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¿Qué diablos nos pasa?: de crisis y acabos de mundo

Por: Martín de la Ravanal | Publicado: 20.12.2021
¿Qué diablos nos pasa?: de crisis y acabos de mundo |
No todo lo que hay es miedo y pena por las pérdidas: también campea el resentimiento contra quienes, por su riqueza, influencia o poder están mejor protegidos y asegurados contra maremotos sociales, económicos o políticos, y a los que parece poco importarles la suerte de los menos favorecidos. Esa energía de malestar puede ser encapsulada en píldoras de odio xenófobo, vertida como sed de justicia social, como indignación anti-élites o traducida en culpa autodirigida como castigo por una falla o fracaso personal.

Si tomáramos una frase como expresión del ánimo dominante en nuestra sociedad, sería aquella que siempre repite “¡No tengo idea lo que nos está pasando como país!”. Por supuesto, no se trata del mero reconocimiento de una falta (no tener ideas), sino de una queja: “Me gustaría tener idea, necesito respuestas, pero no las tengo”. Esta sensación de desorientación, sumada al miedo respecto a lo que viene, marcan nuestro modo, más o menos universal, de vivir las crisis. La crisis ya no marca un gran evento que separa un antes y un después. Tampoco son el anuncio de un proceso global que sabemos que está madurando y se acerca a su fin: la venida de alguien, el sanseacabó de algo, el juicio de los justos y los pecadores, etc. La crisis pasó a ser lo permanente y lo normal.

No acabamos de salir (¿salimos realmente?) de la crisis pandémica del coronavirus, cuando los economistas ponen los ojos blancos y anuncian como los neo-oráculos y sacerdotes que son, la crisis económica que se avecina para el año 2022 y siguientes. Estas nos son abstracciones, son una seguidilla de pequeñas (e incluso grandes) catástrofes en la vida cotidiana: una cuota que no se pudo pagar, un bien preciado que hay que vender, un tratamiento médico que no se pudo completar, estudios que no se pudieron financiar, negocios que se van a la quiebra, etc.

No todo lo que hay es miedo y pena por las pérdidas: también campea el resentimiento contra quienes, por su riqueza, influencia o poder están mejor protegidos y asegurados contra maremotos sociales, económicos o políticos, y a los que parece poco importarles la suerte de los menos favorecidos. Esa energía de malestar puede ser encapsulada en píldoras de odio xenófobo, vertida como sed de justicia social, como indignación anti-élites o traducida en culpa autodirigida como castigo por una falla o fracaso personal. Abundan, por cierto, las pseudosoluciones extraídas de lecturas miopes y otras, francamente, son visiones delirantes que se aprovechan del hambre de respuesta, seguridad y salvación: desde mercurio retrógrado hasta la conspiración globalista, pasando por revueltas moleculares detonadas por criptochavistas.

Vivimos una realidad donde las crisis, como muñecas rusas, se esconden unas detrás de otras o, como las luces guardadas de un árbol de Pascua, todas enmarañadas e interconectadas, en un laberinto exasperante. Hoy es la inflación, que conecta tanto con la pandemia como con el crack económico del año 2008. Pero también es el estado desquiciado de la política en el mundo: desde revueltas sociales, populismos de toda laya, desconfianza crónica de los partidos políticos, corrupción descarada y sistémica, abusos policiales, hasta la soberana estupidez que exhiben, sin tapujos, muchos lideres políticos. Al mismo tiempo, avanza una catástrofe medioambiental planetaria, sistemáticamente ignorada y negada. Ante su inminencia estamos como despreocupados turistas que no desean dejar de tomar el sol, al mismo tiempo, que se rostizan mortalmente.

Y qué decir de la otra crisis que el movimiento feminista puso sobre la mesa con fuerza el 2018: la crisis del patriarcado o del inveterado machismo civilizatorio, que ha normalizado violencias y desigualdades cotidianas (en la pareja, en la crianza, en la escuela, en la universidad, en las remuneraciones, en el trabajo doméstico, etc.) y que ha sido latamente tolerado –hasta celebrado– por nosotros los varones. Dicha crisis da cuenta del modo en que nos hemos embriagado de un modo de concebir el poder, la autoridad y las relaciones: como formas de dominación y sometimientos de las y los otros. Las profundísimas raíces de esta concepción se remontan hasta las primeras culturas conquistadoras indoeuropeas (hacia 7000 años antes de Cristo) que entendieron que el orden estaba en manos de varones sacerdotes, guerreros y mercaderes. De ahí que el mundo se rige por el miedo a Dios, por la brutalidad de las armas, y por la venalidad universal (“todo mundo tiene su precio, el problema es saber cuál es” dijo alguna vez Joseph Fouché).

