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Opinión

La(s) humanidad(es) en el próximo gobierno

Por: Carolina Ávalos, Natalia Hirmas, Felipe Riobó y Raúl Rodríguez | Publicado: 02.02.2022
La(s) humanidad(es) en el próximo gobierno |
Necesitamos otro sistema de enseñanza y un modo efectivo de relevar la importancia de las humanidades. El desarrollo de un país no se mide sólo por su crecimiento económico, también por su capacidad para permitir que su pueblo disfrute de todas las dimensiones de la vida. El programa de Apruebo Dignidad, que es, en palabras de Camila Vallejo, “el corazón del gobierno” que viene, va en esa dirección. La creación de una línea de trabajo que tenga por objetivo “impulsar y fortalecer el desarrollo de las artes, humanidades y ciencias sociales” no sólo debe celebrarse; también concretarse teniendo en cuenta el rol que estas áreas juegan en la generación de un mundo menos dañado, más allá del mero desarrollo material. Las humanidades del siglo XXI están atravesadas por el feminismo, la ecología y los saberes de las primeras naciones, y es desde esta triada que pueden y deben contribuir a alcanzar un mejor país.

En uno de los ensayos más lúcidos que durante el siglo pasado se escribieron sobre la crisis de la educación, Hannah Arendt señalaba, en 1954, que después de la violencia de la Primera Guerra Mundial o de los campos de concentración de la Segunda, no resultaba fácil tomarse en serio el lugar de la enseñanza. Lamentablemente, los horrores del presente global, si bien de otro tenor, aunque vueltos cotidianos, también parecen colocar a la educación en un segundo plano y en particular a las áreas humanistas.

En un país como el nuestro esta situación, que se suma a la predominancia mercantil de la cultura, ha potenciado la individualidad hasta el punto de transformar a cada estudiante en un empresario de sí que debe aprender a gestionar su propio capital (humano). Ahora bien, uno de los puntos centrales que ya indicaba Arendt era la progresiva irrelevancia de la autoridad del o la profesora, ante la preponderancia que las o los escolares y universitarios, devenidos en clientes, iban progresivamente adquiriendo. Gracias a una acrítica pedagogización de la enseñanza (heredera del pragmatismo), que se emancipó de lo que se debe enseñar, el rol de la escuela y de la universidad se transformó radicalmente. Su cometido dejaría de ser el de contribuir a que un niño o una niña se introdujeran de la mejor manera posible en el mundo.

Esta crisis Arendt la inscribe bajo el sino de la pérdida de autoridad del profesorado, y así también lo ve hoy el psicoanalista italiano Massimo Recalcati, a partir de su trabajo clínico con adolescentes. No se trata, por supuesto, de la autoridad vertical encarnada en la premisa “la letra con sangre entra”, cuestión que los fanáticos de las pedagogías neoliberales suelen afirmar, en pro de una educación centrada en la satisfacción del consumidor. Se trata de la pérdida de la relevancia de la enseñanza y su rol formativo. ”La calificación del profesor consiste”, agregaba Arendt, “en conocer el mundo y en ser capaz de darlo a conocer a los demás, pero su autoridad descansa en el hecho de que asume la responsabilidad con respecto a ese mundo”, y sabe transmitirla.

Es interesante esta relación que establece la filósofa alemana: la irrelevancia de la enseñanza implica una despreocupación por el mundo que habitamos. Cuando se es niña o niño, se llora desconsoladamente cuando nos enteramos de que el patito feo no tiene mamá o que hay niños que trabajan en las fábricas que producen nuestros juguetes. Ya adultos, nos vamos a la cama sin que estas situaciones, que no han hecho sino empeorar, nos quiten el sueño. Hoy, en tiempos de una brutal crisis climática provocada por el actuar humano, no debiéramos descuidar la relación que puede establecerse entre una educación que transmita el deseo por el saber (y no competencias o habilidades) y el mundo sobre el que ese saber puede volcarse. No, por cierto, a partir de una comprensión del mundo como recurso, sino del mundo como aquello que nos constituye, cuestión que los pueblos no occidentales nunca han olvidado. La responsabilidad que pudiera transmitir la enseñanza no es sólo del orden de la inteligencia, también de la sabiduría, razón por la cual los saberes de las primeras naciones debieran tener un rol determinante en la lucha contra la crisis ecológica (y otros horrores), de la que hoy también sufren sus consecuencias.

No pocos pueblos no occidentales mantuvieron y aún mantienen un modo de vida que se sostiene sobre una relación de cuidado con el mundo, teniendo muy en claro que los cuerpos son configurados por todo lo que les atraviesa, desde el aire que se respira a la comida que se ingiere, pasando por el agua que se bebe.

Para los canaco, por ejemplo, los humanos se encuentran envueltos por la naturaleza, por lo que no se piensan separados de ella. Por el contrario, la naturaleza les invade y es sólo a través de ella que pueden conocer lo que en Occidente se dio en llamar “sí mismo”, aunque un sí mismo que siempre se aprehende en relación a las y los otros. Para este pueblo, el pensamiento procede de las vísceras. Maurice Leenhardt, que dedicó un importante (aunque problemático) libro sobre los canaco, señala que “la expresión más halagadora que emplean para calificar a un orador de límpido y fluido discurso es ‘cabeza hueca’. Lejos de tener, como entre nosotros, un sentido despectivo, es una fórmula de alabanza: evoca el árbol hueco cuyo tronco, acostado sobre depresiones infranqueables, hace de acueducto y lleva más allá de estas las aguas del riego”. Inteligente, por tanto, es quien sabe poner el saber en circulación, y lo mantiene en movimiento, sobrepasando lo conocido hasta lograr así la fertilización de otros espacios. Pero una de las descripciones más interesantes del trabajo de Leenhardt tiene que ver con las palabras que se usan para referirse a la corporalidad, puesto que muchas partes del cuerpo se nombran con términos procedentes del medio vegetal, lo que, a su juicio, muestra “una identidad de estructura y una identidad de sustancia entre el hombre y el árbol”. Para Leenhardt, que, recordemos, escribe en la década del 40 del siglo pasado, este rasgo responde a una “visión mítica”, pero hoy, ya entrados en el siglo XXI, las ciencias naturales han retomado con insistencia la relevancia del mundo animal, vegetal y mineral en la configuración de nuestros cuerpos. Lo que resulta entonces aquí destacable es que recién estamos comprendiendo que la noción de humanidad que emplean distintos pueblos alrededor del mundo no es tan restrictiva como la dominante, derivada del centro de Europa, a partir de la negación de las culturas no occidentales.

