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Opinión

Sobre las ironías del destino, o el peligro que enfrenta la centroizquierda

Por: Daniel Michelow | Publicado: 02.08.2021
Sobre las ironías del destino, o el peligro que enfrenta la centroizquierda Ricardo Lagos en cita de empresarios | AGENCIA UNO
La superioridad moral de los agredidos y reprimidos en la dictadura era tan profunda que les permitió administrar y cargar como una cruz heroica –este es el significado de la figura histórica de Ricardo Lagos– un proyecto neoliberal y seguir sintiéndose genuinamente de izquierdas. Las siguientes generaciones de administradores de este proyecto de la centroizquierda (los que habitan el Congreso hace décadas) asumieron que ellos, tal como Lagos, deberían depositar la pesada cruz de un socialismo a lo Chicago Boys sobre sus hombros, pero que, a fin de cuentas, esta marca de Caín no les arrebataba su merecido lugar en la mesa de los próceres del izquierdismo.

El relato sobre la transición chilena ha sido ya contado en innumerables ocasiones y en todas sus versiones apunta a conclusiones similares: tras el fin de la dictadura, la centroizquierda se hace cargo de la administración del Estado y del modelo económico que le entrega la derecha, por lo que todo avance en temas sociales se limitó a lo que el chorreo pudo permitir. Esta situación política precaria y paradójica es sólo sostenible por la línea de crédito de legitimidad que le otorgaba a la Concertación de Partidos por la Democracia la superioridad moral de la defensa de los derechos humanos, el dolor del exilio y las cicatrices de la tortura. Pero la línea de crédito que concede ser el bueno e impoluto se agota vertiginosamente. La bicicleta –del sistema político y de las familias– ya no da para llegar a fin de mes y el país estalla violentamente. Hasta aquí ninguna novedad en lo expuesto.

Las expresiones agotadas y domeñadas de la sociedad chilena son reemplazadas –previo aviso en la revolución pingüina y diversas formas de movilización estudiantil– por un tipo de articulación comunitaria distinta que encuentra su forma más álgida ese 18 de octubre del 2019. Aquella noche emerge la comunidad que siempre somos, en una forma arcaica y casi olvidada, a la que solemos llamar pueblo. En circunstancias normales, la colectividad se estructura como sociedad; esto es, en vistas a la administración del presente de nuestro capital político, cultural y económico. Pero cuando la olla a presión se ha quedado sin válvula de escape, la comunidad retorna abruptamente a esa articulación original que habita una verdad más simple que la de la sociedad pero también más profunda, una que se expresa con símbolos y actúa de modo espontáneo, muchas veces a través de la violencia, que siente como la única y real forma de liberación.

Mientras la sociedad se aboca a lo inmediato y urgente del presente, el pueblo se vuelve de manera radical hacia sus orígenes y lo esencial de su pasado y el mundo de posibilidades que este anuncia. Lo que se pone en juego en esta dinámica de temporalidades es así el relato mismo de la comunidad que somos.

La superioridad moral de los agredidos y reprimidos en la dictadura era tan profunda que les permitió administrar y cargar como una cruz heroica –este es el significado de la figura histórica de Ricardo Lagos– un proyecto neoliberal y seguir sintiéndose genuinamente de izquierdas. Las siguientes generaciones de administradores de este proyecto de la centroizquierda (los que habitan el Congreso hace décadas) asumieron que ellos, tal como Lagos, deberían depositar la pesada cruz de un socialismo a lo Chicago Boys sobre sus hombros, pero que, a fin de cuentas, esta marca de Caín no les arrebataba su merecido lugar en la mesa de los próceres del izquierdismo.

No contaron en su cálculo con que la irrupción popular desataría, precisamente, que el relato desde el que nos entendemos a nosotros mismos como comunidad se disponga a un nuevo sentido de interpretación. Como a menudo sucede en este tipo de situaciones, las nuevas posibilidades que se abren no son aleatorias, sino que escrupulosamente asignadas a cada actor político bajo esa dinámica que los antiguos griegos llamaron destino: aquellos que una vez fueron víctimas de la violencia estatal, de una dictadura sedienta de sangre, hoy se encuentran ad portas de pasar a la historia como encubridores de violaciones a los derechos humanos. No hay azar en el destino, por eso su ley dictamina, muy a menudo, que uno se transforme –justamente– en aquello que más se ha aborrecido.

Ha quedado claro en las últimas semanas que la Convención Constitucional no dejará que el tema de los estallidos oculares, detenciones arbitrarias, prisiones preventivas utilizadas para amedrentar, montajes y un largo etcétera, caigan en el saco del olvido, pues ella entiende el origen de su poder, con justa razón, en el aparecimiento del pueblo. Mala noticia, por tanto, para la centroizquierda, que ha mirado con indolencia la acción de las policías y del gobierno actual en materia de represión, como si se tratara de un tema secundario a su quehacer político. Incluso a veces podría dar la sensación de que los héroes de la transición no se han enterado aún que lo que está en disputa en el nacimiento de este ciclo, el premio mayor, no es la mera administración del Estado, sino que una interpretación total de nuestra historia. Habrá que darle entonces la razón a Homero cuando dice que “ningún hombre nacido, cobarde o valiente, puede eludir su destino”.

Daniel Michelow
Doctor en Filosofía. Investigador Adjunto VRA de la Universidad de O’Higgins.