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Opinión

Las palabras son ahora las nuestras

Por: Jaime Collyer | Publicado: 18.10.2021
Las palabras son ahora las nuestras | Sello de Javier Godoy y @PECE
Es mucho e inabarcable lo que el estallido consiguió movilizar y lo que le debemos a esa cabrería díscola que irrumpió en las calles y nos arrastró con ella, venida directamente de la periferia urbana y los territorios para desenmohecernos. El plebiscito –al que una parte de ella era renuente– y la Asamblea Constituyente son lo más evidente entre esos logros, pero no cabe desdeñar lo ocurrido en el estado de ánimo general del país, un país oscuro y doblegado que, a contar de entonces, busca transformarse en dueño de su destino, cuestionando de manera frontal a una clase política degradada o planteando reivindicaciones que esa élite tan inamovible no puede ya desoír.

Qué frase más certera esa de Gramsci relativa a los grandes giros históricos: «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos». Y qué aplicable a nuestra propia contingencia histórica y el proceso de cambios vertiginosos en que nos hallamos sumidos, con las cosas oscilando cada día en torno a su eje, se diría que de un extremo al otro. Durante el estallido, no sabíamos mucho hacia dónde íbamos, pero nuestras esperanzas estaban más vivas que nunca. Ahora es en cierto modo a la inversa: transcurridos dos años, las cosas se han asentado un poco y podemos vislumbrar mayormente hacia donde nos dirigimos –un orden nuevo y más justo, surgido de la primera asamblea constituyente paritaria y multicultural en nuestra historia–, aunque las esperanzas colectivas se han vuelto algo más inciertas, han sido encauzadas institucionalmente y auguran en el horizonte electoral un gobierno parecido a los gobiernos tan habituales de la burguesía progresista, eso que suele denominarse una “mesocracia”, el gobierno conducido por las clases medias. Esos que a veces funcionan y otras traicionan las expectativas de la mayoría.

Es, aun así, lo que hay y lo que se requiere en esta coyuntura, el gobierno eventual (crucemos los dedos) del Frente Amplio y sus adláteres. Puede que baste, por ahora, con eso: si con esa nueva “mesocracia” conseguimos desembarazarnos de la “cleptocracia” dominante (el gobierno de los saqueadores y sanguijuelas), habremos logrado dar cuando menos un gran paso inicial, subsecuente a los que ya se han dado a contar del triunfo por paliza y tan incuestionable del Apruebo. Puede que baste, pero no debiéramos conformarnos y mucho menos seguir actuando dentro de lo posible, a riesgo en este último caso de desoír una vez más a quienes posibilitaron el estallido y todo lo que hoy vivimos. En tal sentido, las fuerzas de izquierda no debieran empantanarse en algo parecido a una Concertación 2.0 y trazar allí de nuevo la frontera de lo posible. Como bien decía, hace unos días, el historiador Luis Thielemann, lo que hoy se estila dentro de las fuerzas progresistas es la opción de implementar “un estatismo suave y promesas de contención al capital, todo dentro de un optimista imaginario mesocrático que resulta a ratos insoportable. No es poco, y probablemente mejor que lo que ha habido, pero, seamos sinceros, no son las alamedas abriéndose ante ningún pueblo libre”.

Recuerdo haber escrito, en los días del estallido, respecto a esa incerteza igual tan prometedora que entonces nos envolvía. “Hay un vértigo que nos contagia en los días que vivimos”, escribía entonces, “entreverado de augurios inciertos y a veces ominosos, amenazantes, que por fortuna no siempre se cumplen. El vértigo nos moviliza y activa, nos lleva a redescubrirnos individuos de una misma especie solidaria que había olvidado sus lazos primordiales, nos cohesiona y nos iguala. Es la sensación lisérgica del estallido colectivo, que rompe con los designios impuestos desde hace decenios sobre las mayorías, aunque de fondo aceche, a la vez, el augurio ominoso, la posibilidad de que todo se desplome en forma sangrienta, el temor de que la ‘minoría agresiva’ y elitista que imponía sus condiciones precipite una vez más, como ha hecho habitualmente en nuestra historia, la resolución violenta”.

Los monstruos surgieron entre nosotros el 73 y rigieron la vida de todos a contar de entonces, o suprimieron la de muchos. Se atenuaron con la transición y resurgieron en plenitud durante el estallido, ahora preferentemente a mutilar gente, y su facción político-intelectual a legitimar esa nueva violencia. Entre el Mamo Contreras y Teresa Marinovic hay, así, un hilo conductor inequívoco e insoslayable, que los hermana en su vulgaridad y la violencia a veces explícita de sus propósitos. El Guatón Romo es el claro precedente de José Kast y los personeros cínicos del oficialismo, los parásitos empresariales y columnistas de opinión mercenarios que, sin decir agua va, terminaron archivando el “nunca más” en el estallido, legitimando una vez más la arremetida contra la ciudadanía levantada en las calles. Así, los monstruos gramscianos germinaron felices durante la dictadura y revivieron en gloria y majestad durante el estallido. Ahora están de nuevo algo raquíticos, menoscabados, desprestigiados sustancialmente, pero no hay que confiarse. La derrota de Jadue en las primarias –por la que trabajaron con dientes y uñas en sus frentes comunicacionales– les devolvió el alma al cuerpo (es un decir, en su caso, esto del alma) y aun confían ellos mismos en hacer crecer a su candidato, o el par de ellos, en las encuestas, mientras el Choclo Délano –olvidado ya del curso de ética, donde capeó al parecer en abundancia– y su socio tan cercano en La Moneda se ocupan de saquear lo último que les queda, intuyendo que no volverán a esos pasillos en mucho, mucho tiempo.

Es mucho e inabarcable lo que el estallido consiguió movilizar y lo que le debemos a esa cabrería díscola que irrumpió en las calles y nos arrastró con ella, venida directamente de la periferia urbana y los territorios para desenmohecernos. El plebiscito –al que una parte de ella era renuente– y la Asamblea Constituyente son lo más evidente entre esos logros, pero no cabe desdeñar lo ocurrido en el estado de ánimo general del país, un país oscuro y doblegado que, a contar de entonces, busca transformarse en dueño de su destino, cuestionando de manera frontal a una clase política degradada o planteando reivindicaciones que esa élite tan inamovible no puede ya desoír, devolviendo a los pueblos originarios al lugar protagónico del que nunca debieron ser excluidos, poniendo en tabla el arrasamiento sin tapujos ni contención del medio ambiente y esa obscenidad rotulada como “zonas de sacrificio”, evidenciando en fin la voz combativa de las mujeres e instalando la Defensoría de la Niñez como actor inequívoco en la escena pública.

Vuelve a haber, de paso, canales televisivos y medios de comunicación decentes, que es posible sintonizar; columnistas y anfitriones periodísticos que informan y enaltecen a los postergados de antes, concediéndoles el lugar que les fue arrebatado históricamente a cambio de la farándula. Y eso sí es mucho, ese giro en el discurso público y las preocupaciones ciudadanas. Porque, como ya lo dijo a su vez el insustituible Gramsci: “La realidad está definida con palabras. Por lo tanto, el que controla las palabras controla la realidad”.

Jaime Collyer
Escritor.