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Opinión

La mamá de Humberto Maturana Romesín

Por: Vilma Tapia Anaya | Publicado: 08.05.2021
La mamá de Humberto Maturana Romesín |
El Humberto es un santo, y su mujer, la Beatriz, también es muy buena, me dijo más tarde, creo que el mismo día. Cuando el Humberto era chico, hizo un experimento con una rana y escribió un informe. Yo tomé el informe y lo envié a un concurso en el extranjero. Ganó. La gente que organizaba el concurso vino a ver quién era el doctor Maturana, y el doctor Maturana era un niño de once años. Entonces, se comprometieron a darle una beca para la universidad. Y todo por la loca de su madre. Yo soy una loca…

Recuerdo todavía el tono de su voz, cuando la llamaba por teléfono me decía: Vilmita, mi amor, qué rico que me llames. Ella reconocía en mi voz cuando estaba triste. Ese viaje fue un poco triste a pesar de toda su maravilla, una vez, triste, la llamé, y me dijo sin que yo le contara nada: uno no debe quedarse en los problemas, cuando llega un problema debemos observarlo y después hacerlo a un lado, estuvo y pasó.

Conocí a la mamá de Humberto Maturana Romesín. El primer día de clases en el Instituto de Psicología Cognitiva de Santiago, dirigido por Alfredo Ruiz, los alumnos nos habíamos presentado al resto del grupo. En el receso, mientras tomábamos café, el Dr. Maturana se me aproximó y casi como un secreto me dijo que su mamá era boliviana, que su apellido Romesín era boliviano. Yo escuché la confesión y le sonreí. Él se apartó de mí y fue a la mesa donde ponían una bandeja con galletitas dulces para el café. En alguna ocasión escuché decir a Maturana que el alcohol no es bueno, no deja pensar bien, en cambio, el café sí es bueno para pensar bien.

Semanas más tarde de aquella primera clase, con alguna confianza, pedí a Maturana que me presentara a su mamá, a su mamá mi compatriota. El primer día que haya sol, prometió. El primer día con sol fue la semana siguiente, salió el sol mientras yo estaba en la calle, en el centro de Santiago ¿estaría llamándome el doctor Maturana? Al día siguiente también hubo sol y yo tenía clase con él, me acerqué y le dije: hay sol. En eso estaba pensando, me contestó, pero hoy yo no puedo acompañarte, anota el teléfono de ella, le hablé de ti y le llevé tu libro. Contrariada, anoté el teléfono. Después pensé que él, en una clase, había hecho que reflexionáramos sobre lo que pasaba cuando se ofrecía a un hijo ir el domingo al parque y cuando el domingo llegaba se encontraba una excusa para no llevar al hijo al parque. Observé mi contrariedad y también observé la dimensión que doy a la palabra. El resto de la clase me la pasé pensando en que mantener ese “cuando salga el sol” hubiera sido cumplir con un pacto. No me quejo ahora, de todas maneras algo así como un pacto se dio, el doctor Maturana me ofreció la íntegra y maravillosa posibilidad de visitar a su mamá. Antes, me previno sobre las condiciones en las que vivía: ha elegido vivir en la pobreza, me dijo. Tú verás. La llamé y fue muy amable, quedamos en vernos el lunes siguiente.

Llegué a un barrio que me gustó. Era un barrio habitado. Había gente en la calle, almacenes, lavanderías, zapateros. Pensaba con gran emoción que estaba encaminándome hacia la casa de la mamá del doctor Maturana, parecía un sueño… Cuando empecé a leer sus libros no solamente sentía una gran admiración por él y por su pensamiento, sino que encontraba que la biología del amor era una de las propuestas más bondadosas y compasivas que había conocido. Lloraba mientras leía sus libros. Cuando llegó a mis manos uno en cuya solapa hallé una fotografía suya, empecé a desear conocerlo con toda la fuerza, recurrí a los instrumentos que nos son entregados en nuestra infancia, supuestamente inocentes. Así llegué a Santiago.

