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Opinión

Crisis global, crisis del trabajo, ¿crisis del sindicalismo?

Por: Martín de la Ravanal | Publicado: 27.04.2022
Crisis global, crisis del trabajo, ¿crisis del sindicalismo? | HANS SCOTT/AGENCIA UNO
Frente a la concepción individualista y formal de la relación contractual y laboral, hay que luchar por recuperar el sindicato como un modo de vivir, pensar y actuar el trabajo grupalmente y desde la proximidad, acercando a colectivos sub representados: jóvenes, estudiantes, mujeres, inmigrantes, técnicos y profesionales free lance, desempleados, pensionados, etc.

Ad portas de una nueva conmemoración del Día del Trabajador, se hace urgente y necesario repensar la condición del trabajo en nuestro mundo actual y, por supuesto, de las luchas por los derechos de las y los trabajadores. El punto del que quiero arrancar es el siguiente: estamos atravesando una época de enormes transformaciones que se manifiestan como crisis, rupturas y conflictos que abren desafíos y amenazas para nuestras sociedades al impactar en las esferas claves de nuestra sociedad: en la política, la economía, la educación y, como no, en el mundo del trabajo.

Nombraré algunos de los “rostros” de esas crisis globales que se combinan y potencian: catástrofe ecológica, declive de las democracias liberales, automatización del trabajo y el colapso de la salud mental. Aunque me concentraré en la cuestión del trabajo, me niego a ver esto sólo como lo relativo al miedo a la automatización: hace rato se viene diagnosticando una crisis del trabajo que, desde luego, tiene su correlato en una crisis del sindicalismo.

No partiré, entonces, por el supuesto –y temido– “futuro del trabajo”, la automatización y robotización, sino por lo que parece un extraño contrasentido: la persistencia de viejas formas de explotación que se creía, o se decía, estaban extintas. El escritor y filósofo español Santiago Alba Rico lo describe así: “Barcos-Factoría, asalariados reclusos, maquiladoras, trabajo infantil creciente, esclavitud (e incluso una nueva jornada laboral potencial de 65 horas en Europa), junto a un ejército de reserva desgastado (…) por la droga, la bebida, la violencia recíproca, la desestructuración familiar, y el sicariato” (Alba Rico, 2018). Al contrario de quienes creen que el trabajo industrial “pesado” va en desaparición, China e India, dos economías monstruosas, tienen a más del 60% de su población trabajando en el sector primario y secundario, en condiciones bien lejanas a los mínimos modernos de los derechos laborales. Más bien lo que hay es una intensificación de la explotación a la vieja usanza, con abaratamiento del salario y creando desempleo masivo.

En Europa, el escenario es un crecimiento del trabajo precario y marcos de leyes laborales cada vez más flexibles que afectan a trabajadores del retail, call centers, y franquicias mundiales. En esos trabajos mal remunerados, fragmentados en los horarios y estandarizados globalmente, hay escasas perspectivas de un trabajo que signifique creatividad, aprendizaje o construcción de vínculos laborales y sindicales estables y solidarios. En este escenario es que se activan feroces luchas entre los nativos o nacionales e inmigrantes. Emerge también una profunda actitud de desconfianza entre los mismos miembros de la clase trabajadora que, bajo la amenaza del desempleo, el endeudamiento excesivo y la desprotección social, prefiere no organizarse ni luchar por sus derechos.

La clase trabajadora está enfrentando la desaparición de la fábrica, lugar donde se podía constituir una subjetividad laboral y vinculo sindical. Hoy muchos trabajadores se sienten parte de la sociedad en los lugares de consumo y de entretención, no los de trabajo. Así, lo que define a los asalariados ya no es más su pertenencia y vínculo con el trabajo.

