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Opinión

El barrio del Presidente

Por: Edison Pérez | Publicado: 17.02.2022
El barrio del Presidente Futura Casa de Gabriel Boric en Barrio Yungay | Agencia Uno
Retomo sin mediar invitación alguna mi papel de colaborador de este diario digital, agarrándome del derecho de haber sido columnista cuando nadie más lo era, en los primeros quince números de aquél pasquín impreso de “El Desconcierto” que salieron a quiosco mensualmente allá por 2012 y 2013. Y es que dentro del estilo de entonces, algo se puede decir acerca de la decisión del presidente electo, Gabriel Boric, sobre el entorno donde al parecer asentará sus reales. Me refiero al barrio Yungay. El mismo de parte de mi infancia y (con una cesura de algunos años) de mi adolescencia.

Primero es lo primero

Gracias a un youtuber extranjero me enteré ya hace varios años de que en Santiago existía una “estación fantasma”, en las soterradas líneas del metro (son dos, pero me interesa hablar de esta). Repasé mentalmente la red que conozco y ¡claro!, el trayecto entre estación Cumming y estación Quinta Normal tiene una distancia excesiva, más notoria si se piensa que a medio camino y paralela en la Alameda existe la estación Unión Latino Americana. De hecho, el tren pasa sin detenerse por ella y uno la ve toda tétrica.

Se trata de la estación Libertad, única emplazada en el centro mismo del emblemático barrio Yungay, en Catedral esquina Libertad, a una cuadra de la Plaza Yungay. Urgido por adelantarme a la misma justa solicitud de los vecinos, ahora que el presidente electo merodea por el lugar y tal vez se quede a vivir, es el momento de sacarla de su hundimiento forzado. La afluencia actual y emergente hará de este cráter inservible un volcán que despedirá su fuego en poco tiempo y quemará a cuantos pille cerca.

La razón esgrimida por la autoridad de Metro de la época –el criterio no ha cambiado– es que la densidad de la zona era demasiado baja y las distancias, muy cortas entre las estaciones aledañas (unos 550 metros en cada dirección). Pero hay estaciones a 400 metros unas de otras en varias partes y en la periferia, hasta 1.200 metros. Si es por eso más inútil es la siempre vacía estación Alcántara, a 615 metros promedio de Escuela Militar y El Golf, y nadie puso reparos. Es el momento de corregir esta omisión que huele a clasismo, discriminación y desidia y por lo mismo, en estos tiempos, a peligro.

El tema termina aquí, pero si la curiosidad mata, puede(s) sobrevivir leyendo el resto.

La calle Libertad

Si bien el barrio Yungay limita en San Pablo por el norte (entre las avenidas Alameda, Brasil, Matucana, San Pablo, dicen que es), si caminas por Libertad desde y hacia la Alameda para tomar la micro ninguna frontera hay entre las casas de fachada continua en ambos lados de la calle a lo largo de cuadras y cuadras hasta Mapocho, algunas con revoque de granito y otras de simple estuco recubierto de óleo opaco o incluso, látex. Todavía quedaron casas de adobe tras el terremoto de 1965, predios actualmente reconvertidos en edificios de altura moderada. No los salvó entonces ni tampoco se salvó a sí misma del 27/F ese año 2010 la parroquia San Saturnino, que preside la Plaza Yungay con su alto campanario neogótico, donde el peligro de derrumbe mantiene a resguardo en otro lugar al patrono protector de (contra) los terremotos. Tres hitos demarcaban la calle Libertad, donde vivía, y cada uno tenía su propia impronta.

Mi casa en calle Libertad eran tres piezas arrendadas circundando el patio interior de una construcción de adobe reforzado con mallas de alambre a la usanza de haría cincuenta años atrás, si consideramos que estábamos a mediados de los años sesenta; propiedad de una familia matriarcal dueña de un par de micros “Av. Matta”, ellos ocupaban el resto de la vivienda. Tenían una pancarta a modo de afiche de José Musalem, diputado DC antes y desde ese año 1965 senador de la República.

Cuando daba mi dirección aclaraba innecesaria­mente Libertad XXXX “al llegar a Mapocho”, distante de la Alameda un kilómetro casi exacto. Ese era el primer hito. La vereda inmediata alcanzando la Alameda no revestía otro interés que la panadería y salón de té San Camilo, lujo muy eventual que nos dábamos con mi madre. La vereda de enfrente conducía en la micro del recorrido “Diagonal” a la casa de los parientes que vivían cruzando todo Santiago. El centro era la Plaza de Armas y Ahumada con vehículos circulando de sur a norte –Chevrolet Impala, Studebaker Lark, Simca Aronde, camionetas GMC, flamantes Peugeot 404 todavía de caja chica hasta 1968; los médicos en puros Borgward Isabella y Peugeot 403 gracias a un convenio del Colegio Médico con los distribuidores pienso que argentinos–; el Café Paula y sus onces completas eran la salida cursi por excelencia de las familias con niños; el cine Gran Palace con programas de dibujos animados completaban el panorama.