Ya sobre la calle indicada, caminaba siguiendo la numeración y calculaba que el número que buscaba estaría en la siguiente cuadra, de pronto vi una verja que llamó mi atención porque detrás de ella había un espacio algo salvaje en medio del despliegue de cultura que había en el resto de la calle. Me detuve y apareció, además, ante mis ojos, colgado en la verja de metal desvencijada, un pedazo de madera que tenía pintado el número que yo buscaba. Había llegado. Me quedé mirando antes de tocar el timbre, mi corazón latía de manera nerviosa, mis ojos estaban deslumbrados y curiosos. Toqué el timbre, desde atrás, apareció una mujer. Me desconcertó su atuendo. Cuando pregunté por doña Olga Romesín, me dijo que doña Olga estaba esperándome. Tenía puesto un traje de noche: un vestido largo de lycra, estampado, encima llevaba un abrigo corto de calle, marrón, viejo. Su cabello era rizado, estaba teñido, de un tono más claro que el que tenían las raíces, lo había batido y cogido en una cola. Me preguntó si era periodista. No, soy alumna de su hijo, contesté.

Llegamos a la casa que estaba al fondo, parecía abandonada, doña Olga salió a mi encuentro. Pequeña, delgada y muy erguida, parecía una niña con la cabeza blanca. Llevaba una chalina larga y ancha que solo dejaba ver sus ojos celestes, muy grandes. Me tomó del brazo y sin saludarme dijo ven, debo mostrarte algunas cosas. Me mostró la casa, un mueble sobre el que se había sentado alguien que lo rompió y se quedó así, un segundo piso donde vivía un muchacho que no vi, una despensa donde guardaba bolsas de comida para los perros y gatos que llenaban la casa, bolsas que según ella le eran enviadas por un anónimo bienhechor, y llegaban siempre puntuales. Yo pensé en Maturana, pensé que un juego así podría ser muy de él. Un juego que, sin embargo, comportaba la seriedad de la acción que penetra la realidad, que la cruza para fecundarla. Me decía mira cómo vivo, y seguía mostrándome, una mesa chica y dos sillas, una cama con un colchón flamante que alguien le envió para cuando recibiera visitas, y su propia cama acomodada a un lado, sobre libros y pedazos de madera, su cama pobrísima, cubierta por una frazada raída. Me mostró los estantes con cajas de libros. Entonces, una frase para alivio mío: mi hijo Humberto está haciéndome una casa al lado de la suya, pero yo no quiero irme todavía, iré recién en agosto. Seguimos con otro mueble, un ropero antiguo, lindo, de madera maciza, tallada, no pude disimular mi admiración, reparando en ella Doña Goga de inmediato me dijo con desdén que no era suyo, que se lo llevarían en cualquier momento. Mientras me mostraba la casa y los muebles y los objetos que había en ella, iba contándome lo que yo quería saber. No me atreví a hacer funcionar la grabadora,

Era un encuentro de amigas. Ella también preguntó, me dijo si yo tenía sangre indígena, yo dije sí, la mitad. La mitad… repitió como si mi respuesta no le hubiese gustado, yo tengo sangre indígena por todas partes, soy mapuche, me dijo, como la Cecilia que tanto quiero. La Cecilia era una joven que la ayudaba con algunas tareas domésticas. Una mapuche de ojos celestes… pensé yo, ya llena de cariño. Inmediatamente después confirmó lo que Maturana me había dicho: mi padre era boliviano y yo viví como una indígena quechua durante un año y medio, ¿sabías tú eso? Es precisamente lo que quiero que me cuente, le contesté. Sin parar, principió con las historias.

