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Opinión

Recordando a Umberto Eco

Por: Rogelio Rodríguez | Publicado: 24.02.2022
Recordando a Umberto Eco | Foto: Sergio Siano
He querido traer hoy al recuerdo estas frases de Umberto Eco en momentos en que en Chile se juega la posibilidad de convertirnos, constitucionalmente, en un genuino Estado Laico, donde no haya temor de declararse no creyente ni existan discriminación ni prejuicios contra los que no profesamos fe ninguna, y donde la religión organizada se circunscriba al ámbito privado de los hogares y los lugares de culto, y abandone efectivamente, en el terreno de los asuntos públicos, su avasallante y permanente vocación política.

En un pequeño libro que causó cierto revuelo al momento de su publicación (¿En qué creen los que no creen?), Umberto Eco reflejó de manera nítida su pensamiento humanista y laicista. En las páginas de esta obra se condensó el diálogo epistolar entre este filósofo, semiólogo y escritor italiano, y el cardenal Carlo María Martini, aparecido durante el año 1995 en varios números de la revista Liberal, sobre diversas cuestiones valóricas que atañen al hombre contemporáneo y, en especial, sobre la posibilidad de encontrar puntos éticos comunes entre el mundo católico y el mundo laico.

El procedimiento empleado por la redacción de la revista consistió en que uno preguntase y el otro respondiese, alternando los turnos. Como se designó que las primeras interrogantes  partieran desde el lado de Eco, este consideró necesario, antes de preguntar, plantear algunas premisas de su reflexión. Entre otras, la siguiente: “Cuando una autoridad religiosa cualquiera se pronuncia sobre problemas que conciernen a los principios de la ética natural, los laicos deben reconocerle ese derecho; pueden o no estar de acuerdo con su posición, pero no tienen razón alguna para negarle el derecho a expresarla, incluso si se manifiesta como crítica al modo de vivir de los no creyentes. El único caso en el que se justifica la reacción de los laicos es si una confesión tiende a imponer a los no creyentes (o a los creyentes de otra fe) comportamientos que las leyes del Estado o de la otra religión prohíben, o a prohibir otros que, por el contrario, las leyes del Estado o de la otra religión consienten. […] Los laicos no tienen derecho a criticar el modo de vivir de un creyente salvo en el caso, como siempre, de que vaya contra las leyes del Estado (por ejemplo, la negativa a que a los hijos enfermos se les practiquen transfusiones de sangre) o se oponga a los derechos de quien profesa una fe distinta. El punto de vista de una confesión religiosa se expresa siempre a través de la propuesta de un modo de vida que se considera óptimo, mientras que desde el punto de vista laico debería considerarse óptimo cualquier modo de vida que sea consecuencia de una libre elección, siempre que esta no impida las elecciones de los demás”.

Cuestión basal del debate fue la siguiente interrogante (planteada por el príncipe de la Iglesia): ¿Cuál es el fundamento último de la ética para un laico? Los creyentes basan la certeza y el imperativo de su accionar moral remitiéndose a principios metafísicos, a valores trascendentes, a un Absoluto divino. ¿En qué afirman y profesan sus principios morales y su conducta ética quienes no reconocen un Dios personal?

La respuesta de Eco consistió en una lección de humanismo: “La dimensión ética comienza cuando entran en escena los demás. […] Son los demás, es su mirada, lo que nos define y nos conforma. Nosotros (de la misma forma que no somos capaces de vivir sin comer ni dormir) no somos capaces de comprender quiénes somos sin la mirada y la respuesta de los demás. […] Lo que usted me pregunta, sin embargo, es si esta conciencia de la importancia de los demás es suficiente para proporcionarme una base absoluta, unos cimientos inmutables para un comportamiento ético. Bastaría con que le respondiera que lo que usted define como fundamentos absolutos no impide a muchos creyentes pecar sabiendo que pecan, y la discusión terminaría ahí, la tentación del mal está presente incluso en quien posee una noción fundada y revelada del bien. […] He intentado basar los principios de una ética laica en un hecho natural (y, como tal, para usted resultado también de un proyecto divino) como nuestra corporalidad y la idea de que sabemos instintivamente que poseemos un alma (o algo que hace las veces de ella) sólo en virtud de la presencia ajena. Por lo que se deduce que lo que he definido como ética laica es el fondo una ética natural, que tampoco el creyente desconoce. El instinto natural, llevado a su justa maduración y autoconsciencia, ¿no es un fundamento que dé garantías suficientes?”.

He querido traer hoy al recuerdo estas frases de Umberto Eco en momentos en que en Chile se juega la posibilidad de convertirnos, constitucionalmente, en un genuino Estado Laico, donde no haya temor de declararse no creyente ni existan discriminación ni prejuicios contra los que no profesamos fe ninguna, y donde la religión organizada se circunscriba al ámbito privado de los hogares y los lugares de culto, y abandone efectivamente, en el terreno de los asuntos públicos, su avasallante y permanente vocación política.

Y recuerdo, además, a este maestro del pensamiento –que tanto hizo por difundir inteligentemente la cultura en una variedad de registros intelectuales– porque se conmemoró el pasado 19 de febrero un año más de su muerte. Eco nos dejó en 2016, a sus 84 años. Entre las numerosas y emotivas expresiones de despedida, anoto la del actor Roberto Benigni, que comparto plenamente: “Personas como él son necesarias en la tierra, no en el cielo”.

Rogelio Rodríguez
Licenciado en Filosofía y magíster en Educación. Académico de varias universidades.