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Opinión

Un país dado a la experimentación

Por: Jaime Collyer | Publicado: 01.06.2021
Un país dado a la experimentación |
Los chilenos vivimos en una tierra de nadie en lo psicológico, y seríamos –por lo mismo– un pueblo más permeable y poroso que otros, un país dado a la experimentación. Esa sería, apenas, nuestra única cualidad excepcional, que igual no es poco decir. Baste pensar adónde nos ha conducido y el experimento magnífico de elaboración constituyente al que hoy nos enfrentamos, en la única asamblea paritaria y enteramente surgida de la ciudadanía que se echará a andar en breve. Esta vez, me parece, no bastará con nuestra tendencia, también habitual, a tomar palco y dejar las cosas en manos de los de siempre.

Alguien sugería hace poco –tiene que haber sido en las redes– el carácter de experimento social inminente que va a adquirir, o está desde ya adquiriendo, el proceso constituyente en Chile. ¿Existe la excepcionalidad chilena que algunos vocean? En otras palabras, ¿ha sido Chile, a lo largo de su historia, una excepción dentro de América Latina o incluso del Tercer Mundo? Son preguntas que afloran cada tanto entre los analistas locales e internacionales, a propósito de los procesos y fenómenos sociopolíticos acontecidos en esta larga y angosta faja de gente aperrada durante el último medio siglo. Y la respuesta muchas veces afirmativa sugiere cierto regocijo narcisista en quienes la formulan, tal vez por eso de que a todos nos gusta ser únicos, gozar de algún grado de exclusividad que nos diferencie del resto, una motivación humana perfectamente aplicable a los grupos sociales y los países.

Como argumentos a favor de la propuesta, se citan ejemplos varios de nuestra historia patria, como la Guerra de Arauco, que supuso una resistencia de casi tres siglos al conquistador europeo y sus herederos criollos, redundó en varios levantamientos en contra del ocupante y hasta produjo que dos gobernadores españoles del inicio murieran durante el curso del conflicto. Un Vietnam heroico de tres siglos, pero no parece que baste para diferenciarnos de otros países hermanos, salvo por su extensión, esa sí excepcional, y porque la resistencia emanó de una nación en propiedad, que plantó cara como tal al invasor y hasta firmó tratados con él.

Pero, aunque fue un conflicto inusitadamente extenso –se diría que aún persiste en muchos sentidos–, no es el único en el contexto latinoamericano, ni necesariamente excepcional. También a orillas del Caribe hubo resistencia de las poblaciones originarias locales y tampoco el imperio azteca se entregó fácilmente y sin resistencia a las huestes de Cortés. En Perú, se cuentan la rebelión extendida por catorce años del mestizo Juan Santos Atahualpa y la posterior de Tupac Amaru II (sugestiva por sí misma de que antes hubo la de Tupac Amaru primero). El segundo Tupac Amaru fue un arriero y comerciante también mestizo que logró movilizar a vastos contingentes de población contra el invasor europeo, en un levantamiento con el que los ejércitos ocupantes debieron lidiar en forma cruenta, echando mano a represalias no menos violentas. En Bolivia, a la par de la rebelión en Perú, se produjo en 1781 la rebelión de Tupac Catari, que aglutinó a las poblaciones aimaras del entonces llamado Alto Perú y hasta sitió durante algún tiempo la ciudad de La Paz.

En la fase decimonónica y contemporánea hubo luego otros procesos sociales que motivan la exaltación ocasional de los partidarios de la excepcionalidad criolla. Como el férreo diseño portaliano de la nueva república para contener las aspiraciones populares durante decenios, lo que sí redundaría claramente en una tradición local más o menos inamovible. O la estructura de partidos resultante en el siglo XX, a imagen y semejanza de los países europeos, inclusiva de un Partido Comunista y uno Socialista en propiedad, y luego de un Partido Democratacristiano nacido a la vez a imagen de sus adláteres de Europa. O la idea de los Frentes Populares surgidos durante la era radical, teñidos a su vez de cierta excepcionalidad por su empeño de parecerse a los frentes populares de la Europa mediterránea y principalmente los de España. O los derivados únicos de la segunda mitad del siglo XX, como la “revolución en libertad” de Frei Montalva, la elección de Allende en el 70, la irrupción violenta del nuevo autoritarismo militar en el 73 y el subsecuente experimento neoliberal asociado a sus fusiles.

