[an error occurred while processing the directive] Brechas educativas y género: cuando devenir mujer sí nos perjudica
Avisos Legales
Opinión

Brechas educativas y género: cuando devenir mujer sí nos perjudica

Por: Ana María Espinoza y Natalia Albornoz | Publicado: 03.02.2022
Brechas educativas y género: cuando devenir mujer sí nos perjudica |
Tenemos la convicci

Avanzar hacia una mayor equidad entre hombres y mujeres es un horizonte que en los últimos años ha estado presente en múltiples declaraciones de principios. Es algo que en el actual escenario político del país ha tomado fuerza, poniéndose como prioridad tanto por movimientos sociales como por actores políticos. Si bien este principio es un horizonte que alcanzar en todos los ámbitos de la sociedad, la educación suele estar en el punto de mira. Recientemente, se publicaron los resultados de la Prueba de Transición Universitaria (PTU), instrumento diseñado para el acceso a la educación superior en Chile. ¿Reflejan los resultados de esta prueba la tan anhelada equidad? Nada más lejos que eso. Para nadie es novedad que los resultados de pruebas estandarizadas nacionales e internacionales revelan que en Chile el sexo y el nivel socioeconómico del estudiantado son los principales factores que explican la desigualdad en resultados de aprendizaje.

En pruebas nacionales como el SIMCE, las mujeres suelen tener peores resultados en matemáticas y ciencias, mientras que los hombres sistemáticamente obtienen peores resultados en lectura. No obstante, los últimos resultados de la PTU revelan algo inédito: las brechas de sexo no sólo se acrecentaron a favor de los hombres en matemáticas y ciencias, sino que se revirtió la histórica ventaja de las mujeres en comprensión de lectura evidenciada en diversas pruebas estandarizadas. ¿Cómo podemos comprender aquel cambio radical en la direccionalidad de la brecha en esta área del conocimiento?, ¿es que las mujeres desarrollaron menos competencias y tuvieron menores aprendizajes en los últimos años?, ¿a qué podemos atribuir estos resultados?

Desde hace décadas, siglos quizá, autoras y activistas nos vienen diciendo que las diferencias sociales entre hombres y mujeres son construidas por los grupos humanos y transmitidas por las culturas a través de la historia. Esto es el denominado sistema sexo-género (según Gayle Rubin, el sistema sexo/género es un conjunto de convenciones o acuerdos que una sociedad establece para transformar la sexualidad biológica en productos sociales y humanos, estableciendo un orden desigual entre hombres y mujeres). Aunque asociadas al sexo biológico binarizado con el que nacemos, son los sistemas sociales los que establecen normas basadas en creencias, símbolos y tradiciones, que nos han puesto a las mujeres en un lugar histórico de subordinación. No, no son nuestras hormonas, ni nuestro cerebro, ni nuestra musculatura, los factores que hacen la diferencia: son las prácticas culturales que se han naturalizado (según la neurocientífica Vania Figueroa, no existe evidencia para afirmar que hay cerebros de hombres y cerebros de mujeres; las diferencias entre personas serían producto de la socialización de género).

Estas prácticas culturales naturalizadas, que nos sitúan en una de dos categorías binarias, nos hacen objeto de discriminaciones y subordinación, tienen efectos materiales y reales en nuestras trayectorias, en nuestro aprendizaje, y nos limitan en nuestro desarrollo pleno como seres humanos. Estas prácticas, entonces, son prácticas sexistas y se sostienen porque hay grupos sociales que las perpetúan con o sin intención.

La educación formal y la escuela, como espacios de socialización significativos en las sociedades occidentales, ayudan con la reproducción de diferencias, ya sea de formas muy evidentes (como tener clases de educación física para hombres y otras para mujeres) o de formas más implícitas (como que docentes formulen menos preguntas y de menor complejidad cognitiva a mujeres en matemática en comparación con sus pares hombres). A estas prácticas diferenciadas se suman muchas otras relacionadas más o menos directamente con la transmisión de contenidos curriculares. Son estas prácticas las que promueven profundas desigualdades según sexo en las áreas de conocimiento, por ejemplo, con áreas científicas (ingeniería principalmente) altamente masculinizadas, mientras las áreas de cuidados (educación y salud) altamente feminizadas (CNED, 2021).

