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Opinión

Nos gusta la protesta, pero también el mercado

Por: Francisco Ojeda Sánchez | Publicado: 12.12.2021
Nos gusta la protesta, pero también el mercado Mall chino de Peñalolén | Agencia Uno
Sorprende hasta qué punto el “octubrismo” perdió de vista la influencia que necesariamente había de tener el neoliberalismo chileno de los últimos 40 años en la mentalidad de la multitud, en particular en la articulación de identidades políticas muy diversas. Desde cualquier paradigma imaginable, no era posible que octubre fuera simplemente una reacción antineoliberal absoluta: debía haber una fuerte influencia de las formas de socialización propias de las últimas décadas sobre la articulación de identidades políticas, muchas de las cuales podían reivindicar explícitamente valores de la cultura del consumo.

El escenario de segunda vuelta ha levantado la pregunta sobre cómo pudieron darse resultados como los de la primera vuelta. En una columna anterior analizamos parte del problema desde el punto de vista de los urgentes ajustes necesarios para que la candidatura de Gabriel Boric compita en segunda vuelta. Sin embargo, es necesario profundizar en la fragmentación política como elemento que se perdió de vista, pues se trata de reflexiones que precisan ser incorporados rápidamente en la inteligencia colectiva de las izquierdas.

Y es que las desafortunadas palabras del alcalde Jadue sobre los votantes de Franco Parisi ponen sobre la mesa que ese aprendizaje no será sencillo ni necesariamente rápido en muchas vertientes del sector. En efecto, sorprende hasta qué punto el “octubrismo” perdió de vista la influencia que necesariamente había de tener el neoliberalismo chileno de los últimos 40 años en la mentalidad de la multitud, en particular en la articulación de identidades políticas muy diversas. Desde cualquier paradigma imaginable, no era posible que octubre fuera simplemente una reacción antineoliberal absoluta: debía haber una fuerte influencia de las formas de socialización propias de las últimas décadas sobre la articulación de identidades políticas, muchas de las cuales podían reivindicar explícitamente valores de la cultura del consumo.

Antes de seguir, una precisión. Cuando hablamos de “octubrismo” no nos referimos a una tesis intelectual propiamente tal ni mucho menos restamos valor y trascendencia al estallido social. Más bien señalamos la manera en la cual el estallido fue procesado discursivamente en la inteligencia colectiva de las nuevas y viejas izquierdas. Lecturas agudas hubo siempre: lo que falló fue la capacidad de procesar estas hacia una estrategia política que se hiciera cargo de la complejidad del fenómeno por parte de las organizaciones políticas que se propusieron representarlo.

Mercado, redes sociales e Identidades electorales

No cabe duda alguna que la actual ciudadanía no puede ser reducida a consumidora, pero tampoco de que el consumo es una dimensión muy importante de su comportamiento. El estallido como fenómeno no necesariamente niega el hecho de que el ideal de la “sociedad de propietarios” pregonado por Jaime Guzmán ha echado profundas raíces en buena parte de la multitud: lo que ha colapsado desde octubre parece ser, más bien, el armazón político-institucional que le daba estabilidad a la sociedad de mercado (a saber, la Constitución del 80 y el sistema de partidos que resultó de ella), pero no el sentido común de ese proyecto, que sigue mostrando elementos de vitalidad. Como han señalado varios autores, octubre es tanto un levantamiento contra el abuso de una élite que rompe cotidianamente sus propias reglas como una rebelión contra esas mismas reglas, la reivindicación de una meritocracia real y un mercado justo tanto como una reacción a la pretensión de unanimidad de esos discursos. La pretensión de unanimidad resultante de la lectura “octubrista”, apoyada en una lectura demasiado simple del resultado del plebiscito, podía y debía alimentar una reacción contra ella.

En esa línea, no debiera resultar extraña la correlación entre la dispersión del voto tanto presidencial como parlamentario y el éxito de candidaturas que apuntaron desde el día uno a comunidades discursivas específicas. En efecto, como se sabe, tanto Parisi como Kast se alimentaron de estrategias de campaña virtual que incorporaron comunidades discursivas que no encuentran espacio en los canales institucionales. En estas comunidades se mezcla tanto un sentido básico de la incorrección política con el refugio de discursos que van siendo desplazados de lo políticamente aceptable en los espacios de la política formal. De hecho, estudios y reportajes muestran que la evolución de estas comunidades es a la radicalización política, especialmente de derecha.

El potencial de crecimiento de estos espacios se alimenta de que, al ser discursos relativamente proscritos o “cancelados” del debate político más visible, ellos mismos no juzgan al ciudadano común. Esto les permite extender su audiencia a personas descontentas con el sistema pero que se siguen identificando con elementos significativos de la cultura del consumo como el ahorro individual. Por cierto, no afirmamos acá el despropósito de diversos analistas de la plaza según el cual “la cultura de la cancelación” sería una forma de autoritarismo: más bien a la inversa, se trata de la forma conflictiva en que buscan abrirse paso nuevos avances civilizatorios en el ámbito de los derechos civiles. Pero es evidente que dicha lucha, cuando se vuelve vanguardista, puede promover la construcción de un estándar cada vez más difícil de cumplir por las personas reales, cruzadas por las contradicciones de una sociedad saturada de información y, por lo mismo, necesitada de sentido. Una consecuencia posible de esto es la alimentación de discursos cínicos o reaccionarios.

