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Opinión

Hoy no se fía, mañana sí

Por: Jaime Collyer | Publicado: 19.07.2022
Hoy no se fía, mañana sí Amarillos por Chile |
La derecha vuelve a proclamar que primero hay que frenar de algún modo, y por cualquier medio, el proceso democrático para, después de eso, y solo después, “democratizar” el país de verdad, rechazar para modificar; «hoy no se fía, mañana sí»…

Robespierre solía decir que “el pueblo quiere el bien, pero no siempre lo ve”. Partiendo de esa premisa tan excluyente, él mismo resolvió mostrarle al pueblo francés el camino virtuoso mediante el uso sumamente indiscriminado de la guillotina. El razonamiento más o menos explícito de la élite partidaria del rechazo es parecido: solo un club selecto de gente de la más fina cepa republicana, dice ella, podría haber hecho algo bueno y razonable en la Convención Constitucional, no la “chusma” que se coló dentro de ella. Es que el pueblo chileno quiere el bien, pero no siempre lo ve al gusto de sus élites, insisten sus voceros, aunque se cuiden de añadir a la frase esta última parte. Robespierre era, en ese sentido, un punto más sincero.

Siempre ha habido en el discurso de la derecha y sus adláteres útiles una discordancia palpable entre los fines tan patrióticos y virtuosos que enarbolan, y los medios execrables que han puesto en práctica para alcanzar esos fines. La impronta de Pinochet al proclamar que ellos no tenían plazos para democratizar el país, sino metas, era una prueba en sí misma de esa contradicción: como si un delincuente cualquiera proclamara un día que él va a robar y estafar por un rato no más, hasta cumplir los cuarenta digamos, y después de eso se volverá un ciudadano ejemplar, todo un caballero, y además demócrata. Ante la disyuntiva que ahora se plantea en septiembre ocurre algo parecido: la derecha vuelve a proclamar que primero hay que frenar de algún modo, y por cualquier medio, el proceso democrático para, después de eso, y solo después, “democratizar” el país de verdad, rechazar para modificar; hoy no se fía, mañana sí.

Un tercer aspecto del escenario mediático es el de la polarización. Con Warnken a la cabeza, empleando él mismo ese tono como de homilía que caracteriza sus intervenciones, estas almas virtuosas del rechazo han proclamado desde hace rato que les dolía en el alma la polarización desgarradora a que estábamos asistiendo. Con ese discurso plañidero, se las arreglaron para polarizar ellos mismos las posiciones y la escena y llevar en parte el debate (solo en parte) a los términos que secretamente deseaban: en un escenario tan polarizado e intolerante, decían ahora, ellos no podían debatir en serio.

Su mala fe en este caso es flagrante: primero revuelven ellos la cancha, ese escenario que el 80% de los chilenos elegimos, y después lo denuncian como un río revuelto inaceptable. Es sorprendente, en este sentido, lo que casi ha conseguido Warnken con su propia cruzada narcisista (en que se advierte, además, una cuota de obsolescencia, de esa que les sobreviene a los protagonistas de la farándula a las puertas de la madurez tardía), pero la última palabra la tendrá, por fortuna, el pueblo chileno en la soledad de las urnas, cuando ya no lleguen hasta él los aullidos y homilías que han buscado disuadirlo de sus propias opciones legitimadas hace rato por las propias urnas.

Este gesto olímpico ante las preferencias electorales masivas y mayoritarias es, a la vez, algo histórico y una tendencia preclara de varias de las facciones que hoy adscriben al rechazo, o de sus herederos políticos. Como ocurrió en marzo de 1973 (los que lo vivimos seguimos recordándolo), cuando el gobierno legítimamente elegido obtuvo el 44% de los votos emitidos. Era mucho y no calzaba con las encuestas del desgaste gubernamental que la derecha propiciaba y difundía por entonces. Fue la señal para que esos conspiradores en las sombras adelantaran su plan de arrasamiento de la democracia. Hoy, en el plebiscito de entrada, la cifra fue casi el doble de esos resultados, pero eso no implica que para los detentadores de la verdad elitista sea más significativa. Si la sartén no la tienen ellos por el mango, pues habrá que desechar la sartén y sustituirla por el fuego directo.

En última instancia, cabe mencionar lo muy escasa que hoy resulta la credibilidad de algunos de los voceros más vistosos del rechazo. Parada pasó sin ningún asco ni pudor del sitial dorado que se le concedió durante los treinta años a los salones de la derecha; Rincón cruzó a su vez, por la puerta giratoria, de su posición en uno de los gobiernos concertacionistas al directorio de una AFP, cargo directamente relacionado con su rol previo en el gobierno, tampoco en su procedimiento hubo mucho pudor; Velasco fue uno de entre la escasa media docena de intelectuales occidentales que aplaudió (en The Clinic) la intervención norteamericana en Irak y celebró la búsqueda de esas “armas de destrucción masiva” que nunca fueron habidas, y nunca, que yo recuerde, ha dado explicaciones por su gesto; Harboe contribuyó a su modo a la militarización de la Araucanía antes de llegar a esta fase en que nos relata las grandes ilusiones con que entró en la Convención Constitucional. ¿Alguien puede creer que se postuló al organismo por su voluntad de servició público?

Difícil confiar en estos personajes y voceros que aún se proclaman de “centroizquierda” (¡!), por más que la prensa tan sesgada en sus convicciones se aboque a promoverlos o difundir encuestas truchas coincidentes con sus proclamas. Es que el pueblo chileno quiere el bien y, a estas alturas, me da la impresión de que lo ve muy claramente. Nosotros somos el pueblo.

Jaime Collyer
Escritor.