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Opinión

Crisis del presidencialismo: hacia una forma de gobierno parlamentario

Por: Octavio Avendaño | Publicado: 19.11.2021
Crisis del presidencialismo: hacia una forma de gobierno parlamentario Parlamento europeo |
La forma de gobierno parlamentaria resulta propicia al reconocer las situaciones deficitarias y la crisis política que ha venido experimentando nuestro país. Propicia también en revertir el déficit de representación y la promoción de nuevos canales de participación y deliberación ciudadana que involucren a diferentes territorios. Que sea dificultosa su implementación no puede ser un argumento que desestime de plano la posibilidad de avanzar hacia una forma de gobierno parlamentaria. Todas las fases que han marcado la trayectoria del presidencialismo en Chile, con sus diferentes matices, culminaron con severas crisis.
  1. Antecedentes

Hace ya varios días, la Convención Constitucional inició el debate y la presentación de propuestas sobre el régimen político que deberá definir la nueva Carta Fundamental. Se trata de una oportunidad para poder modificar la forma de gobierno prevaleciente en nuestro país. A inicios de los años 90 hubo intentos por presentar alternativas al presidencialismo que quedaron sólo en el plano de la discusión académica, sin que eso fuera asumido por otros actores sociales y políticos, en un momento donde la prioridad estaba puesta en el éxito del proceso de transición. En la actualidad, como en otros países de la región, el presidencialismo en Chile ha pasado a ser uno de los factores que agudiza la crisis del sistema político. De hecho, uno de los problemas más notorios de los últimos 15 años ha sido el cuadro de inestabilidad generado tras el inicio de cada uno de los gobiernos que se ha venido sucediendo desde esa fecha. También se ha producido una frecuente tensión entre el gobierno y el Congreso, generada por la pérdida de la mayoría o la imposibilidad de generar mayoría parlamentaria al mismo tiempo que se obtiene la primera magistratura. A estas dos situaciones se agregan las dificultades para hacer efectiva la rendición de cuenta (accountability), en especial por parte de quienes resultan nombrados por el Presidente de la República.

Desde que finalizan los procesos de transición y consolidación, en la segunda mitad de la década de los 80, buena parte de los países de la región funcionan bajo la modalidad de “presidencialismo de coalición”, para de esa forma revertir situaciones deficitarias que con anterioridad derivaban del presidencialismo. Asimismo, se adopta el sistema de balotaje para asegurar la conformación de gobiernos con mayoría. La configuración de coaliciones ha permitido contar con un amplio respaldo para la implementación de ciertas políticas. Además, ha quedado en evidencia que gobiernos con respaldo partidario han sido mucho más estables que aquellos conformados por independientes o con baja participación de los partidos.  

Sin desconocer el avance de las reformas constitucionales de 2005, que para el caso chileno implican aumento de las funciones de fiscalización de la Cámara de Diputados o, mucho antes, en Uruguay, con las reformas de 1996, que introducen el “llamado a sala de los ministros de Estado”, sigue siendo baja la atribución de los congresos nacionales en la mayoría de los países de la región, así como deficitaria la implementación de mecanismos de rendición de cuentas. Uruguay es el único país que, tras el inicio del proceso de recuperación democrática, establece formas de democracia directa, como los plebiscitos vinculantes, que facilitan la accountability vertical y una adecuada resolución de las diferencias que puedan surgir entre el gobierno y el Congreso, o entre el gobierno y la ciudadanía. En casos más extremos, como el peruano en los años 90, y el argentino durante la primera mitad de esa misma década, se vio vulnerada la división de poderes siendo recurrente un estilo de gestión mediante decretos. Desde fines de los años 90, la concentración de poderes en el Ejecutivo marcó la trayectoria de varias de los países del área andina, como Venezuela y Bolivia, después de la realización de procesos constituyentes.

  1. Los problemas del presidencialismo en Chile

Cualquier reflexión sobre el régimen político, en el marco del actual proceso constituyente, debiese tomar en cuenta una serie de interrogantes que surgen a raíz de las situaciones de crisis que se venían manifestando antes del 18 de octubre de 2019 y que se agudizan con el estallido social. Lo primero que se debiese plantear como interrogante es si el presidencialismo, tal como ha sido conocido, o en sus efectos un presidencialismo más atenuado, permitiría enfrentar y revertir tal crisis. Dicho sea de paso, crisis que no sólo afecta al sistema político, sino también a otros ámbitos institucionales de la sociedad civil o que hacen posible relaciones mercantiles y decisiones económicas. En seguida, ¿bajo qué forma de gobierno es posible lograr un proceso de arraigo y anclaje de las normas e instituciones que serán definidas por la nueva Constitución? Finalmente, ¿cuál forma de gobierno asegura mayor estabilidad?

