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¿Dónde está el pueblo?

Publicado: 01.08.2021

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El actual escenario político chileno ha traído de vuelta y repuesto, de manera rotunda, la palabra “pueblo”. Ésta no era tan relevante ni tenía tanta escena, quizás, desde los tiempos de la Unidad Popular. Durante la dictadura el término, asociado al marxismo, fue barrido del mapa. Después, durante la transición, de pueblo se pasó a “gente”, para evitar despeñaderos y mantener tranquilo al abyecto general que amenazaba de la siguiente manera: “El león dormita pero no duerme” (Pinochet, 1998); y favorecer así el tránsito a una bizarra “normalización social”. Luego, ya en el siglo XXI, ingresó con fuerza la noción de ciudadanía que, probablemente, esté a medio camino entre pueblo y gente. Con todo, al día de hoy, su sólo nombre exige y demanda análisis.

En principio, no es posible, y según lo que parece indicar la historia, situar a la noción de pueblo, instituirle un lugar específico o una definición absoluta. Tampoco el pueblo es propiedad de una ideología particular o de un tratamiento político único, por el contrario, la palabra misma se revela extremadamente resbalosa y carece de un domicilio compartido a lo largo del devenir histórico. En este sentido las ciencias sociales, la filosofía, y por supuesto la historia, dan cuenta del carácter fundamentalmente resignificativo de esta palabra y de cómo tras su supuesta pureza y condición inmune a todo campo ideológico-bacterial, lo que finalmente subyace es una poderosa operación que siempre pretende obtener rédito político, desplegándose tras ella una trama de poder de orden mayor que ha rentabilizado o constituido sistemas completos invocando el nombre: “pueblo”.

Diremos, como generalidad, que el pueblo, en su determinación simbólica, tiende a estar rodeado, acechado, abriendo el permanente apetito de los poderes o ideologías de una época. No obstante, si lo sometemos a una mirada analítica algo más amplia, el pueblo es incategorizable y escapa largamente a cualquier intento de apropiación. Dicho de otro modo: desde el poder, el pueblo siempre será entendido como un espacio vacío de significación, el cual se “completa”, instrumentalmente, en tanto es el poder mismo quien le injerta al pueblo aquello que, se entiende, le falta para lograr su realización.

Como sostiene el filósofo francés Alain Badiou, en el breve libro colectivo ¿Qué es un pueblo? (Qu’est-ce qu’un peuple?, de 2013), se trataría de la fórmula siguiente: “pueblo + adjetivo”. Esta ecuación permite entender al pueblo en su espiral de resignificación continua. Queremos decir con esto que el pueblo como tal nunca termina de estibar y, más bien, abre siempre a una nueva retórica que estará defendiendo una u otra posición dominante.

Es en esta dirección, por ejemplo, que Hitler hablaba del “pueblo alemán”, siendo el lema del nazismo “¡Un pueblo, un imperio, un guía!” (Ein Volk, ein Reich, ein Führer!), romantizando la palabra y haciendo de ella un significante solidario de la barbarie. Si el pueblo, en esta perspectiva, se comprende como una sociedad entera que se cuadra tras la figura del führer, venerándolo y contribuyendo a lo que el poeta francés Paul Claudel –pensando en los horrores de Auschwitz– denominó “las monstruosas orgías del odio”, pues es preciso decir que el pueblo en este sentido es un vector clave cuando del exterminio se ha tratado y que, de noble y puro, no tiene nada.

Otra significación posible, y esta vez no deshumanizante sino que heroica, es la que se dio en Francia durante la resistencia al nazismo. Durante este periodo, la unión de diferentes fuerzas contra la invasión alemana dio lugar a la creación del movimiento llamado “La resistencia francesa”, y en la que la palabra pueblo ocupó un lugar principal. Famosa es la frase de Charles de Gaulle el 25 de agosto de 1944 (día de la liberación de París): “¡París ultrajada! ¡París destrozada! ¡París martirizada! Pero París ha sido liberada, liberada por ella misma, liberada por su pueblo”. El pueblo, en este contexto, adquiere una dimensión y una retórica que inspira, casi poéticamente, formas de luchas justas al interior de las cuales el pueblo mismo se levanta para evitar la agresión y recuperarse en la dignidad de la resistencia y la liberación. Del mismo modo el pueblo se entiende, en la frase de Charles de Gaulle, como aquello que libera y es liberado, todo en un sólo movimiento.