Como se sabe, en las primeras etapas del capitalismo los trabajadores formalmente vendían su trabajo, pero mantenían un conocimiento respecto de sus tareas y una capacidad no menor de organizar las condiciones –e incluso el sentido– de las tareas del trabajo. Luego, la introducción de las máquinas fue convirtiendo el trabajo humano en movimientos de fuerza y ritmos mecánicos, por lo tanto, el saber proletario sobre el trabajo se fue desvalorando poco a poco, dejándolo bajo control de la emergente administración científica del trabajo, la psicología laboral y de los teóricos del management.

Hoy, como cualquiera se puede dar cuenta, el sistema se organiza desde el consumo: lo importante es crear deseos y prometer experiencias a través de la publicidad, el marketing y los medios de comunicación, que produzcan el efecto de que trabajadores y trabajadoras, recién pagados, quieran sentirse bien con ellos mismos, reconocidos e integrados social mediante actos de consumo.

El trabajo no es más que un medio para poder acceder a ello, pero implica, al mismo tiempo, que la vida psíquica de los trabajadores (sus afectos, deseos, sueños) están a disposición de una maquinaria de producir, seducir, consumir, rentabilizar y desechar. Hay que agregar el papel que juega en esto el sector financiero y bancario del capitalismo, y cómo la deuda constituye para muchas y muchos una verdadera forma de vida (o más bien de desvivirse para pagar). Este consumo hoy ha pasado de objetos o cosas -algunas necesarias, otras más bien lujosas- al consumo de imágenes, a la atención atrapada por pantallas de celulares y en las redes sociales, deseos anticipados por algoritmos, y al trabajador convertido en “socio” de plataformas digitales como Uber, Rappi u otras.

La crisis no sólo es que se desdibuje el lugar del trabajo en la vida social: hay un malestar en el trabajo. Los índices de salud mental relacionados con la experiencia en el trabajo son preocupantes (stress, depresión, suicidios, episodios de violencia, burnout, consumo de drogas, acoso sexual y moral, etc.). De modo generalizado, el miedo a perder la pega, a fracasar, a no ser suficiente, a no quedar seleccionado, a no ser bien evaluado, a no cumplir las metas, a no poder llegar con lo necesario a fin de mes, carcome la seguridad existencial de muchas y muchos. La desprotección no es sólo jurídica, sino también sindical; el abandono no sólo está en la creencia extendida de que cada cual ha de rascarse con sus propias uñas, sino en el hecho de que perder vida sindical es perder comunidad, compañerismo y, en gran medida, también existencia política: o sea, posibilidad de articular conciencia, lucha y resistencia desde el trabajo hacia aquellos aspectos opresivos y patológicos de nuestra organización social.

Y ahora sí cabe abordar el tema de nuestro tiempo: la automatización del trabajo. Una primera cosa que salta a la vista es que se la pinta ya sea como una utopía tecnológica de mayor calidad de vida y tiempo libre o una distopía de desempleo masivo, manipulación digital, y monitoreo tecnológico permanente.

Si las primeras máquinas de la revolución industrial reemplazaron el músculo por los engranajes, las máquinas de la revolución informática están reemplazando el cerebro y nuestras capacidades cognitivas. Las máquinas están sustituyendo trabajo cualificado y no cualificado. La capacidad de acumular y manejar gigantescas cantidades de datos, sumada al poder de organizar, aprender y predecir de los nuevos programas computacionales, y, finalmente, la tendencia conectiva expansiva de las redes de internet, configuran, las tres juntas, un desafío a la creencia en la excepcionalidad de la inteligencia humana.

Peter Frase, en Cuatro futuros (2020) nos llama a recordar que la tecnología eliminando puestos de trabajo es una constante del capitalismo. El viejo Marx decía: reemplazo de capital variable por capital constante. La profundidad del proceso, en cambio, es inquietante: hoy es factible tener robots respondiendo en call centers, revisando documentación legal e incluso cuidando niños. Y ya hay avances en la robótica aplicada a trabajos finos que se creían vedados a las máquinas.

