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Opinión

Liderazgos negativos

Por: Jaime Collyer | Publicado: 22.02.2022
Liderazgos negativos Cristián Warnken |
Los liderazgos negativos tienen la peculiaridad de poder arrasar eventualmente las iniciativas y empresas más luminosas, incluida la democracia. Cristián Warnken y su hueste más bien escasa de ciudadanos “interesados en el bien del país”, como les gusta ponerlo a ellos mismos, son –aunque parezca excesivo– una amenaza potencial a la democracia, aun cuando no parece que su incidencia electoral real sea o vaya a ser demasiado grande a estas alturas.

Cristián Warnken es un individuo que vive hoy sus emociones en público. Las vicisitudes extremas de su vida lo han encontrado, a pocas horas de ocurridas, siempre ante el teclado, dispuesto a cumplir con su columna habitual, midiendo la emoción para hacerla encajar en lindas palabras y el número de caracteres requerido. Es, en esencia, un hombre que todo lo experimenta bajo las candilejas, una especie de entertainer que acompaña sus vivencias de muchas citas y versos. Esas citas y versos le permiten revestir emociones más bien básicas de cierta prestancia erudita, hacerlas parecer más complejas de lo que en realidad son, generar la impresión de que sus sentimientos están a la altura de las vivencias y conclusiones de los grandes poetas y filósofos cuyos nombres espolvorea en cualquier escrito. Le han permitido granjearse a la vez, a él mismo, el rótulo de poeta, escritor y académico, aunque su obra y labores justificativas de esos rótulos sean más bien magras.

Esta vocación de vivirlo todo ante una audiencia ha generado una distorsión fundamental en su propio quehacer y una tendencia a la vez injustificada a convertirse, a como dé lugar, por las vías que sean, en un caudillo político. Nuestra época algo perversa, en que todo se vive precisamente bajo los focos, en horario estelar y en las redes sociales, ha contribuido a engendrar este fenómeno de gente proclive a decir y hacer en cámara lo que sea con tal de subir el rating y el barómetro de la aprobación pública, o incluso el del rechazo. Hoy más que nunca rige la irónica premisa de Óscar Wilde, esa de que “hay solo algo peor a que hablen mal de uno, y es que no hablen de uno”. Un hilo conductor une así, con sus brillos de fantasía, a la doctora Cordero, a Teresa Marinovic y a tanta otra gente hoy ávida de aparecer cada tanto ante las cámaras y micrófonos, aunque para ello deban hacer el loco o emponzoñar cada tanto la escena con sus salidas de madre perfectamente calculadas.

El caso de Warnken brilla, eso sí, con colores propios. Él está dispuesto, con tal de no perder rating, a ofrecer sus servicios de entrevistador al mejor postor empresarial, comulgar en sus columnas con el orden institucional preferido de las élites, omitir en sus comentarios a los que sufrieron atropellos irreversibles en su integridad física durante el estallido, y legitimar a funcionarios gubernamentales impresentables en su cometido. Su última movida autopromocional ha resultado, con todo, resueltamente novedosa: ahora se muestra propenso –antes de que haya surgido nada muy definitivo a partir de los debates en curso– a propiciar el rechazo de la propuesta que surja de la Convención Constituyente. La Convención, que es una de las entidades más representativas e inclusivas de cuantas ha habido en la historia de este país, surgida de la votación ciudadana mayoritaria como una de las expresiones más nítidas de la soberanía popular y de nuestras reservas de republicanismo.

Ninguno de estos méritos logra, así y todo, conmover a nuestro comunicador, más ocupado en renovar su degradada vigencia en los medios que en lo que se está debatiendo. Nada va a apartarlo de sus afanes, ninguna respuesta cívica a sus despliegues –como la carta que el filósofo Daniel Ramírez le dirigió en días pasados– y ninguna entidad democrática que sus conciudadanos hayan escogido para canalizar sus anhelos de un cambio profundo, que comience a resolver las injusticias estructurales endémicas que hemos sobrellevado en los últimos decenios. Warnken quiere ser, una vez más, el que lleva la voz cantante y el superhéroe del pensamiento virtuoso en la esfera pública, el protagonista estelar ejerciendo su influjo, aprovechando las tribunas que el sistema le facilita, explayándose en su liderazgo negativo y desconociendo de facto, aunque a ratos sostenga lo contrario, que la entidad constituyente es fruto de nuestros votos, el resultado preclaro de nuestra soberanía colectiva expresada en las urnas.

Los liderazgos negativos tienen la peculiaridad de poder arrasar eventualmente las iniciativas y empresas más luminosas, incluida la democracia. Warnken y su hueste más bien escasa de ciudadanos “interesados en el bien del país”, como les gusta ponerlo a ellos mismos, son –aunque parezca excesivo– una amenaza potencial a la democracia, aun cuando no parece que su incidencia electoral real sea o vaya a ser demasiado grande a estas alturas. Un abogado que asesora la labor de una integrante de la Convención me comentaba hace poco que el tema de estos “amarillos por la patria” no llega a cobrar resonancia como un obstáculo a la labor de la entidad, visto que nadie del vasto espectro electoral del país actual se acuerda ya mucho de los setenta y tantos firmantes o ni siquiera conoce a Warnken, principalmente entre esa clase media emergente y esa masa electoral joven que hoy acaba de acceder a la escena laboral y política, reflejando sus preferencias políticas en las votaciones conducentes a la propia Convención y a la elección de Boric.

Pienso que hay desde luego aportes que debieran entrar al debate en curso, como las consideraciones bien fundamentadas de Andrés Velasco (más allá del escaso entusiasmo que me suscitó en su día su gestión como ministro de Hacienda de Bachelet) en torno a los riesgos de una descentralización mal diseñada en términos presupuestarios, pero ese aporte no justifica el gesto de sumarse orgánicamente a los nuevos salvadores de la patria, menos a su intención sugerida de manera explícita de rechazar lo que sea que emane de la Convención Constituyente.

No hay que descuidarse con estos arrebatos. En otros escenarios históricos –el siglo XX abunda en ellos– también hubo grupúsculos enquistados en su propia soberbia, enfundados en sus camisas pardas, amarillas o de otro color, que terminaron arrasando las instituciones en cada país y propiciando las confrontaciones fratricidas o la tiranía que decían querer evitar.

Jaime Collyer
Escritor.