Se llegaba al centro desde el segundo hito, la calle Compañía aunque la micro no paraba en Libertad sino una cuadra antes o después; por ahí pasaba la Catedral-Lourdes, y aunque sus variantes se bifurcaban como pulpos por la ciudad, todas pasaban por el cerro Santa Lucía y el Parque Forestal y uno se bajaba en Ismael Valdés Vergara y elegía donde ir. El regreso mi madre y yo lo hacíamos por Catedral; no había, como ahora, micros por Santo Domingo ni calle Andes. La Estación Mapocho era un lugar de carretelas, evitable.

El tercer hito, este sí que importante para uno, porque tenía donde jugar, algo que a los diez años es primordial, era “la Plaza del Roto Chileno”. No se llamaba Plaza Yungay porque nadie le decía así. Su alma y lugar de juego era (es), aparte de unos columpios y unos balancines desvencijados, la obra monumental de Virginio Arias. Digo monumental porque sobre una base de gruesas rocas formando una estructura cavernácula (si no existe la palabra considérenla un aporte al léxico, porque cavernícola significa otra cosa), y una caída de agua rozando las rocas sobre la fuente que la recoge a nivel de la explanada, con el roto por allá arriba, es un monumento, y no una estatua. Fue inaugurada en 1888, es decir, a cuatro años de acabada la Guerra del Pacífico. En la “Canción de Yungay” de niño echaba de menos a Arturo Prat y la Esmeralda, a Carlos Condell y la Covadonga, a Miguel Grau y el Huáscar; recién ya grande entendí que se trata de guerras distintas –cuarenta años las separan–, cosa que en el colegio mantuvieron en el misterio hasta el siguiente año escolar, porque a los profesores les encanta hacerse los interesantes.

El monumento se debe entender en homenaje al roto chileno, personaje típico, es decir el harapiento e iletrado chileno medio de entonces; picapedrero, minero y especialmente campesino –al campo se llegaba caminando desde cualquier ciudad de Chile–, forzado a tomar las armas merced a los ardides de don Diego Portales –que dizquen reclutó a la fuerza a libertinos, borrachos y reos rematados–. El roto luce a sus pies un saco de trigo, que enuncia su origen campesino, un gañán, un peón de fundo, a lo más un inquilino (ese al que el patrón le da casa y espacio para una chacrita y criar aves y cerdos). Descalzo, de pantalón arremangado y camisa desabrochada, orgullosamente robusto –ni trazas de uniforme, a pesar del fusil que descansa en el suelo y mantiene asido por el cañón–, se trata de un pobre civil pobre reclutado para la guerra, alguien con mucho que perder y nada que ganar. Acaso por eso su nombre original “Un héroe del Pacífico” no prendió en la ciudadanía. Hoy sería un temporero y con seguridad, un flaite.

En Libertad esquina Compañía estaba y está la Peluquería Francesa, una más del barrio entonces y donde ahora se va a comer. Su ornamentación rococó la convirtieron en una especie de museo oportunista. Yo me cortaba el pelo en la misma calle Libertad pero a la otra cuadra de mi casa saltando la calle Andes (recuerdo que era de doble vía porque en una ocasión chocaron de frente dos autos que ahora no chocarían porque van todos para el mismo lado). La peluquera, una especie de mayor Olderock con tijeras y máquina manual de esas con una mariposa brillante encima, después de una lata disertación de mi parte en la que le explicaba mis preferencias de corte, me espetaba la pregunta: “Bueno, ¿lo quiere regular corto o regular largo?”.

Por Libertad se puede llegar hasta Balmaceda, que cierra en el Parque de los Reyes que en esa época era un basural. Poco antes estaba la Perrera, espacio donde más adelante ya sin cánidos de triste destino existiría Perrera Arte, lugar donde ciertos artistas se reúnen para aullar a la luna. Pero solo cruzando Mapocho está mi primer colegio del barrio, la Escuela Alemania número 16, ahora Escuela República de Alemania E-66. Eso de ser categoría E es toda una distinción para las escuelas públicas (las G son rurales). El edificio escolar de tres pisos y gruesas pilastras sobresalía entre las casas de un piso pero quedaba disimulado por el conjunto de blocks de la misma altura y color amarillo que desde la esquina con Mapocho dejaba ver el hondo hueco de sus ventanas que delataban el grosor de sus muros, donde las madres de algunos de mis compañeros de curso enarbolaban enormes calzones colgados desde pitillas invisibles. Alguna vez entré al recinto como a la jaula de los monos. Tempranamente entendí que no en todas partes había espacio para que un niño leyera tranquilo la historia de Genoveva de Brabante y el conde Sigfrido ni se escuchara a Jean Sibelius como si tal cosa, y agradecí la vida que me había tocado en las tres piezas de esa casa de abobe donde el único desorden lo cometía yo con mis autitos de cajas de fósforos tripulados por las piezas del ajedrez.

