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Opinión

La memoria dormida

Por: Rodrigo del Villar | Publicado: 05.05.2022
La memoria dormida Diorama del campo de prisioneros Melinka Puchuncaví |
Mi tercera estación debía ser Puchuncaví, aprovechando un viaje familiar a Papudo a la casa de mis padres. Llegamos al campo ingresando por el camino original. En el ingreso había un gran cartel arrumbado a un costado del camino, un mudo testigo de esos años decía: “RECINTO MILITAR ARMADA DE CHILE”. Hasta el día de hoy me arrepiento por no haberlo rescatado.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”
[Cien años de soledad, Gabriel García Márquez]

Con Dylan como música de fondo, inspiradora, escribo estas líneas que dicen relación con el tema de la memoria dormida y el despertar de esta.

Estas líneas son sobre Melinka, aunque no desde la perspectiva de nuestra Corporación de Memoria y Cultura de Puchuncaví, sus logros y avances, sino desde su real origen que mucho tiene que ver con mi propia historia y una idea especial un poco loca y un poco utópica en sus inicios y de cómo nació esta.

Para ello, debo retroceder en el tiempo a mayo de 1976, fecha en que contra mi voluntad y deseo debí abandonar el país. A mi salida de Tres Álamos se me dio un plazo perentorio de quince días para encontrar acogida en algún país, caso contrario debía atenerme a las consecuencias bastante obvias, por cierto.

El 29 de mayo de 1976 Roberto Kozak, un amigo entrañable, encargado del CIME en Chile, me acompañó al aeropuerto y subió conmigo al avión para asegurarse de que nada ocurriese con mi seguridad. Finalmente, bajó del avión pocos minutos antes que se cerraran las puertas y el Lufthansa despegara de suelo chileno. Fue uno de los viajes más largos de mi vida, primero Buenos Aires, luego Frankfurt, Copenhague y finalmente Estocolmo.

Desde el momento que pisé suelo escandinavo todo cambió radicalmente: un país bonito, primavera soleada, un idioma indescriptible y un pueblo generoso y solidario partiendo por su primer ministro gran amigo del Chile democrático, Olof Palme.

Paradojalmente, y tal como a muchos otros chilenos, descargué mi frustración y rabia contra este país; rechacé todo lo que fuese Suecia y su gente, aunque la realidad me fue indicando que ese era el camino equivocado a seguir. Así, paulatinamente fui asumiendo la nueva realidad que, con la llegada de Silvana, mi compañera de vida, se me fue haciendo cada día más llevadera.

Junto a un grupo de camaradas, con los que teníamos más o menos un mismo recorrido por los diferentes campos de prisioneros, trabajábamos en el Chile Kommitet denunciando los atropellos de la dictadura cívico-militar y sumándonos a la solidaridad internacional con el pueblo chileno.

Todo esto fue paulatinamente adormeciendo la memoria de Villa Grimaldi, así como Tres y Cuatro Álamos, lugares en los que estuve largo tiempo detenido. Eran historias demasiado dolorosas y que mi inconsciente de alguna forma quería esconder.

Así pasaron muchos años en que la cotidianidad y el tiempo absorbían mis pensamientos. El trabajo y los dos adorables hijos llenaron nuestras vidas pese al dolor del exilio forzado y a la lejanía de los seres queridos que quedaron en Chile.

En abril de 1990, una muy querida mujer, madre de mi amigo de toda la vida, me escribió preguntándome si yo podría entregar un testimonio por un camarada del MIR de quien no había mayor información. Martita Muñoz fue prisionera de la DINA en Villa Grimaldi y luego en Cuatro y Tres Álamos. Ella era un ser de una dulzura y luminosidad como pocas, siempre generosa y disponible a levantar el ánimo de las compañeras que se encontraban más débiles. De alguna manera cumplía el rol de madre con muchas hijas.

En su carta me preguntaba si estaría dispuesto a entregar testimonio por un militante del MIR. Hugo era ex alumno del Liceo Manuel de Salas, compañero de mi hermana Victoria. Él era una gran persona y camarada que al momento de su detención tenía 25 años. Posteriormente, me envió un formulario que debía llenar. Al abrir el sobre y leerlo, me sentí incapaz de escribir algo, mi mente estaba completamente bloqueada y no sabía por dónde empezar. Lo primero que se me ocurrió fue tratar de hacer un plano de Villa Grimaldi: lo hice con algunos errores, pero en general bastante aceptable, a mi parecer. Así, de pronto empezaron a fluir imágenes y recuerdos de situaciones, rostros de camaradas, de lugares físicos, del dolor, la angustia y la sorna de nuestros carceleros.

Mi testimonio fue muy doloroso. El 13 de enero de 1975 fui detenido por la DINA, era el día del funeral de mi padre. Fui llevado a Grimaldi. Allí me sacaron la venda y me pusieron frente a Hugo. Me impactó ver su estado: su rostro desfigurado por los golpes y la tortura, sus ropas hechas jirones y sangre por todo el cuerpo, herido a bala en las piernas. Para mí es un recuerdo imborrable y tremendamente doloroso. Muchos años después me enteré que fue asesinado ese 13 de enero en la tarde por agentes de la DINA. Creo que fui la última persona en verlo con vida.