Mi abuelo apellidaba Romesín y mi abuela, su esposa, era Santa Cruz. No conocí a mi abuelo, y a mi abuela, la conocí muy poco. Cierto día, mi padre y yo fuimos a visitarla, cuando entramos al patio de la casa vimos que tenía a dos indígenas amarrados por las manos a unos palos que habían colocado muy alto, cruzaban horizontalmente sobre otros que estaban clavados al piso. Los indígenas tenían el torso descubierto y mi abuela estaba azotándolos. Ellos gritaban, se quejaban. A un lado había una mujer joven, lloraba y pedía clemencia. El instante en el que nos enfrentamos a esa escena, mi padre me alzó en brazos para sacarme del lugar, sin embargo, yo ya había visto. Esa escena hirió mi espíritu. Como era muy pequeña no podía explicármelo, sentí miedo y dolor y tuve ganas de vomitar. Años más tarde me prometí jamás dejar de luchar por la justicia.

Cecilia… llamó apenas, sin gritar, entró una jovencita, morena, qué podemos ofrecer a mi amiga, le preguntó, y se dijo a ella misma, no tengo mucho… es que recién mañana me llega el cheque. Un té bien calentito, dijo sonriendo Cecilia.

Durante otra de mis visitas, conocí a otra mujer. Era muy bonita, tenía la piel que acaba de salir del mar. Es mi nieta, me la presentó doña Olga, y vive en la Isla de Pascua. La nieta estaba en Santiago porque quería vender unos collares que ella misma hacía con pedacitos de huesos de tiburón y turquesas. También tenía corales para vender. Me mostraba toda su mercadería, y yo tenía la incómoda impresión de que doña Olga quería que le comprara algo. Hice cálculos mentalmente, tenía dinero conmigo, pero no quise sacar mi billetera ni quise entrar a ese plano de conversación con el que siempre siento como un pudor. No compré nada. Entonces, Paola dijo que moría de hambre, y ella y Cecilia fueron al almacén del barrio, en el que, según se dijo, doña Olga tenía crédito. Todo me hacía ver que su pobreza estaba muy bien custodiada. Volvieron con pan, leche, yogurt y jamón. Yo tomé una taza de leche fría con pan, doña Olga me dijo que ella tampoco comía carne, solo un pollito, muy de vez en cuando. Mientras las cuatro mujeres comíamos y conversábamos, doña Olga me miró fijamente a los ojos, como observándolos y me preguntó si alguien en mi familia tenía los ojos claros, mi mamá los tenía verdes, su hermano, celestes y, ahora, una sobrina recién nacida también los tiene celestes, dije. Tú también podrías haber tenido ojos celestes, en los ojos cafés, tan claros como los tuyos, está muy cerca esa posibilidad de la pigmentación del ojo ¿tú sabías eso? Moví la cabeza, no, no sabía eso. No sabía casi nada de lo que ella sabía.

Más tarde, Paola, la nieta, apareció cambiada, dijo que iba a salir, voy a almorzar con el abuelo, con tu amor, le decía a doña Olga, qué quieres que le diga a tu amor. Y Doña Goga hacía como si no la escuchara, después le preguntó si iba a dormir con ella esa noche, Paola dijo que sí mientras insistía dime, qué quieres que le diga a tu amor. Dile que siempre le agradezco mucho por su inteligencia, contestó Doña Goga, sí, felizmente, siempre fue un hombre muy inteligente, dijo para sí, para mí. Paola y yo nos miramos sonriendo. Cecilia se fue después de que la nieta hubo partido, dijo que volvería dos días más tarde. Yo me quedé preocupada, eso quería decir que no vivía ahí.

