal: concebir lo comunitario fuera de un orden económico de ganancia y propiedad.

Lo comunitario se funda en el don; en la donación. De tal modo es que, etimológicamente (co-mmunis), la munia, en tanto deuda, se articula con el co– como prefijo de lo compartido: la comunidad, como coligación de la deuda; la comunidad, como la compartición colectiva de una deuda originaria. Somos deuda: desde los cuidados sociales en nuestro nacimiento y crianza hasta las formas reflexivas que están puestas en esta columna; desde los oficios en los que nos desarrollamos hasta los afectos que como sociedad articulamos. Debemos. Siempre estamos debiendo en la figura que adquiere nuestra socialidad; le debemos a los procesos sociales la herencia que, en todo sentido, constituye nuestra actualidad. Pero, ¿qué hay de politizar esa deuda?

Si descentramos la idea del deber desde lo obediencial-militar, ese que tanto le gusta a la élite político-empresarial en nuestro país (y a algunos yanaconas del Rechazo), se nos allana el camino para pensarla como deuda con nuestras vecindades, grupos educativos, sindicales, etc. Un deber que, desplazado desde la subordinación, pueda ser pensado como responsabilidad colectiva. Politizar dicha responsabilidad, más allá de la obediencia ciudadana de ésta (extremadamente limitada, y que nos asigna sólo la responsabilidad política de votar cada cuatro años…y ser buenos: protestar despacito, sin ruido ni fanfarria, siendo limpios con el espacio público, pacíficos), es dar perspectiva a la redistribución de poder. Las fuerzas transformadoras en el proceso constituyente deben tener en perspectiva táctica y, como eje transversal, la redistribución de poder a toda escala. Si el poder ha sido diagramado en los últimos 48 años como dominación (poder como sustantivo), de lo que se trata es de “de-sustantivarlo”; el poder como verbo infinitivo de lo posible para las y los comunes y corrientes que somos.

En ello, la instalación de asambleas y cabildos populares para delegar a las y los constituyentes los contenidos de la nueva Constitución, más allá de ser el mínimo democrático esperable (para un proceso que ya luce demasiadas amarras de lo “viejo que no termina de morir”), puede ser semilla de reordenamiento de la estructura político-democrática del país: entramar el poder como verbo, desde abajo, desde el deber; desde la responsabilidad cotidiana (¡Qué sano fue en ello el octubre chileno, y cuánto expandieron los estrechos límites de la imaginación política de este sistema representacional aquellos espacios auto-convocados!).

Por lo mismo, de lo que se trata es de, una vez conformados, sostener dichos espacios de deliberación y encuentro, más allá y más acá de la nueva Constitución; más acá y más allá del Estado; más acá y más allá de la normatividad pública que resultará de la nueva Constitución. Dicho todo esto, y para no seguir extendiéndome, resumo:

  • Disputarle a la élite los fundamentos del deber implica, en la práctica, dar perspectiva a la redistribución del poder, para que, lejos de concebirse como un espacio ajeno a las y los comunes y corrientes (por la política como ejercicio de una casta: “la clase política”), sea asimilado como cualidad que radica en nosotras y nosotros, las y los comunes y corrientes, a toda hora, en todo momento.
  • Disputarle a la élite los fundamentos del deber implica, en la práctica, interiorizarlo y asimilarlo como deuda y responsabilidad, a toda hora y en todo momento, con nuestras comunidades, con nuestra dignidad y, sobre todo, con nuestro destino.
Arnaldo Delgado
Licenciado en Artes y magíster en Filosofía. Autor del libro "Abecedario de octubre".