San Pablo

Las cuadras entre Matucana y Libertad estaban plagadas de comercios y hasta con las ollas y jugueras me entretenía mirándolas. Shyf y sus plásticos de los más variados usos; también juguetes de la marca. Aunque se le dice calle, San Pablo en el plano de Santiago es avenida, y verdaderamente lo es desde tiempos de Ambrosio O’Higgins porque ahí se iniciaba el camino a Valparaíso. La Librería Minerva, contigua al cine del mismo nombre, lucía en su vitrina pegados al vidrio los autitos de metal que nunca tuve entonces. Ahora podría comprarme la colección completa de Kleinbus a escala de todos los colores y utilidades, pero aún no estoy lo suficientemente anciano. Los pasaba a vitrinear a diario caminando de regreso de la escuela (“en la vitrina vacía, nada queda: / los juguetes se han ido en las pupilas de los niños” son un par de versos que rescato del vate que nunca fui). Casi al frente en la vereda norte estaba el cine Colón; en ambos daban tres películas seguidas hasta que uno se aburriera, y yo me aburrí cuando, todavía niño de pantalón corto, un vejete sentado –al lado derecho, recuerdo hasta el día de hoy– puso su mano en mi pierna flacuchenta. Me escabullí al baño y de ahí me fui para siempre. Al salir, pensé en decirle a la señorita de la boletería, pero la vi tan puritana que temí escandalizarla.

Rosas

Todavía existe el mercadito donde iba a comprar con un carrito de feria, como si fuera a la feria, con la vergüenza propia de los adolescentes destinados para los mandados. Tal como ocurre con la casa de Libertad, convertida en estacionamiento de un local comercial, ya no vive nadie allí. La casa está igualita por fuera pero no la habita nadie; es decir, constantemente. Acaso mi pieza en el altillo esté pintada color lila satinado o sea bodega de la ropa blanca o alacena para los licores. No atino a imaginar su distribución actual. A comienzos de los setenta no era para nada apropiada más que para vivir en ella. Cuando pude ir con mi pareja a saciar mi curiosidad no lo hice y ahora ya no es posible.

Los postigos de madera de las ventanas amanecieron cerradas a machote en la casa de calle Rosas, a un par de cuadras de la Plaza Yungay, decía, tal como todas las demás casas a todo lo largo visible de la calle en ambos sentidos. No era miedo porque no había nada que temer –lo sabíamos–, no era siquiera precaución, porque bien podíamos habernos asomado al antejardín, guarnecidos por la reja con llave, ondeando la bandera chilena sumados al festejo. De hecho estábamos con el corazón jubiloso tras la puerta atrancada, las luces apagadas y en silencio. Era sorpresa e ignorancia porque lo desconocido siempre se siente como una amenaza. La noche de ese 4 de septiembre fue larga. A medianoche pasó la primera horda interminable en completa algazara gritando consignas y cada tanto siguieron pasando grupos menos numerosos pero igualmente eufóricos hasta casi el amanecer. Venían de escuchar desde los balcones de la Federación de Estudiantes de Chile, la FECH, palabras prometedoras y por primera vez, dirigidas especialmente para ellos. “¡Qué extraordinariamente significativo es que pueda yo dirigirme al pueblo de Chile y al pueblo de Santiago desde la Federación de Estudiantes!”, decía la figura a lo lejos con la peor amplificación posible.

Fue así como pasaron gritando consignas que demandaban cosas que ya teníamos las personas que vivíamos en casas sólidas, calles pavimentadas con el nombre pintado en cada esquina, agua potable y alcantarillado; luz eléctrica desde el poste. Cosas tan normales. Éramos de los mismos pero ellos parecían no reconocernos, y nos verían como enemigos sabiéndonos tras las mamparas. Iban de regreso a Barrancas, a El Arenal, a El Resbalón, a la Herminda de la Victoria; al barro o al polvo, al pozo negro. Sin poder verlos desde nuestros refugios, se adivinaba en ellos una alegría ingenua como la del niño Luchín.

Edison Pérez