Primero, en nuestro país ha existido una tradición presidencialista que se remonta a los orígenes de la República. Por el contrario, no ha existido en Chile una experiencia de tipo parlamentaria. La mal llamada “República parlamentaria” (1891-1925) distó mucho de los rasgos que poseían los sistemas parlamentarios europeos. A su vez, el presidencialismo en Chile ha coexistido y complementado, funcionalmente hablando, con un Estado centralista y unitario. A lo largo de la trayectoria del presidencialismo se han sucedido varias situaciones de crisis, algunas de las cuales se originaron de la tensión entre el gobierno y el Congreso. En el siglo XIX los gobiernos, en especial del periodo 1831-1861, recurrieron al uso de métodos autoritarios, a una amplia concentración de las atribuciones del Ejecutivo y a la participación censitaria; sin embargo, pese a todo ello, no se logró evitar las situaciones de inestabilidad y de crisis política. Algo similar ocurre con los gobiernos que se suceden a partir de 1925, muchos de los cuales (hasta 1963) hicieron uso de “facultades extraordinarias”, manteniendo disposiciones de tipo censitarias (como la exclusión de los analfabetos) hasta 1970. En ocasiones, gobiernos como el de González Videla (1946-1952), con la promulgación de la Ley de Defensa de la Democracia, e Ibáñez (1952-1958), tras los acontecimientos del 2 y 3 de abril de 1957, recurrieron a medidas extremas que implicaron la pérdida de libertades para un segmento de ciudadanos, la persecución del movimiento sindical y de una parte de la izquierda. Pese a todo, las situaciones de inestabilidad se mantuvieron, llevando incluso en diferentes ocasiones a modificar las alianzas de gobierno y la orientación de las políticas implementadas.

Por cierto, el presidencialismo que se inaugura en los años 90 incorpora aquellos elementos que se utilizan en el resto de los países de la región, como “la segunda vuelta” para asegurar la mayoría y la presencia de gobiernos de coalición. Hasta 2005, las iniciativas legislativas del Presidente de la República estuvieron condicionadas a la presencia de senadores designados, o a la presión ejercida por una serie de “enclaves autoritarios” que se mantuvieron hasta ese entonces. Sin embargo, primó la cohesión legislativa en las alianzas de gobierno, junto a la estabilidad en la composición de los gabinetes, debido al liderazgo ejercido por los presidentes de la República, en especial los mandatarios Aylwin y Lagos.

Con posterioridad, aparecen situaciones que erosionan el sistema presidencial. Una de ellas es el debilitamiento y la falta de liderazgos con capacidad para articular de manera adecuada la relación entre los partidos que forman parte de la coalición oficialista. Todas las administraciones que se suceden entre 2006 y 2021 han experimentado la pérdida de respaldo ciudadano y enfrentado tensiones al interior de la coalición oficialista. A su vez, han debido enfrentar situaciones de crisis e inestabilidad política, derivada en ocasiones de la implementación de ciertas políticas, profundizando con ello la tensión y comprometiendo la posibilidad de proyección de la coalición oficialista.

Segundo: en cuanto al arraigo de la nueva institucionalidad, basta recordar dos experiencias del pasado. La primera tiene que ver con la puesta en marcha de la Constitución de 1833, bajo condiciones de exclusión de casi la totalidad de la población, el uso de fórmulas autoritarias y el enfrentamiento entre los intereses de las provincias en contra de la capital, como ocurrió durante las guerras civiles de 1851 y 1859. Lo mismo se podría decir, inicialmente, respecto ala Constitución de 1925, cuyo arraigo y consolidación definitiva de la nueva institucionalidad se produjo casi 10 años después, debiendo el propio Arturo Alessandri, en su segundo gobierno (1932-1938) recurrir al uso de facultades extraordinarias y a un estilo de gestión análogo al impuesto con anterioridad por la llamada “dictadura de Ibáñez” (1927-1931). Los años que suceden al abrupto término de la “dictadura Ibáñez”, entre 1931 y 1932, estuvieron marcados por la caída de gobiernos, golpes de Estado e insurrecciones de civiles y de sectores de las Fuerzas Armadas.