La historia de la automatización es también la historia de la lucha contra los sindicatos: a medida que ganan poder e influencia, más crece la presión de los patrones por introducir automatizaciones. Pero la dirección de la tecnologización del trabajo tiene un componente político, que nace de la naturaleza económico-política del sistema que habitamos, es decir, de qué forma se organiza un poder económico sobre el trabajo, que va siempre acompañado de una dominación política sobre la sociedad.

No hay que olvidar que el capitalismo, aun cuando tiene pinta de sistema impersonal o se lo glorifica como una racionalidad económica “pura”, es un régimen de acumulación manejado por una élite que controla no sólo el poder de invertir y generar empleo, sino también el acceso al crédito, gestiona y organiza el trabajo, ocupa los más altos cargos del Estado, y copa los medios de comunicación para producir la legitimidad y obediencia que necesita.

Frente a la catástrofe ecológica (que puede traducirse en disminución del hielo marino, acidificación de los océanos, procesos de desertificación, mega incendios y tormentas extremas, etc.) la cuestión política es a quién beneficiará –o a quién salvará– este mundo de robots y superalgoritmos. Al menos podemos decir que no es algo definido de antemano.

Esto nos lleva a otra conversación. Se trata del tan cacareado “fin de las clases sociales”. No es, por supuesto, el cumplimiento del sueño comunista de una sociedad sin clases sino, más bien, la evidencia de que la identidad de clase de las y los trabajadores se ha ido debilitando. El escenario social del capitalismo global puede ser retratado más que con la imagen de una lucha de clases como el de una minoría transnacional que acumula cada vez más capital monetario, cultural y social, y unas variopintas mayorías que no ven mejorar sustantivamente sus condiciones de vida, a pesar de los avances científicos y tecnológicos, y en un contexto de creciente incertidumbre y ansiedad.

El sindicalismo en su dimensión política clásica oponía trabajo a capital y proletariado a la burguesía. Hoy lo político se muestra como la reivindicación de un heterogéneo pueblo indignado y en revuelta frente a una élite que ha capturado las instituciones democráticas, y ha traicionado el mandato de obedecer a la voluntad de las mayorías.

Respecto a la cuestión del concepto y realidad de la clase social, las posiciones más tradicionales a este respecto (como el marxismo) han tenido que ir aceptando que la lucha social y política va centrándose en otras categorías y sujetos antes menospreciados como las mujeres (feminismo), los grupos racializados (antirracismo), las especies no humanas o la naturaleza (ecologismo). Como señala la filósofa Nancy Fraser, hoy las luchas en torno a nuestras crisis son luchas de frontera: en qué medida somos capaces de reapropiarnos de nuestras instituciones públicas; cómo somos capaces de contener la depredación de la naturaleza y asegurar un futuro habitable para las próximas generaciones; cómo somos capaces de reorganizar la sociedad para que la igualdad no sólo valga para los del mismo género. Especialmente dentro de esta materia, cabe destacar la lucha feminista para que los trabajos de cuidado, reproducción doméstica y sostén afectivo de las relaciones más básicas no sean exclusiva y forzosamente impuestos a las mujeres.

Por supuesto, nada de esto significa que la cuestión de la economía ya no importe. Hoy más que nunca es necesaria la crítica del capitalismo por el “triple descenso” (de la productividad, de la igualdad social y de la estabilidad financiera) y el “triple fracaso” (propuesto por el filósofo Luis Arenas en Capitalismo cansado): el fracaso ecológico que significa mantener un sistema que tiende al crecimiento infinito a expensas de un planeta con recursos agotables; el fracaso social de un mundo que genera grandes riquezas y fortunas y al mismo tiempo acelera el aumento de la desigualdad; el fracaso individual de un sistema que cifra el sentido último de la vida en el consumo pero que genera masivamente insatisfechos crónicos, personalidades débiles y existencias carentes de belleza y trascendencia.

Para ir cerrando este punto hay que decir que la identidad de la clase trabajadora no se agota sólo en los cambios en los modos de producción y las relaciones laborales: ella también es algo que se construye, y esa construcción, como movimiento general y como definición es ya, en sí misma, una lucha política que como tal responde a los desafíos de una experiencia social que tiene sus particularidades nacionales, heterogeneidades sociales, trayectorias históricas propias y diversas gramáticas morales.