Esto del nuevo autoritarismo militar tampoco fue, con todo, monopolio nuestro y germinó antes en países asolados por las violaciones a los derechos humanos, como la Guatemala posterior a Jacobo Arbenz o el Brasil ulterior al derrocamiento de Joao Goulart en 1964. La idea de la excepcionalidad surge de cierta cualidad paradigmática extraña que asumió la dictadura pinochetista frente a otras –la dictadura argentina en lugar destacado– que tuvieron consecuencias incluso más graves en su cometido. Posiblemente influyera en esa idea de un dictador excepcional, paradigmático, la forma en que se implantó y destruyó la institucionalidad vigente, con bombardeo a la Casa de Gobierno incluido y, desde luego, con la muerte del Presidente en su interior. Esas cosas dejan huella, mal que nos pese a todos: una conocida brasileña me comentaba hace años que la percepción de la política chilena era en Brasil la de un país “serio”, donde los presidentes derrocados no salían al exilio con una porción de las arcas fiscales en sus bolsillos, sino que morían emblemáticamente en el Palacio de Gobierno. A esa unicidad presunta del zarpazo golpista, o de quienes se resistieron a él en esas horas, y en los años siguientes, cabe sumar el experimento neoliberal, suficientemente documentado en su cualidad experimental y única: Chile fue, en ese sentido, el laboratorio de pruebas de la doctrina de Chicago y los resultados presuntamente excepcionales del experimento –ahora vemos claramente sus falencias– fueron incluso enarbolados por algún personero de los años de transición, en un foro multilateral donde se fue de metida de pata al decir que Chile era “como una casa de lujo en un barrio malo”. La teoría de la excepcionalidad ha servido así, en innumerables ocasiones, para que los sectores más reaccionarios del país refuercen su propio discurso xenófobo, es curioso. O quizá sea esperable.

Cuesta imaginar, pese a estos ejemplos, que ello traduzca una excepcionalidad-país, como se dice ahora. Lo que hay, me parece, es cierta cualidad porosa del ser nacional, derivada en parte de su conformación como nación. Cabe en esto recurrir al aporte de otro brasileño –en este caso egregio– como fue Darcy Ribeiro, destacado antropólogo y líder político. De vastos estudios en terreno y en los varios países latinoamericanos donde residió, Ribeiro elaboró una taxonomía de los pueblos de América que diferenciaba entre las “naciones testimoniales” (esas en que había grandes imperios precolombinos), “naciones trasplantadas” (esas que invadieron y desplazaron de manera cruenta a la población nativa) y los “pueblos nuevos”, una matriz étnico-cultural que no existía sobre la tierra antes de que arribaran los europeos a mestizarse con las poblaciones locales, principalmente en tales naciones “nuevas”. De ahí venimos, según Ribeiro: un pueblo nuevo afincado entre dos grandes naciones testimoniales (Perú y Bolivia) y una trasplantada (Argentina), sin la tradición enorme que heredaron los testimoniales, ni la identificación que sienten aún hoy los trasplantados con la herencia migratoria y europea. Los chilenos vivimos, en tal sentido, en una tierra de nadie en lo psicológico, y seríamos –por lo mismo– un pueblo más permeable y poroso que otros, un país dado a la experimentación. Esa sería, apenas, nuestra única cualidad excepcional, que igual no es poco decir. Baste pensar adónde nos ha conducido y el experimento magnífico de elaboración constituyente al que hoy nos enfrentamos, en la única asamblea paritaria y enteramente surgida de la ciudadanía que se echará a andar en breve. Esta vez, me parece, no bastará con nuestra tendencia, también habitual, a tomar palco y dejar las cosas en manos de los de siempre.

Jaime Collyer
Escritor.