Si nos detenemos acá, según los datos aportados por el Consejo Nacional de Educación (CNED, 2021), en Chile las carreras que presentaron un mayor porcentaje de participación de mujeres en 2021 son: Técnico en Obstetricia y Puericultura (98,7%); Educación Parvularia (98,3%); Técnico en Educación Parvularia (97,4%); Obstetricia y Puericultura (96%); y Educación Diferencial (94%). Las carreras con el mayor porcentaje de participación de hombres en cambio corresponden a: Técnico en Madera (100%); Ingeniería Electrónica (97,9%); Ingeniería en Mecánica Automotriz (94,9%); Técnico en Operaciones Industriales (94,8%); e Ingeniería Eléctrica (94%). La segregación por sexo en la elección de áreas del estudio es abismal. Muy preocupantes también son los resultados de investigaciones recientes que hemos conducido en educación superior, que revelan la reproducción de estereotipos de género en torno a las áreas del conocimiento, tanto en estudiantes como en docentes, así como la presencia de prácticas pedagógicas sexistas en este nivel.

Si bien hay un soporte estructural que posibilita la reproducción de prácticas diferenciadas según sexo/género en entornos escolares y, por cierto, en otros espacios educativos informales (TV, redes sociales, familias), también hay factores psicosociales que sostienen las prácticas sexistas. Entre estas variables encontramos los llamados estereotipos de género, que son creencias sobre los atributos, roles, gustos y comportamientos que se asocian típicamente a hombres y a mujeres según su sexo biológico. Es decir, los estereotipos de género corresponden a aquello que esperamos que haga, piense o sienta un hombre o una mujer sólo por el hecho de identificarlo/a como hombre o como mujer.

También podemos aplicar estas creencias preconcebidas a nosotras/os mismas/os, comportarnos de acuerdo con lo que creemos que es correcto, o de acuerdo con lo que los/as demás esperan de nosotros/as.​ Así funciona la denominada norma binaria de género. Aunque hemos avanzado bastante reconociendo lo reduccionista que es hablar de un género binario masculino/femenino, que hay múltiples caminos sexo-genéricos, que la diversidad no sólo es posible sino necesaria, y que el binarismo nos limita, nos encasilla y niega otras expresiones, los efectos del binarismo de género se siguen reproduciendo día a día y a través de instituciones, culturas y prácticas y, ¿cómo no?, se sigue reproduciendo a través de factores psicosociales, quizá los más difíciles de modificar.

La interrelación de estos factores es compleja y permite explicar, por ejemplo, que efectivamente las niñas tengan preferencias por la lectura y que los niños tengan preferencia por las matemáticas o ciencias. Esta relación compleja también permite entender, pero en ningún caso legitimar o justificar, las mencionadas brechas de sexo en los resultados de las pruebas estandarizadas como el SIMCE, o la recientemente implementada PTU. Esto es real, pero no natural ni inmodificable. El peligro de no visibilizar estas diferencias, reales y materiales, es que no se puedan desmontar.

Y si ya hemos logrado cierto consenso sobre la relevancia de avanzar hacia una mayor equidad de género, en la paridad, y en la necesidad de erradicar distintas formas de violencia por motivos de género, entonces ¿por qué las diferencias en los aprendizajes, al menos en lo que se mide como aprendizaje, siguen aumentando?, ¿qué ha pasado en el último tiempo que estas pruebas nos enrostran que las diferencias entre mujeres y hombres se mantienen o incluso se acrecientan?

Una primera hipótesis explicativa es la crisis sociosanitaria de los últimos dos años, que trajo efectos en distintas esferas y significó especialmente para las mujeres un aumento de la violencia de género, un retroceso en su inserción laboral y un aumento de la carga de trabajo no remunerado. En el ámbito educativo, dos factores de riesgo, como son el embarazo adolescente y el trabajo infantil, se potenciaron durante la pandemia, aumentando la probabilidad de exclusión escolar de niñas y jóvenes mujeres durante la crisis (Comunidad Mujer, 2021). Además, la pandemia y el confinamiento llevó al cierre casi total de buena parte de las escuelas en Chile. Lo que fue una medida de cuidado en un sentido, pudo transformarse en una situación crítica para miles de niñas, niños y jóvenes que en sus hogares no tenían los medios ni las condiciones necesarias para estudiar.