Gobernar como un acto de resistencia

En consonancia con lo descrito, la pasada elección parece consagrar el paso del voto mayoritario al voto identitario. El mejor ejemplo de esto es la decadencia electoral de los viejos partidos de la transición, especialmente en la centro-izquierda. En efecto, pasaron de ser partidos articuladores, preparados para gobernar, a un nicho específico de personas representadas por la antigua Concertación. Pero lo cierto es que incluso partidos nuevos como los del Frente Amplio y otros reforzados por abrazar el “octubrismo” pueden explicar sus resultados por captar bien o mal la votación de ciertos discursos identitarios. Si esto es cierto, Revolución Democrática y Comunes pagaron caro electoralmente la falta de definición de su identidad política, que es lo que a su vez habría beneficiado al Partido Comunista.

El auge de las identidades y su expresión en el voto es un fenómeno bien documentado allí donde hay aguda crisis de representación. Y también se ha escrito bastante sobre los efectos que situaciones tales tienen para la práctica del gobierno. En efecto, articular mayorías estables con agencia política en escenarios de dispersión política radical, en la cual también operan las identidades que resisten al cambio y la instalación de agenda de parte de grupos de interés contrarios al cambio de modelo económico, es un ejercicio prácticamente imposible.

En estas condiciones es posible sostener que gobernar tiene mucho que ver con un acto de resistencia. Lejos parecen los tiempos de la soberanía popular democrática inscrita en el imaginario popular de las mayorías, realidad tan bien expresada en el “Soa Bachelet, haga algo” esgrimido tan afectiva como burlescamente por las élites tuiteras. No se trata necesariamente de una resistencia signada políticamente, afecta o repulsiva al cambio político, sino de una práctica política donde, más que ejecutar un programa, se intenta equilibrar con habilidad discursos y resistencias con intereses muy disímiles. Tampoco esto hace imposible un cambio político y social de relevancia, como pretendemos quienes apoyamos a Gabriel Boric, pero probablemente haga que los cambios resultantes tengan una cara muy diferente a la imaginada cuando se escribió el programa. Es saludable que los conductores políticos tengan esto claro.

La urgente necesidad del aprendizaje político

El escenario descrito abre más interrogantes que soluciones. No estamos en condiciones de concluir si el auge del voto identitario vino para quedarse o es un fenómeno transitorio asociado a la crisis de representación: por un lado, dicha crisis existe en mayor o menor medida en buena parte de las democracias liberales; por otro, sigue siendo cierto que no es posible gobernar de ningún modo sin partidos políticos que al menos aspiren a articular mayorías.

Sin embargo, al menos podemos subrayar la importancia del aprendizaje político en los grupos organizados, sean partidos o movimientos sociales. En este sentido, el reencuentro de los sectores democráticos en la izquierda y centro-izquierda a propósito de la segunda vuelta da con una buena tecla inicial. Por más que haya sido motivado por el temor al auge electoral de la extrema derecha, hoy parece evidente que las militancias de izquierda deben profundizar su discurso sobre “los 30 años”. Actos de responsabilidad democrática como los de Ricardo Lagos o Carmen Frei, que han apoyado a Gabriel Boric, obligan a repensar el discurso simplista que signaba a parte de la vieja dirigencia de centro-izquierda como “derechistas infiltrados”. Por su parte, la centroizquierda debe entender su desencuentro profundo con la multitud así como su transición de partidos articuladores a partidos identitarios, lo cual da explicación a su proceso de burocratización y decadencia política.

Pero esta convergencia no es la única necesaria ni la más importante. La principal es aquella que debe darse entre política y sociedad (al decir de Carlos Ruiz), en particular en los movimientos sociales organizados y no organizados. Tan cierto como que no se puede gobernar sin partidos es el hecho de que ya no se puede gobernar únicamente con ellos. En efecto, es en los movimientos sociales organizados y en comunidades discursivas no organizadas donde hay mayor energía política, la que será necesaria para intentar dibujar el futuro del país. Es urgente que sea superada su resistencia a la política institucional, máxime en momentos donde la llama de octubre parece haberse apagado. Y más urgente es que las izquierdas desarrollen formas de organización y comunicación que superen lo identitario, que aprendan a hablarle a los distintos. El “viejo Chile” aún no muere en muchas personas y comunidades, y también quiere participar del futuro. Es de esperar que los nuevos grupos organizados desarrollen su propio aprendizaje político.

Francisco Ojeda Sánchez