Con estos recuerdos despiertos, volví a la realidad de un exilio sin fin. Además del exilio, la dictadura me incluyó en un listado nacional de gente con prohibición de ingresar a Chile. La famosa letra “L” que también le pusieron a Silvana. Hoy ese pasaporte está en exhibición permanente en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago. Finalmente, se me permitió volver a tierra chilena, ambos terminábamos nuestras carreras universitarias en la ciudad de Lund, Suecia, por lo que el anhelado regreso no podía ser inmediato. En septiembre de 1991 retornamos al país; fue una mezcla de gran alegría y pena pensando en tantos camaradas que sacrificaron sus vidas y con quienes compartí momentos muy duros, pero de mucha camaradería y solidaridad.

Una de mis primeras salidas fue ir a Grimaldi, que en esos años permanecía cerrada y sólo era posible mirar hacia el interior a través de una mirilla en el portón de fierro. Al interior, sólo se veía maleza y altísimas hierbas, prácticamente nada físico, salvo el muro rojo y los portones de acceso.

La segunda visita fue a Tres y Cuatro Álamos. Nunca tuve clara su ubicación. Mi hermana me llevó. Sólo pude ver por un lado un muro alto y los techos de la casa.

Mi tercera estación debía ser Puchuncaví, aprovechando un viaje familiar a Papudo a la casa de mis padres. Llegamos al campo ingresando por el camino original. En el ingreso había un gran cartel arrumbado a un costado del camino, un mudo testigo de esos años decía: “RECINTO MILITAR ARMADA DE CHILE”. Hasta el día de hoy me arrepiento por no haberlo rescatado. Por desgracia el auto era pequeño y no cabía.

La visita fue impactante, estábamos con Silvana y los niños que poco o nada entendían de lo que allí había ocurrido y de nuestras emociones. Les contamos de nuestro matrimonio en ese lugar donde no quedaba nada físico de esa época. Después de recorrer el campo sin dejar un pedazo de tierra sin pisar, volvieron a mi mente los fantasmas del pasado. Los rostros de tantos camaradas queridos, de los oficiales, sargentos y cosacos, los castigos, las formaciones, los trabajos forzados, las retretas nocturnas y la actividad interminable de los prisioneros políticos, ya fuese trabajando artesanías varias, dictando cursos y charlas de los más variados tópicos, la cultura a través de la música y el teatro, los telares y el esparcimiento que iba desde la brisca, el dominó, al fútbol y básquetbol. Es impresionante cómo fluyen las imágenes una tras otra en cosa de segundos.

El viaje terminó, pero el bichito de Puchuncaví quedó incrustado en la mente. Algo se debía hacer para salvar ese lugar tan abandonado.

Pasaron muchos meses y mis visitas al campo se hicieron cada día más frecuentes. Mi pensamiento era simple: un sitio como este no podía desaparecer sin más, siendo parte de la vivencia de tanta gente y de una historia humana tan importante de la historia reciente de nuestro país.

A partir de ese momento, iniciamos un largo camino junto a Gonzalo Silva. Amigo entrañable y compañero de toda una vida. Partimos solicitando reuniones con los alcaldes de turno y los respectivos consejos municipales. Yo llevaba la memoria del campo y Gonzalo la cámara en su mano, grabando desde el primer momento en que todo esto se inició. Fuimos un dúo eficiente, majadero y molesto para algunos concejales de la época. En esos tiempos la empatía a nuestra causa era nula por parte del Consejo Municipal.

Perdimos la cuenta de cuántas presentaciones realizamos. Inicialmente se integraron otras personas del campo, como Gerardo García Huidobro, Miguel Montecinos, Hernán Plaza, Quique Cruz y Rafael Chavarría, el Benjamín del grupo. Éramos pocos, pero muy conscientes del deterioro del sitio, la permanente destrucción de los pocos vestigios aún existentes producto del clima y la actividad humana. Para quienes fuimos parte de esta historia, el espacio físico sencillamente estaba destruido, vacío: no quedaba nada de sus construcciones originales y los pocos vestigios existentes se deterioraban rápidamente. Sólo era tierra y maleza. Este es el motivo que nos llevó a conformarnos como Corporación y a luchar por el rescate de un lugar tan emblemático como Melinka Puchuncaví, otrora lleno de vida con la alegría de aquel lejano campo de veraneo para trabajadores y sus familias y la posterior resiliencia de quienes vivimos allí como prisioneros políticos. Gente digna, solidaria y consecuente con sus principios.

El trabajo de nuestra Corporación ha sido enorme, sin recursos propios, pero con un grupo humano de un valor incalculable entre ex prisioneros políticos, familiares y profesionales jóvenes que en su mayoría son compañeras mujeres, así como amigos de la Corporación residentes en la comuna de Puchuncaví y en la Región de Valparaíso.

Es una enorme satisfacción y, por qué no decirlo, orgullo, ver los avances logrados en estos pocos años. Sabemos que el camino es largo, pero confiamos el avanzar hacia un futuro que estará lleno de logros y éxitos.

Rodrigo del Villar
Presidente de la Corporación de Memoria y Cultura de Melinka-Puchuncaví.