Ambos antecedentes resultan una referencia obligada considerando la aguda crisis que afecta al sistema político en la actualidad, partiendo por la desafección y la baja confianza en las instituciones. Se agrega a ello la aguda fragmentación del actual sistema de partidos, superior a la que se llegó en torno a 1953, lo que dificulta toda articulación con el resto de la sociedad. Por último, habría que mencionar la dificultad de algunos sectores para constituir organizaciones, así como las formas de participación y organización en determinados territorios o localidades (pensemos en las organizaciones por defensa del medioambiente), aunque manteniendo una fuerte fragmentación. Todas estas situaciones de crisis se producen bajo plena vigencia del presidencialismo.

Tercero: ha sido sintomático, desde 2006 hasta la fecha, la presencia de gobiernos que pierden la mayoría, a causa de la dispersión entre parlamentarios del oficialismo, como ocurrió bajo las dos administraciones de la presidenta Bachelet; o bien, por no alcanzar mayoría parlamentaria en la misma elección en que se escoge al Presidente de la República. Ese tipo de comportamiento de los parlamentarios, graficado en la figura del “díscolo”, ha sido decisiva al momento de vetar iniciativas legislativas presentadas por el Ejecutivo, siendo a veces más decisivo que las acciones emprendidas por la propia oposición.

A lo anterior se agrega la breve “luna de miel” con la ciudadanía que han poseído las mencionadas administraciones de gobierno, en el mismo período que comprenden desde 2006 hasta la fecha. Con mayor razón, la tensión en la coalición de gobierno y las reacciones contrarias de parte de la ciudadanía han surgido al intentar llevar a cabo reformas profundas, o, como ocurre al inicio del actual gobierno, se ha pretendido un afán “refundacional”. Finalmente, no está de más recordar que desde el estallido social el Legislativo asume un rol mucho más activo en contraste con el debilitamiento que experimenta la figura presidencial.

Cuarto: en nuestro país existe un cuadro de fragmentación del sistema de partidos, pero que se ha generado bajo el presidencialismo. Esto dificulta la posibilidad de conformar gobiernos de coalición estables a raíz del veto que imponen, en ocasiones, los pequeños partidos, así como por el personalismo predominante en la actividad parlamentaria. Por cierto, el cuadro de fragmentación del sistema de partidos ha sido consecuencia de la baja identificación ciudadana, que cae de manera estrepitosa en los últimos quince años, y de una notoria tendencia hacia al localismo de la función desempeñada por parlamentarios de ambas cámaras. Junto a los problemas que ello trae para la estabilidad de los gobiernos tiende a desnacionalizar la capacidad de representación de los partidos y, por ende, de lograr cubrir buena parte del territorio del país.

Al interior del gobierno, el protagonismo de los partidos tendió a ser desplazado por la presencia de grupos de expertos y la conformación de “comisiones” promovidas desde la Presidencia de la Republica. El debilitamiento y la fragmentación de los partidos han posibilitado un mayor protagonismo de los grupos de interés, al menos en términos de presión y de lobby en el ámbito de la toma de decisiones. Si bien este fenómeno se puede reconocer también en varias otras democracias contemporáneas, en Chile cobra especial relevancia debido al desequilibrio en la representación de intereses, a favor del sector empresarial, provocado entre otras cosas por la crisis del movimiento sindical y los problemas de organicidad que se registran a nivel de la sociedad civil.

  1. Ventajas y condiciones de un sistema parlamentario

En términos “típico-ideales”, se podría decir que la forma parlamentaria asegura mayor estabilidad que el presidencialismo. Basta a simple vista contrastar lo que ocurre en las democracias europeas respecto a las latinoamericanas, que han sido notoriamente presidencialistas. Esa estabilidad se logra mediante la conformación de coaliciones, a veces amplias, para la organización del gobierno y la elección de un Primer Ministro. Además, porque están separadas las funciones de Jefe de Gobierno (el Primer Ministro) con las de Jefe de Estado, quien vela por el orden constitucional y las relaciones internacionales con otros mandatarios. Ambos cargos y funciones se encuentran concentradas bajo el presidencialismo, o bien se presentan de manera difusa en los sistemas semipresidenciales. En las democracias parlamentarias europeas, que no provienen de la tradición monárquica, el Jefe de Estado es electo por los parlamentarios (en el caso italiano, a través de votación secreta), o bien de manera directa por la ciudadanía.