Lo que se quiere decir con esto es algo tan simple como que no hay que esperar que el sindicalismo resucite de los propios movimientos de la economía, ni tampoco que se disponga una fórmula universal para recuperar la conciencia de clase. Quien quiera involucrarse tiene que aprender a pensar en diversos registros: lo local y lo global, lo particular y lo universal, lo territorializado y lo planetario, etc. Recordar esto es importante para nuestro último tema, que sólo tocaré tangencialmente: la crisis del sindicalismo.

Desde los años 70 la clase obrera experimentó un proceso de desestructuración consecuencia más o menos directa de las reformas neoliberales. A algunos, especialmente liberales pro mercado, les molesta el término “neoliberalismo”. Sin adentrarme en mañosas controversias sobre este término, sólo quiero señalar que con él se señala un movimiento, que comenzó a finales del siglo XX, a favor de reimpulsar las tasas de ganancias empresariales, restaurar el poder de las élites económicas y frenar las demandas por mayor democracia y justicia social en el trabajo que ganaron mucho terreno en los 60 y 70. Esto va de la mano con una financiarización, mundialización y desregulación de los mercados, incluidos los mercados de trabajo.

Se socavó, al menos en los países europeos con Estado Benefactor, la idea del compromiso de regulación democrática del trabajo a través de la negociación tripartita (trabajadores, empresarios y Estado). Como dice Wolfgang Streeck, el capital se rebeló ante la sociedad y el Estado como un actor político que lucha por generar condiciones sociales, políticas y culturales que aumenten su rentabilidad, incluso en desmedro de la democracia y de las personas.

Desmantelar la fortaleza sindical implicó debilitar al Estado, aprovechar el desempleo estructural, desproteger a la población, recortar servicios públicos, etc. El debilitamiento del sindicalismo ha significado que las materias laborales pasen a ser materia de decisión de expertos en ingeniería económica, consejos de accionistas, tecnócratas de organismos económicos internacionales y los sube y baja de los índices del mercado mundial.

Desde esa perspectiva, el neoliberalismo es, a la larga, una forma de gobernar la sociedad por el mercado, creando un entorno de competencia y estímulos de consumo, que se basa en una forma de entender a los seres humanos como un homo economicus: un yo propietario, egoísta, competitivo, calculador y hedonista. Esto va directamente en contra de los supuestos humanistas, modernos e ilustrados que reconocemos en la tradición occidental del sindicalismo: los derechos sindicales son una extensión de los derechos sociales y la lucha por justicia social que brota, a su vez, de la comprensión de los derechos humanos como horizonte normativo universal para cumplir los ideales modernos de libertad, igualdad y solidaridad.

Los estudios del trabajo muestran que hay tendencias de largo aliento, que se remontan a los años ochenta del siglo XX, que han ido socavando los mecanismos de negociación y dialogo sindical, las identidades del trabajo, los recursos organizativos y las estrategias de intervención de los sindicatos. Con esto, han bajado tanto la afiliación, la representación y la cobertura de la negociación sindical. En esta situación han convergido tres crisis: la crisis económica, la transformación del sistema productivo y las problemáticas propias del sindicalismo como movimiento histórico. Desde la crisis económica del 2008 se puede observar, a grandes rasgos, una desregularización laboral, devaluación salarial y el aumento del desempleo. Dicha crisis abrió un campo de ensayo y experimentación general para que los estados aplicaran medidas de austeridad fiscal, transformaran deuda bancaria en deuda pública, desregularan condiciones contractuales y salariales, recortaran servicios públicos, desactivaran procesos de diálogo social sindical, y sujetaran a los países a políticas económicas trasnacionales, etc.