Otro día me dijo que tenía muchos amigos jóvenes. Fíjate, me contaba, un día llego a mi casa y al entrar me doy cuenta de que un hombre joven está agachado en una esquina, agazapado, nos descubrimos y los dos quedamos sin saber qué hacer. Entonces, busco tranquilizarme, me tranquilizo, hago como si no estuviera ahí, pongo la leche a calentar, tiendo la mesa para dos y cuando todo está listo lo invito a tomar una taza de leche con pan, él toma asiento y recién noto que está muy exaltado. Muchas veces repite que tiene que matar a alguien. Yo no le digo que no lo haga, sino, le pido que revise las consecuencias, que piense en las personas que quedarán involucradas en ese hecho y en él mismo, ¿qué le pasaría después de matar a alguien? Finalmente, dice que es a su padre al que debe matar. Yo no me asombro, sigo haciendo que me diga si ha pensado en todo. Poco a poco va calmándose y termina arrodillado, con su cabeza apoyada en mis piernas, llorando. Ese es mi amigo ahora.

El Humberto es un santo, y su mujer, la Beatriz, también es muy buena, me dijo más tarde, creo que el mismo día. Cuando el Humberto era chico, hizo un experimento con una rana y escribió un informe. Yo tomé el informe y lo envié a un concurso en el extranjero. Ganó. La gente que organizaba el concurso vino a ver quién era el doctor Maturana, y el doctor Maturana era un niño de once años. Entonces, se comprometieron a darle una beca para la universidad. Y todo por la loca de su madre. Yo soy una loca… Mira allá, esa escultura, soy loca y también escultora. Era un mural en alto relieve de aproximadamente dos metros por ochenta centímetros de altura, muy lindo, representaba un ecosistema con figuras que parecían tomadas de alguna mitología indígena. También escribo ¿sabías tú que soy escritora?, me preguntó y continuó: Tengo un libro de memorias, me falta el último capítulo para terminarlo, pero no puedo hacerlo porque tengo vergüenza, es hablar mucho de mí. Es que tengo que decir que yo admiro a esa mujer. Tú tendrás que terminarlo. Te lo mostraré después.

Una mañana, solas, las dos, debajo de una pila de cosas, encontramos una caja de cartón grande, había otras tres sobre uno de los estantes, estas son las únicas que tengo aquí, me dijo, mi hijo tiene en su casa catorce cajas mías. Abrimos la primera, contenía varios archivadores con papeles. Tomó uno que tenía recortes de periódicos y fotografías, me lo mostró. Ahí estaba ella, de niñita, con el cabello ensortijado y vestida de manera muy elegante. En una de las fotografías aparecía acompañada de su mamá. Había varias fotos de su familia paterna. Una de las fotografías llamó mi atención: una chola muy elegante, con los botines tipo español, la pollera que le llegaba por debajo de la rodilla, la blusa tallada a la cintura y el sombrero tipo berlinés bien acomodado. Es la nana, me dijo Doña Goga. Yo le dejé ver mi asombro ante tanta elegancia. Es la Aminta Mamani… y aunque no fuera ella, esa misma, la de la foto, no interesa, mi nana era una india, igual a ella. Entendí entonces lo que representaba esa fotografía. Aminta Mamani… Amantani. Después, pasamos a los recortes de periódico: su padre fue Don Isaac Romesín, político paceño que fue ministro de Agricultura. El gobierno del que era colaborador fue derrocado en un golpe de Estado. La historia comenzaba con una fotografía de uno de los recortes de periódico. Creo que en ella se mostraba la casa de ese señor Romesín, después de haber sufrido un allanamiento. Los muebles estaban tirados en el piso, con los cajones abiertos. Resuena en mi memoria la siguiente frase: Don Isaac Romesín fue muerto en un enfrentamiento que hubo al ser asaltada su casa, pero no sé si la leí al pie de la foto o es algo que doña Goga me dijo. Ni siquiera sé bien si vi esa foto o la invento ahora. Desde entonces quise ir a una hemeroteca, comprobar si lo que escuché es parte de la historia de Bolivia, constatar si la casa de la familia de Olga Romesín, niña, fue allanada violentamente, pero pasaron trece años desde que conocí a Doña Goga y no lo he hecho. No lo haré. Me basta con su relato: la violencia estaba expandida por toda la ciudad de La Paz, mataron a mi padre. Mi madre y nosotros, los niños, fuimos rescatados cada cual por su parte. La nana, que era una mujer indígena quechua, se hizo cargo de Olga que entonces tenía poco menos de seis años. Para tenerla a salvo huyó con ella hacia su comunidad situada a orillas del Lago Titicaca. Es así como doña Olga también fue la niña quechua que aparecía en las aguas de sus ojos.