Como es sabido, en las democracias parlamentarias la pérdida de mayoría puede obligar a redefinir la coalición en el gobierno, e incluso llegar a disolver el Parlamento y llamar a nuevas elecciones. De ese modo, se evita que la crisis se agudice, afecte otros ámbitos institucionales y ponga en riesgo el orden constitucional. De manera adicional, aunque dependiendo del tipo de legislación electoral, habría que mencionar el carácter más representativo que poseen los sistemas parlamentarios, en comparación, al menos, con lo que ha sido la trayectoria del presidencialismo chileno desde 1990 hasta nuestros días.

Lo anterior resultar clave a propósito de las propuestas sobe un nuevo tipo de Estado plurinacional o multicultural para nuestro país y al considerar la diversidad reflejada en la composición de la Convención Constitucional. De ser factible una representación más diversa, ésta podría funcionar sobre la base del modelo “consociativo”, definido por Lijphart, el cual posibilita la participación de diversos sectores en la toma de decisiones. No está de más recordar que el carácter representativo del sistema parlamentario permite atenuar la influencia de sectores extremos, o que manifiesten sentimientos antidemocráticos.

Un sistema parlamentario que se acompañe de un Estado descentralizado contribuye a una mayor distribución del poder, así como también de los recursos. Permite, a su vez, establecer una conexión más directa con la realidad de las provincias y las demandas formuladas desde territorios específicos. Eso permitiría responder a una demanda histórica de mayor participación de las provincias en las decisiones, distribución de las oportunidades y el destino de los recursos que se generados en un determinado territorio.

Existen otros rasgos y exigencias que en Chile no se cumplirían para un adecuado funcionamiento de un sistema parlamentario o semiparlamentario. En primer término, el marcado personalismo en el liderazgo político, por sobre la disposición a construir instituciones o a fortalecer el tejido organizativo de la sociedad. En segundo término, la fragmentación del sistema de partidos. Con más de 20 partidos, nuestro país llega a niveles inéditos, comparable con el Brasil de los años 80, lo que dificulta cualquier gestión gubernamental y la conformación de coaliciones sólidas con capacidad de proyección en el tiempo. Sin embargo, ello puede ser revertido a través de incentivos que permitan fortalecer a los partidos, en tanto realidades asociativas y organizativas, junto con recuperar la capacidad de movilización y de promoción de opciones alternativas para la ciudadanía.

  1. Conclusión

La forma de gobierno parlamentaria resulta propicia al reconocer las situaciones deficitarias y la crisis política que ha venido experimentando nuestro país. Propicia también en revertir el déficit de representación y la promoción de nuevos canales de participación y deliberación ciudadana que involucren a diferentes territorios. Que sea dificultosa su implementación no puede ser un argumento que desestime de plano la posibilidad de avanzar hacia una forma de gobierno parlamentaria. Todas las fases que han marcado la trayectoria del presidencialismo en Chile, con sus diferentes matices, culminaron con severas crisis. “Privar a los ciudadanos de elegir al Presidente de la República” tampoco puede ser el principal argumento a favor del presidencialismo y en contra del parlamentarismo. De hecho, tampoco se debería exponer a los ciudadanos a elegir entre líderes outsider, figuras que asumen comportamientos mesiánicos, con retórica antipartidos, mal preparados o, simplemente, con la exigencia de asumir todas las complejidades que un cargo con tanto poder y atribuciones como el del Presidente de la República suele poseer.

Por último, una democracia parlamentaria que aspire a ser representativa y a distribuir el poder debe mantener el carácter bicameral, distinguiendo y separando las funciones de cada una (logrando así lo que se ha definido como “bicameralismo perfecto”). La tentación del Congreso unicameral, bajo el presidencialismo o en el parlamentarismo, tenderá a sobrecargar las atribuciones y funciones, limitando así la representación y la distribución del poder.

Octavio Avendaño
Doctor en Ciencias Políticas. Académico del Departamento de Sociología de la Universidad de Chile.