Recuperar el rol de la enseñanza y de los saberes de las primeras naciones, poniéndolos en diálogo, son dos tareas que el conjunto de disciplinas que se reúnen bajo el nombre de «humanidades» debe darse como imperiosa tarea. Las humanidades, que en tanto letras humanas se diferenciaron de las divinas, cobrando así cuerpo, actualmente responden, como cualquier otra disciplina, a las necesidades de la economía que, revolución industrial mediante, determinó la configuración de la enseñanza moderna. Desde entonces, las humanidades no han hecho sino sufrir los embates de una política que comprende el saber a partir de su utilidad, hoy reducida además a la mera rentabilidad económica.

Y así como la crisis de la enseñanza conllevó la pérdida de la responsabilidad por el mundo, la marginación de las humanidades ha implicado una obturación de la capacidad imaginativa, sin la cual es difícil, sino imposible, reimaginar un mundo de manera no apocalíptica, que es lo que hoy, con urgencia, necesitamos.

Las humanidades no son un adorno, no se reducen a “cultura general”, ni a entretenimiento. Su promoción es la promoción de un pensamiento que se interroga por sus propias condiciones, al tiempo que se pregunta por los modos en que se las puede transformar, figurando alternativas a lo dado. Por otra parte, enseñan que la literatura nos llena de experiencias vicarias que nos posibilitan conocer las complejidades de lo humano, al mostrarnos cómo otras y otros respondieron a dilemas que seguramente también tendremos que afrontar en algún momento.

La literatura nos regalaría entonces la posibilidad de estar mejor preparadas y preparados para la vida, si sabemos abrirnos a otras experiencias que no por ficticias son menos relevantes, por lo decir reales. Las dudas de una joven inglesa del siglo XIX (Emma, de Austen), los dilemas éticos de un joven blanco en el sur esclavista (Huckleberry Finn, de Mark Twain), las intempestivas cavilaciones que una cucaracha le producen a una acomodada mujer brasileña (La pasión según G.H., de Clarice Lispector), o la percepción de un universitario japonés del movimiento estudiantil de los sesenta (Tokio blues, de Haruki Murakami), son ejemplos de experiencias que pueden alimentar nuestro mundo, al tiempo que nos muestran otros alejados y distintos. Sus dudas, angustias y alegrías, que no responden a tiempos ni espacios, también pueden ser las nuestras. Una mujer es todas las mujeres, y un hombre es todos los hombres, señaló Clarice Lispector.

Necesitamos otro sistema de enseñanza y un modo efectivo de relevar la importancia de las humanidades. El desarrollo de un país no se mide sólo por su crecimiento económico, también por su capacidad para permitir que su pueblo disfrute de todas las dimensiones de la vida. El programa de Apruebo Dignidad, que es, en palabras de Camila Vallejo, “el corazón del gobierno” que viene, va en esa dirección. La creación de una línea de trabajo que tenga por objetivo “impulsar y fortalecer el desarrollo de las artes, humanidades y ciencias sociales” (pág. 72) no sólo debe celebrarse; también concretarse teniendo en cuenta el rol que estas áreas juegan en la generación de un mundo menos dañado, más allá del mero desarrollo material. Las humanidades del siglo XXI están atravesadas por el feminismo, la ecología y los saberes de las primeras naciones, y es desde esta triada que pueden y deben contribuir a alcanzar un mejor país.

Complementará esta tarea el compromiso que el programa de Apruebo Dignidad ha asumido para dejar de lado las pruebas estandarizadas y privilegiar, más bien, “un enfoque integral de la educación, que desarrolle la creatividad y el pensamiento crítico, que prepare para vivir en comunidad, y permita desplegar la diversidad de proyectos de vida” (pág. 130).

Las humanidades y las artes se erigen entre la investigación y la enseñanza, y es articulándolas debidamente que ellas podrán poner toda su sabiduría al servicio del Chile que todas y todos anhelamos. La tormentosa historia que hemos heredado y que ha terminado haciendo del siglo XXI el siglo en el que, por nuestra propia mano, como especie podemos desaparecer, puede tener un giro, si prestamos atención no sólo a las ciencias, sino también a las disciplinas que nos recuerdan que la poesía y el lenguaje figurado es lo que nos hace humanos.

Si el árbol al que se subió Gabriel Boric, y del que luego se bajó fue símbolo de su campaña, es porque no hemos perdido del todo la imaginación. Confiamos en su programa para recuperar, entre todas y todos, grandes y chicos, la responsabilidad por el mundo que nos ha tocado en suerte.

Carolina Ávalos, Natalia Hirmas, Felipe Riobó y Raúl Rodríguez
De la Directiva de la Asociación de Investigadores de Artes y Humanidades.