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Opinión

Educación inclusiva y la agotadora presencia del SIMCE

Por: René Valdés | Publicado: 11.05.2022
Educación inclusiva y la agotadora presencia del SIMCE |
El SIMCE no sólo afecta las formas de actuar de la escuela, sino su sentido; el ideal ético que significa el encuentro en las comunidades escolares y uno de los principios rectores de la actual Estrategia Nacional de Educación Pública: el proyecto de una educación inclusiva.

El Consejo Nacional de Educación, en abril de 2021, aprobó 11 pruebas SIMCE por año para el periodo 2022-2026. En esa época teníamos un crecimiento exponencial de contagios en el país y las escuelas ensayaban las primeras experiencias de la vuelta a clases presenciales. Un año después, el ministro de Educación solicita la suspensión de la prueba SIMCE debido a la poca efectividad de comparación de resultados, al agobio que viven las escuelas y a la falta de presupuesto para gestionar su aplicación. Este llamado fue apoyado por el Colegio de Profesoras y Profesores.

Todos los años las escuelas chilenas se someten a esta evaluación estandarizada que evalúa principalmente indicadores de cobertura curricular. Según los puntajes obtenidos, las escuelas son clasificadas para ser intervenidas y reciben incentivos económicos y niveles de autonomía según su categoría de desempeño. Las escuelas que alcanzan cuatro años consecutivos en categoría mínima ingresan en el llamativo grupo de centros que pueden ser desprovistos de reconocimiento oficial por parte del Mineduc.  

Los efectos de la prueba SIMCE han sido ampliamente reportados por investigadoras e investigadores chilenos. Los más representativos son los siguientes: condiciona el financiamiento, crea estrés para profesores y estudiantes, reduce el currículum escolar, afecta la innovación pedagógica, promueve la desprofesionalización docente e incentiva prácticas de entrenamiento. Estos efectos provienen precisamente de la racionalidad que subyace a SIMCE: se basa en lógicas de control, categorización, ordenamiento, altas consecuencias y funciona bajo amenaza. Sin embargo, el SIMCE no sólo afecta las formas de actuar de la escuela, sino su sentido; el ideal ético que significa el encuentro en las comunidades escolares y uno de los principios rectores de la actual Estrategia Nacional de Educación Pública: el proyecto de una educación inclusiva.

Instalar y desarrollar procesos inclusivos en las escuelas es un proceso lento, multidimensional, en ocasiones disperso, no lineal, que afecta diversos niveles, procesos y actores. Requiere de tiempo, flexibilidad, participación escolar, democracia, apertura a las diferencias, creatividad y, sobre todo, de una cultura escolar que celebre la diversidad y defienda la justicia social. Para la consecución de todos estos elementos el SIMCE se transforma en una presencia agotadora. Se presenta como un dispositivo que representa todo lo contrario; estandarización, producción de sujetos individuales, tecnificación, ranking, competencia, prioridad en los resultados, descontextualización pedagógica y una curiosa forma de entender la calidad de la educación.

En el contexto de un proyecto Fondecyt (N° 3200192), que estudia la relación entre liderazgo escolar y educación inclusiva, hemos visto que tanto profesores como equipos directivos perciben la prueba SIMCE como una barrera que tensiona los procesos culturales asociados a la inclusión escolar, ya que configura al alumnado con necesidades de apoyo como una amenaza al rendimiento, obstaculiza la flexibilización y adecuación de la enseñanza y no entrega información útil para atender la diversidad. Estos relatos concuerdan con la evidencia nacional e internacional y muestran que la preeminencia de un sistema estandarizado con altas consecuencias lesiona las aspiraciones por un modelo inclusivo y crea contraposiciones para entender los fines de la educación y de la pedagogía.

Avanzar en inclusión implica repensar las formas en que, primero, entendemos calidad educativa y, segundo, consensuamos los modos en que la evaluamos.

En este contexto, es indispensable llevar adelante nuevos formatos para evaluar el aprendizaje de las comunidades escolares en torno a instrumentos locales y comprensivos, que evalúen diversas dimensiones y procesos, que considere la complejidad de las trayectorias de las escuelas y oriente decisiones concretas para apoyar el tránsito de las comunidades hacia un modelo de inclusión en que todos aprendan, participen y progresen. Por lo tanto, parece una buena noticia este llamado a intervenir el SIMCE en función de los argumentos que ha dado el ministro, pero también en función de un cambio de paradigma que considere la inclusión como sinónimo de la calidad de la educación en Chile.

René Valdés
Académico de la Facultad de Educación y Ciencias Sociales de la Universidad Andrés Bello.