Citaremos un último ejemplo que, quizás, nos es más cercano. El peronismo o “justicialismo” surgido en Argentina a mediados de la década de los 40 (y que definió y define la articulación de la política en ese país hasta al día de hoy), eleva la categoría de pueblo a una órbita casi religiosa. No se trata, a diferencia de los anteriores, de un culto al líder hipnóticamente brutal como lo fue a Hitler, ni del heroísmo propio de la resistencia francesa, sino más bien de una suerte de una canonización de la palabra que le permite al peronismo edificar un discurso completo, radical y con un tilde fascista no menos notorio; no en el sentido de la enajenada violencia típica del fascismo a la italiana ni de sus conocidos métodos de tortura y muerte, sino que en tanto el peronismo deambuló sin complejos entre un acentuando nacionalismo y una retórica extendidamente populista, la que, sin embargo, se cultiva y rebota con inusitada potencia en la realidad de las clases trabajadoras, quienes ven en Perón y Evita figuras mesiánicas que echaban por tierra la necesidad de una política de corte partidista. Conocidas son las “Veinte verdades peronistas” que Perón mismo da a conocer el 17 de octubre de 1950, con motivo del 5° aniversario del “Día de la Lealtad”. Destacamos la siguiente: «El gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo».

En fin, los ejemplos son innumerables, y en cada uno de ellos, con mayor o menor justicia, la categoría de pueblo ha sido el eco de épocas, momentos, intereses y objetivos específicos. En esta línea bien vale preguntarse si existe algo así como una “ontología del pueblo”, es decir, una suerte de sustancia previa y fundamental donde todos los imaginarios y usos de la palabra tengan una suerte de respaldo metafísico. No lo creo: el pueblo es un significante vacío (por usar burdamente el término lacaniano) que siempre está disponible para ser llenado con significado histórico y político. Su realidad, si algo así existe, es la de no tener ni punto de partida ni punto de llegada. Tampoco, como se ha intentado mostrar, el pueblo es intrínsecamente bueno, noble, puro, pudiendo ser también un agente central que tributa de los salvajismos y de las histerias colectivas que nos han dejado, a modo de herencia, las cicatrices más atroces de la historia.

Ahora bien, es importante, brevemente, hacer la diferencia entre pueblo y populismo. El populismo es un sistema político de gobierno difundido centralmente a partir de una retórica de amplio alcance que se coordina con un discurso anti-élites, y que tiene por “objeto” a las clases populares. Su intención es, primero, captar su atención, hacer inteligible el mensaje y definir la adhesión. Tal como lo plantea Ernesto Laclau en La razón populista (2005), y con lo que no puedo estar más de acuerdo: “El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político”. De esta manera, populismo y pueblo se mimetizan, dando sentido a las reivindicaciones de los sectores más postergados de una sociedad. Este era, creemos, también el imaginario de Salvador Allende, quien tuvo la sensibilidad para identificar a “un” pueblo y su época, sus necesidades y sueños, sus desgracias y anhelos. El populismo no es, necesariamente, una categoría peyorativa o una caricatura artificialmente creada por el primermundismo para describir lo que ocurre en su dúctil y útil periferia.

Lo que nos interesa y moviliza estos párrafos son las siguientes preguntas: ¿dónde está el pueblo hoy en Chile?, ¿es el pueblo chileno aquel que se manifestó espontáneamente el 18 de octubre de 2019, cruzando nuestra geografía, en todos los puntos cardinales, repleto de simbolismo y construyendo un relato tan históricamente justo como urgente? O ¿el pueblo es aquel democrático que votó por echar abajo la Constitución de Jaime Guzmán el 25 de octubre del 2020?, ¿está el pueblo representado en la Convención Constituyente?, ¿se condensa el pueblo en la “Lista del Pueblo”?, ¿cuál es el nombre de nuestro pueblo si existe algo así como “nuestro” pueblo?

Las preguntas pueden ser múltiples y heterogéneas tal como el pueblo mismo lo es. Quizás no hay “pueblo” sino “pueblos”, pero de esto tampoco tengo seguridad. Lo que sí creo que saber (o quiero creer) es que de existir el pueblo éste no es definible, resumible, abreviable, situado, sino más bien indefinible, heterogéneo, expansivo, inubicable y, sobre todo, sin cristalización ni objetivación posibles. Por lo tanto, no apropiable por nada ni nadie y siempre abierto a su propia emancipación. Pero quiero creer, sobre todo, que el pueblo no tiene mesías y sólo él, en su absoluta indeterminación, es dueño de su propia épica.

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