Esto cuajó en una pérdida de la capacidad para intervenir en el primer nivel de la distribución de la renta (salarios, condiciones de trabajo y regulaciones contractuales) y en el segundo nivel de redistribución de la riqueza (políticas fiscales, prestaciones sociales, marco de relaciones laborales, etc.). Puede que, en una extraña paradoja, el rol que asumieron los sindicatos tanto a nivel de negociación y gestión intra-empresarial como a nivel de discusión tripartita de políticas laborales, haya, al mismo tiempo, producido una distancia de sus afiliados, al generar una percepción, en un contexto de fuertes asimetrías entre el poder patronal y sindical, de una organización que se implica más como interlocutora y mediadora que como defensora de los intereses de la clase trabajadora.

A pesar de que el carácter de contrapoder o contrapeso que ejercen los sindicatos respecto del poder del empresariado y del gobierno, la visibilidad y legitimidad social del sindicalismo ha sido puesta reiterada y maliciosamente en cuestión por parte de empresarios, políticos y medios de comunicación, acusando a los sindicatos y sus representantes de generalizada ineficacia, burocracia, corrupción, obstáculo a la creación de puestos de trabajo, etc. Revertir esto, por supuesto, es una cuestión de comunicación, de participación social y de ética. En contra también hay un potente discurso neoliberal que entiende al trabajador como un emprendedor solitario que ha de incorporar en su gestión personal las herramientas del management y el coaching para ir fortaleciendo su posición en la competencia por el mercado laboral. Según Pere J. Beneyto (2017), la consecuencia del debilitamiento global del sindicalismo está íntimamente conectada con el crecimiento de la desigualdad mundial.

La clave que hay que observar es el poder de asociación general de los sindicatos, sobre todo como capacidad de afiliación. Esto dependerá del modelo de relaciones laborales que sea el marco de la acción sindical en cada país. Sin embargo, se puede decir, hay un poder organizativo que resulta también vital: las capacidades de gestionar los recursos disponibles, la oferta de servicios y beneficios que brinda el sindicato, el modo en que crea redes y conexiones asociativas mayores, los mecanismos de participación interna y la ética de las y los representantes sindicales.

En los sindicatos hay una vía directa para poder captar los problemas emergentes de la sociedad. Los campos de acción fijos, centrados en el sector productivo o territorios acotados hoy tienen que adaptarse a la condición variopinta de los asalariados y el formato en red que asumen las empresas actuales. Frente a la concepción individualista y formal de la relación contractual y laboral hay que luchar por recuperar el sindicato como un modo de vivir, pensar y actuar el trabajo grupalmente y desde la proximidad, acercando a colectivos sub representados: jóvenes, estudiantes, mujeres, inmigrantes, técnicos y profesionales free lance, desempleados, pensionados, etc. De hecho, han sido estos grupos los que han formado la base de recientes movimientos de protesta y revueltas sociales como los que se vivieron en Chile el año 2019.

En suma: hay que reivindicar, repensar y renovar el sindicalismo desde una ética que se haga cargo, haga propuestas y tome acción frente los problemas y crisis emergentes (tecnología, catástrofe ecológica, salud mental, etc.) poniendo énfasis en los valores más atesorados por la tradición sindical (justicia social, igualdad, democracia, dignidad, libertad sindical, derechos sociales, etc.) y los nuevos valores que hoy movilizan a la sociedad (reconocimiento de la igualdad de género, justicia intergeneracional, protección del medio ambiente, derechos de las especies no humanas, pueblos originarios, etc.)

Para terminar, quisiera recordar que “crisis” proviene del antiguo lenguaje médico. Ella quería señalar el momento más álgido de una enfermedad, el punto crucial en que una enfermedad se definía como proceso: o empezaba a recuperarse el cuerpo o empeoraba hasta la muerte. La crisis era, entonces, el momento de juicio y decisión, la oportunidad de ganar perspectiva y fortalecer la salud del cuerpo, en este caso, de la organización sindical. Como decía una frase de Mao: reina un gran desorden bajo el cielo; la situación es excelente.

Martín de la Ravanal
Profesor de Ética y Filosofía Social y Política en las universidades de Santiago y Alberto Hurtado.