En el caso de las niñas y adolescentes mujeres, es posible que los estereotipos de género y las expectativas de sus familias tuvieran, nuevamente, un efecto en la asignación de tareas de cuidado de hermanos/as menores, de adultos/as mayores o, en general, en la asignación de tareas para la reproducción de la vida. Asumir estas tareas, probablemente se vuelve más evidente y más real en aquellos hogares de estratos bajos y medios bajos, en los cuales se cuenta con menos apoyos sociales y materiales.

Una segunda hipótesis tiene relación con la Prueba de Transición Universitaria (PTU), como instrumento de selección: ¿por qué un instrumento que mantiene la brecha según dependencia educacional –que en nuestro modelo educativo segregado equivale a decir brecha por clase social– termina aumentando las diferencias entre hombres y mujeres? Si la nueva prueba mide habilidades por sobre conocimientos estáticos o contenidos curriculares, ¿somos acaso las mujeres menos hábiles que los hombres?, ¿tenemos acaso menos competencias las mujeres que los hombres? No es posible hacer análisis más completos sólo con la información con la que contamos hoy, pero sí podemos suponer, a partir de la evidencia disponible, que las habilidades que esta nueva prueba está midiendo son habilidades que las prácticas educativas promueven más en hombres que en mujeres, o que ellos han podido desarrollar más en estos años de crisis. Las/os expertas/os hablarían de sesgo de género del instrumento, pero el problema es un poco más profundo. Así como las prácticas educativas promueven, por ejemplo, más niños científicos que niñas científicas, más niños matemáticos que niñas matemáticas, y más niños que niñas líderes.

Finalmente, ¿dónde está el problema? Si sólo consideramos los resultados de pruebas estandarizadas, es fácil caer en el espejismo de que el problema es de ciertos grupos, de sus individuos que no logran los objetivos que el sistema educativo establece. No olvidemos que las pruebas estandarizadas no contribuyen a evaluar la diversidad, que estrechan el currículo con algunos contenidos por sobre otros y que sus altas consecuencias muchas veces constriñen a las comunidades educativas. Sin embargo, ahora de lo que se trata es de interpretar estas diferencias significativas en los resultados como una alerta, no para segregar a los grupos o reafirmar los estereotipos, sino para ir a la raíz y preguntarnos por qué sistemáticamente hay grupos que obtienen resultados más bajos que otros.

En nuestro caso, se trata de hacer notar que estas diferencias por sexo/género son producto de relaciones y prácticas que están mediadas por cómo vemos y asumimos el mundo. Eso debe cambiar, junto con avanzar en políticas y cambios estructurales que permitan mayor equidad entre hombres y mujeres sin anular la diversidad, es necesario que cuestionemos esa forma de ver el mundo que, a veces sin darnos cuenta, reproduce inequidad.

Avanzar en este ámbito, más cultural y no únicamente estructural, requiere de mucha voluntad y de movimientos macro y micropolíticos. Entre algunas medidas están la transversalización del enfoque de género y una educación no sexista en todos los niveles educativos, desde inicial hasta la educación superior; poner especial énfasis en una formación inicial docente con enfoque de género; diseñar e implementar políticas de educación sexual integral; promover ampliamente modelos y roles contraestereotípicos; reconocer la valía de las labores de cuidado y reproducción de la vida,  y promover que sean asumidas con mayor equidad entre hombres y mujeres; hacer emerger el debate en todos los espacios de la vida social, los íntimos y los familiares también.

Tenemos la convicción de que el desarrollo de investigación educacional en estas temáticas contribuirá profundamente a esclarecer los caminos de las transformaciones que se requieren para reducir las diversas expresiones del sexismo. Sin duda no se trata de medidas fáciles, pero lo fundamental es que nos atrevamos a mirar y reconocer que, en el tan comentado ámbito educativo, devenir mujer sí nos perjudica.

Ana María Espinoza y Natalia Albornoz