Había anotado memorias que solo guardaron lo positivo de su experiencia del vivir, historias de amor recordadas en un gesto amoroso de esperanza. Yo pensaba: aquí nació la teoría de la biología del amor. Me las entregó para que se las leyera en voz alta. Desde la primera página no pude contener mis lágrimas. Leía con la nariz tapada, con un pañuelo de papel a mano. Ella, mi adorable, que también tenía los ojos humedecidos, me ofrecía largas tiras de papel higiénico mientras yo pasaba las páginas. Las historias estaban relatadas como si ella se las contara a una tortuga. En realidad, decía ella, es una tortuga real y viva que tardaría en irse, que se quedaría a escuchar.

Eran relatos de una vida más que difícil, tocada por la pobreza, pero iluminada por la conciencia de Doña Goga. Ella podía observar su vida y podía contársela a ella misma desde un generoso optimismo. Eran recuentos ya no de pesares, sino de la solidaridad y del apoyo que recibió siempre y supo atesorar como los gestos que configurarían su memoria. Hubo muchas historias, no las contaré ahora, y todas estaban envueltas por la misma luz, por el agradecimiento a la Gracia Divina o a la Voluntad Divina con que ella finalizaba cada uno de sus relatos. Al despedirnos ese día, anoté para ella mi número de teléfono y mi dirección en Bolivia, dibujo los unos con colita y base. Ella me dijo, ya no se hacen así los unos, ahora solo se dibuja un palote, por el tiempo. Me acompañó hasta la reja de salida, que estaba asegurada con una cadena y un candado. Me ofrecí a abrirla, me dejó hacerlo y no pude, a ver, piensa, me decía, piensa bien cómo puedes hacerlo… así está bien. Agosto le parecía muy cerca, era el mes en que retornaría a Cochabamba, me pidió que la llamara con mayor frecuencia mientras estuviera en Santiago. Cuando la llamé la semana siguiente, al preguntarle cómo estaba me dijo mejor, ¿por qué mejor?, pregunté con miedo. Porque me machaqué la cadera, me dijo, y no podía abrirme si iba a verla, y se quedaba sola durante el día, aunque por la noche, sí, tenía quien la acompañara. Me pidió que la llamara después. Colgué el teléfono y lloré.

Se curó y seguimos con la lectura de sus papeles, y ella me dejaba, de rato en rato, se ponía a barrer, o a recoger la ropa que tenía tendida. Un día, antes de la lectura, se dispuso a bajar una de las cajas del estante, me ofrecí para ayudarla, pero me dijo: no, déjame hacerlo, yo puedo, cuando te pida ayuda me la darás. Vuelvo a esto porque hay más: en algún momento, mientras yo leía, se levantó de su silla y se puso a tratar de sacar un clavo de una tabla de madera. Como se me indicó, me quedé inmóvil, ella tiró del clavo varias veces, cuando vio que no era posible sacarlo, me dijo: no importa, no importa si sale o si no sale, lo importante es hacerlo, lo importante es moverse, moverse todo el tiempo, tomó la tabla y fue a tirarla a un rincón del jardín, al volver me decía, viste cómo limpié ese rincón, si es increíble como estoy caminando después de lo que tuve en mi cadera, en gente de mi edad es muy difícil la rehabilitación, si hasta puedo bailar… y hacía unos cuantos pasitos de baile, después me comentó, yo también fui bailarina, hice de todo para mantener a mis hijos. En algún otro momento me mostró las fotografías que tenía sobre el estante, una de ellas era de una mujer linda, posaba de perfil y tenía los ojos maquillados como los de una reina egipcia, realizaba un gesto dramático en el que también participan sus manos. Es de cuando fui bailarina, me dijo.