Y si con esto no parece suficiente, aquí va otra: la crisis de nuestro propio concepto de lo humano ante el avance inexorable de la tecnología. No sólo se trata de mandar millonarios narcisistas al espacio; es, también, el modo en el que estamos enredados en un enjambre digital que puede deformar profundamente la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos, con el tiempo, con las otras personas, en suma, con el mundo. Los niveles de toxicidad y agresividad digital han crecido, y nuestra capacidad de desconectarnos para tomar un respiro ha decrecido. Algoritmos, Inteligencia Artificial, critptomonedas, etcétera, forman un imaginario de poder y placer que seduce, pero que olvidamos de criticar. Langdon Winner, cientista político norteamericano, insistió, hace ya años, en la necesidad de preguntarse: “¿tienen política los artefactos?”, y Mark Hunyadi, filósofo belga, habla de la “tiranía de los modos de vida” refiriéndose a estos fenómenos que se nos imponen sin que podamos discutir, como sociedad, qué tecnología queremos y para qué usos.

¿Tiene esta crisis un rasgo principal? En este caso yo me quedo con la respuesta que da una joven filósofa alemana, Rahel Jaeggi, a quien tuve el placer de estudiar en mi tesis doctoral: la crisis que sufrimos es un bloqueo de nuestra capacidad de aprendizaje. Nuestras sociedades son formas de vida que para sobrevivir y desarrollarse deben resolver problemas. Todas nuestras instituciones, valores, leyes y modos cotidianos de hacer las cosas nacieron para resolver problemas, y están dotadas de un sentido que hace que las consideremos sensatas. Sin embargo, los problemas cambian, al mismo tiempo, que las sociedades lo hacen. En cierto sentido, no hay problemas en sí mismos sino problemas que brotan desde cada sociedad. Así, lo que antes era una formula de solución aceptable puede, de pronto, caducar, volverse disfuncional, inaceptable, perder todo sentido. Pasa con nuestra forma de concebir el matrimonio, con las constituciones, con los modos de producción, y así. Rahel Jaeggi dice que una sociedad aprende cuando es capaz de, frente a los problemas, enriquecer su experiencia. Edgar Morin lo plantea como pensar desde la complejidad y Michel Serres habla de un pensamiento más basado en Hermes (Dios de la comunicación, astucia y creatividad) que en Prometeo (Titán del fuego y el dominio técnico).

Aprender es una progresión de la conciencia, el esfuerzo por ganar lucidez en medio de tanta distracción narcótica, un anhelo que nos lleva a reflexionar sobre los marcos (antropocentristas, productivistas, patriarcales, etc.) bajo los que hemos entendido la vida y el ser que somos, y que, sin duda, mucho tienen que ver con la crisis que atravesamos. El valiente pensador afroamericano Cornel West nos recuerda que somos seres en crisis porque somos animales que sabemos que podemos y vamos a morir. Animales hechos de carne y hueso, nacidos del útero de una mujer, salvados por el amor de algún ser humano; dependientes, frágiles y vulnerables, de salud incierta, seres falibles e imperfectos, simples mortales destinados a ser, algún día, la delicia culinaria de los gusanos bajo tierra. El todopoderoso individuo neoliberal, el empresario de sí mismo que se echa el mundo al bolsillo, palidece ante este retrato más honesto de la condición humana.

Aprender es realizar conscientemente un proceso de integración y apertura ante lo que pasa. Es perder el miedo a las transformaciones, que no sólo pasan por la cabeza: el aprendizaje humano no sólo es información, toma cuerpo y temperatura en las corporalidades y las emocionalidades (y me cuesta decirlo porque yo desconecto mucho cabeza, cuerpo y corazón)

Esta apertura significa conectar con lo plural: dialogar con las nuevas visiones, prácticas emergentes, incorporar miradas que vienen desde otras sensibilidades y territorios, etc. Nos pide, también, reconectar el pasado (las memorias y herencias que nos constituyen), presente (nuestras formas de vida, con sus problemas, oportunidades y sus crisis) y futuro (lo que emerge, lo que anhelamos, y los brotes de cambios que se dan en el hoy). Aprender también es desaprender: volver a mirar de nuevo, re-conocer lo que dimos por sabido, asegurado y dominado. Curioso: respeto viene de rispectare: volver a mirar de nuevo. Ver por aquello que no soy yo, ver más allá de mis ideas, creencias, intereses y sentimientos. Quizás la ética actualmente no tenga otro sentido que este: aprende a salir de ti mismo, porque te estás asfixiando. Nos estamos asfixiando, todas y todos. Tal vez nos falte eso, una nueva ética del respeto, para volver a respirar de nuevo.

Martín de la Ravanal
Profesor de Ética y Filosofía Social y Política en las universidades de Santiago y Alberto Hurtado.