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Opinión

Tiempo de soñar

Por: Jaime Collyer | Publicado: 22.05.2021
Tiempo de soñar | Agencia Uno
Baradit hacía una comparación de ese bloque desfalleciente –el de la derecha y la centroizquierda tradicional– con los dinosaurios tras la caída del meteorito. Grandes organismos cuya biomasa excesiva y lentitud de reacción los condenó a ser borrados de la faz de la tierra, para dar paso a la infinita diversidad de los mamíferos y otros ejemplares pequeños, de sangre caliente, que al cabo del tiempo coparían el planeta. Una imagen evocadora de viejos textos muy inspirados, como «Lo pequeño es hermoso», el clásico de Ernst Schumacher.

Hay muchos caminos conducentes al futuro, pero es improbable que todos lleguen a él. Da la impresión, en todo caso, de que el conglomerado triunfante en la elección de hace unos días lo tiene claro. Una izquierda revitalizada y coherente con sus bases comunitarias, en la que han adquirido súbito protagonismo las y los líderes surgidos espontáneamente de la revuelta y entre la ciudadanía movilizada, ha conseguido un triunfo sin paliativos en las urnas, anidando en el corazón de una buena parte del país con su apasionamiento y la coherencia de su discurso, sorteando con sus escasos recursos la censura de los medios cooptados por los poderes fácticos y arribando con viento de cola al ejercicio de los gobiernos comunales. Basta escuchar a las jóvenes dirigentes hoy electas en las grandes alcaldías que perdió la derecha y verificar su talante tan cordial y tan consistente en los debates y entrevistas televisivos, para enterarse de su experticia en los asuntos que deberán enfrentar en su gestión. O escuchar –cuando no esté cerca Amaro Gómez Pablos para aportillarlos con su obsesión venezolana– a los ciudadanos tan diversos y resueltamente coherentes que han llegado a la Convención Constituyente.

Como contrapartida, rebotan todavía en el aire, aunque no será por mucho tiempo, los análisis tan peculiares en que insisten los desplazados en las preferencias del país: la derecha recalcitrante o el segmento más reaccionario dentro de la ex Concertación, incluida su versión antojadiza del veto que esta última habría sufrido a manos de las fuerzas progresistas elegidas por el voto popular. Una versión en que buscan omitir -como si fuéramos cretinos y no pudiéramos verlo con nitidez– el espectáculo indigno que han dado ellos mismos con su oportunismo.

Neutralizada de momento la derecha por obra de sus propios desmanes autoritarios, y descartada su finalidad espuria de contar con un veto que ya no tendrá dentro de la Convención, pudiendo por eso mismo atender como en sordina –o dejar registrada a beneficio de inventario– la estridencia eterna de especímenes arrogantes hasta el límite de la náusea como Marcela Cubillos, nos queda en tabla y para comentar con cierto interés (pocazo, igual) ese perro del hortelano en que se ha transformado desde la revuelta ciudadana el Partido del Orden (se lo podría designar como el perro del “hortel-orden”). Un ejemplar a estas alturas tiñoso y que ya no come mucho, pero no piensa dejar, al parecer, que nadie más coma. Con los Andrade, los Mulet, los Walker y otra gente enfurruñados ante las cámaras, desplegando de manera obscena sus afanes, con esa drasticidad tan enquistada en su estilo. Sin advertir o aceptar, ni siquiera hoy, que Chile cambió y ya no está para seguir bailando al compás de su música, la melodía desafinada que aún entonan para encubrir su propia debacle y falta de conexión con los problemas endémicos del país.

Igual han logrado con su despliegue –en mayor grado que la derecha, menuda paradoja– enturbiar brevemente la alegría de todo el mundo progresista ante el resultado de las elecciones. Tiene uno, cuando los ve en la televisión u oye sus declaraciones al salir de sus reuniones en busca de un micrófono adicional, la sensación de estar ante un club apolillado y extemporáneo, que hubiera comenzado a quedar merecidamente de lado en la historia. Empieza a resultar, más que una dirigencia política, una especie de seudomafia bien trajeada, que solo se reúne ahora a planear cómo mantenerse a flote y sostener su fachada de progresista. De semblante cada día más descompuesto, cavernoso, ajena desde el estallido a los anhelos ciudadanos, limitada a reiterar sus premisas monocordes y sus diagnósticos interesados, buscando pactar con quien sea para salir del pantano en que ha terminado de bruces por su propia soberbia.

Baradit hacía, días atrás, una comparación de ese bloque desfalleciente –el de la derecha y la centroizquierda tradicionalcon los dinosaurios tras la caída del meteorito. Grandes organismos cuya biomasa excesiva y lentitud de reacción los condenó a ser borrados de la faz de la tierra, para dar paso a la infinita diversidad de los mamíferos y otros ejemplares pequeños, de sangre caliente, que al cabo del tiempo coparían el planeta (uno de ellos llegaría incluso a ponerlo en riesgo). Una imagen evocadora de viejos textos muy inspirados, como Lo pequeño es hermoso, el clásico ese de Ernst Schumacher, que circulaban cuando el mundo era en varios sentidos un escenario más habitable, menos globalizado, y donde el fetichismo del crecimiento económico o las economías de escala no había provocado aún –aunque tal vez la estuviera iniciando– la catástrofe ecológica que hoy enfrentamos. Cuando el “reaganismo-thatcherismo”, la doctrina del shock y el neoliberalismo no se habían tomado aún la escena para dejar a poblaciones y comunidades enteras en el camino.

Los recambios generacionales son duros de asimilar y todo sugiere que la porfía y no resignación de los políticos es proverbial en este sentido. Pero no es solo un recambio generacional –que lo es– lo que moviliza toda esa energía que afloró en la elección reciente, sino el cansancio infinito de un país diverso y plural, y de las múltiples generaciones confrontadas desde sus orígenes a la violencia impuesta por quienes secuestraron sucesivamente el proceso constituyente, desde su expropiación oligárquica por los mercaderes portalianos, pasando por Arturo Alessandri, hasta la redacción a puertas cerradas del esperpento que engendró Jaime Guzmán. Es hora de volver a soñar colectivamente y retornar a ese lugar en que aún residen los anhelos postergados de este país y sus comunidades, para reactivar un sueño que nunca fue y hoy asoma una vez más la cabeza, tímidamente pero con contundencia, encarnado en el optimismo contagioso de sus protagonistas ungidos en las urnas, mandatados para devolvernos la confianza que fuimos perdiendo gradualmente en estos años. Hemos esperado demasiado por esto, me parece, para que puedan ahora arrebatárnoslo los manipuladores interesados –esos que amenazan con el descalabro financiero, cuando ya no están los tiempos para ese cuento– o los oportunistas enfrascados en paliar su propia obsolescencia política.

Jaime Collyer
Escritor.