Me contó una historia que yo necesitaba escuchar de nuevo y no pude hacerlo. Había llegado, mochila al hombro, no sé cuándo, a una comunidad campesina en la frontera con Argentina, caminó kilómetros y kilómetros, sola. Mientras caminaba, sin haber dormido por el viaje y sin tener nada en el estómago, se encontró con unos seres de luz que se le aparecieron entre la maleza, pude verlos porque estaba totalmente pura, me dijo, no había comido nada. Cuando le pregunté cómo eran, dibujó para mí con ambas manos una forma humana: cabeza, cuello, hombros y deslizó sus manos hasta el suelo, los dibujó bajos. Son indescriptibles, me dijo. Siguió con la historia: más tarde, habíase encontrado con un campesino indígena, conversaron, él le indicó dónde pasar la noche, pero lo que a ella le interesaba era saber más sobre lo que acababa de ver, cuando preguntó el campesino le contestó que no había en el mundo nada de eso, él no sabía nada. Entonces, no se habló más del asunto. No recuerdo si esa misma noche o al día siguiente el campesino estaba buscándola en la puerta de la casita en la que la habían alojado, para decirle que había consultado con el resto de la comunidad y habían decidido que, si ella era capaz de ver lo que solo ellos veían, era reconocida como una de las suyas. Desde ese día ella tuvo un vínculo especial con esa comunidad cuyo nombre quisiera recordar ahora. Mientras conversábamos, los gatos y los perros se paseaban entre nuestras piernas, yo los evitaba. Se subían a las faldas de Doña Goga, un gato subió hasta su hombro, ella los acariciaba y después les pedía cariñosamente que se alejaran. Me comentaba sonriendo que la gente le decía que no tuviera tantos animales, y ella les contestaba, tienen razón ¿se llevan uno?

Un día me preguntó si tenía una imagen de la Virgen de Copacabana, le dije que no, y le pregunté si a ella le hubiese gustado tener una, me dijo que sí. Entonces, con meses de adelanto, encargué una a Cochabamba, para que me la enviaran con mi hijo en la vacación de invierno. Al hablar de la Virgen, me preguntó si conocía las ruinas de Tiwanaku, contesté afirmativamente y me dijo: pero no pusiste la cabeza en la piedra de sacrificios. No, contesté sin saber cuál era esa piedra. Yo sí lo hice, cuando era niña y vivía con la nana fuimos a visitar las ruinas, yo me solté de su mano y corrí a meter mi cabeza en la piedra de sacrificios, entonces ella me dijo, ay, mi niña, ahora vas a tener una vida llena de penas. Nunca coloques tu cabeza allí. Cuando volví a Bolivia, siguió, visité nuevamente Tiwanaku, reconocí esa piedra. Cuando llegué al altiplano boliviano besé la tierra, yo amo esa tierra y sé que tiene una energía especial. Viste la puerta (no sé si refería a la de la Luna o a la del Sol), cuando me paré frente a ella descubrí que había dos orificios a ambos lados del umbral, entonces, para pasar por ella me agaché, me preguntaron por qué lo hacía, expliqué que era lógico: esos orificios servían para poner un palo en ellos, de esa manera, todo el que quería cruzar el umbral de la puerta debía agacharse para entrar al templo, agacharse reverencialmente, ¿ves? ¿Irás otra vez a Tiwanaku cuando regreses a Bolivia? ¿Te fijarás en los orificios?

La etapa más feliz de mi vida la viví a orillas del lago Titicaca, me dijo una mañana, hasta ahora puedo escuchar la música, era una niña contenta, jugaba siempre. Cuando me arrancaron de allí sufrí mucho. Mira, y me mostró la copia de una carta firmada por un Obispo de La Paz, me dijo que copias de esa carta circularon por todo el país, en ella se explicaba la desgracia acaecida sobre la familia Romesín, se comentaba que la señora de Romesín fue rescatada por un sacerdote, pero que no se sabía nada del paradero de los tres hijos: dos niñas y un bebé. Se pedía a los feligreses estar alerta y colaborar en la recuperación de estos niños. Después de que leí la carta, escuché otra historia. Cierto día, unos misioneros llegaron al pueblo donde ella había sido acogida. Vieron a esa niñita rubia, de ojos azules, jugaba con las demás niñas indias. Extrañados, preguntaron por ella, cuando Aminta les contó quién era, decidieron llevársela a Chile. No escucharon los ruegos desesperados de Aminta ni el inconsolable llanto de la pequeña. Arrancaron a Olga del mundo que la había cobijado y se la llevaron a una casa parroquial en el norte de Chile, imagino que mientras encontraban a su mamá. En la casa parroquial vivían el párroco y su tía. Designaron una habitación para la pequeña Olga que no hablaba, no comía y se balanceaba en una mecedora todo el día en un trance casi autista. Era lógico, la habían separado de su familia, de los brazos de su madre Aminta. Además, prácticamente había olvidado el castellano. Gracias a Dios, la tía del párroco resultó ser una mujer bondadosa e inteligente. Llenó la habitación de muñecas, llegaba con la comida, le daba un bocado a Olga y repartía bocados entre todas las muñecas. De esa manera pudo aproximarse a la niña, logró que aceptara ser alimentada y que pudiera mirar ese otro mundo que se le estaba presentando.

Alguien más había revisado los papeles escritos por Doña Goga, me mostró, en algún capítulo, que ella recordaba los nombres de sus parientes y seguía los vínculos familiares, las uniones matrimoniales, las ocupaciones de algunos, esos datos estaban tachados. Al verlos así me dijo desconsolada ¿quién tachó esto? ¿no te parece mal que lo hayan hecho? Son datos importantes porque reflejan la época, la historia… Pero, al instante, felizmente, recordó otra anécdota, me contó que mientras su padre tenía un importante cargo, ella iba a una escuela común y corriente, en la que se destacaba por poder leer perfectamente bien antes de los seis años, entonces, se había hecho merecedora de un premio que le iba a ser entregado en una hora cívica de la escuela. Durante el acto, todas las personalidades importantes, incluido su padre, fueron ubicadas adelante, en la testera. Ella ya estaba incómoda con eso. A la hora de entregar los premios, se pidió que la niña Olga Romesín pasara adelante y esa niña que ya tenía suficiente con ver a su padre en la testera, no quiso moverse y se prendió con todas sus fuerzas a la sillita en la que estaba sentada. La maestra tuvo que levantarla, silla y todo, para que recibiera su premio.

Yo le había obsequiado unos muñecos con trajes indígenas de las alturas, eran diminutos, estaban cogidos del brazo. Cada muñeco tenía un traje diferente. Era una filigrana. Le gustaba ese regalo. Lo tenía guardado en una caja que ponía debajo de su cómoda. Un día me dijo que alguien se había llevado sus muñecos, protestaba como una niña. Me enterneció y me hizo sentir cierta culpa por haber sido yo quien le diera algo que le gustara tanto. Yo admiraba el desapego que ella tenía por lo material. Sin embargo, culpa y todo, cuando mi hijo fue a visitarme a Santiago, le pedí que me llevara otros muñequitos y le pedí, además, una muñeca grande de trapo, vestida de chola. Y una imagen bonita de la virgen de Copacabana. Cuando le di todos esos regalos, se conmovió, nos abrazamos. Mecía a la muñeca entre sus brazos, esto es lo que he extrañado desde que fui una niña, me decía. Mira qué linda es…

Vilma Tapia Anaya
Poeta. Vive en Cochabamba (Bolivia).