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Opinión

Política y emoción: ¿el futuro de Chile dónde está?

Por: Ángela Erpel | Publicado: 01.09.2022
Política y emoción: ¿el futuro de Chile dónde está? |
En esta sociedad líquida en la que habitamos, estas elecciones han sido complejas de descifrar para la maquinaria de las encuestas y para los políticos de la vieja guardia que se niegan a salir de escena. Tan sólo el 4 de septiembre, Chile podrá corroborar si es que, como dice una popular canción, “la emoción confirma el sentimiento” y nos da las claves para leer el futuro con otros cristales.

El capitalismo y el patriarcado –y por consiguiente el racismo, sexismo y colonialismo asociados a esta dupla–  han situado la idea de racionalidad en el pedestal de lo deseable, la racionalidad como un valor superior, evidentemente ligado a un único y monolítico sujeto: masculino, blanco, de cierta clase, propietario (no sólo de lo material sino también de lo humano y de lo simbólico), consolidando en el imaginario esta forma absolutizada que subordina los pensamientos diferentes y crea jerarquías convenientes a sus intereses históricos. Desde esta lógica, toda forma no racional es inferior en categoría. En contraposición a esta idea de racionalidad europea, se encuentra el concepto de “emoción”, históricamente asociado a las mujeres y a una romantización nada ingenua de lo indígena.

Etimológicamente, la e-motividad se traduce con el “movimiento del alma o del ánimo”, algo que nos sacude o nos ‘con-mueve’. La palabra aparece registrada en español desde el siglo XVII, cuando llegó del francés émouvoir, que denotaba ‘emocionarse’ o ‘conmoverse’, pero en realidad su uso no se generalizó hasta el siglo XIX. El verbo francés provenía del latín emovere –formado por ex (‘hacia fuera’) y movere–, que significaba ‘remover’, ‘sacar de un lugar’, ‘retirar’, pero también ‘sacudir’, como suele hacer la emoción con nuestro ánimo (alma).

La democracia liberal ha hecho lo suyo con este concepto y ha entendido que toda deliberación y decisión tomada se produce única y exclusivamente por un ejercicio estricto de la lógica. La emocionalidad, entonces, quedaría fuera de la construcción democrática de civilización. La emocionalidad queda reducida a un simple impulso, diametralmente opuesto a la inteligencia; lo emocional surge como propio de seres humanos inacabados, del “otro” no racional, que no pertenece a las capas decisoras.

Pero ha sido gracias a las luchas de estos grupos invisibilizados históricamente (mujeres, pueblos originarios, homosexuales y otros “irracionales”) que se ha reflotado una manera integrada de leer los procesos socioculturales en el siglo en curso, en su reclamo de ser considerados como seres pensantes y no exclusivamente sintientes. Pero en esta idea del pensamiento las emociones no están negadas; al contrario, juegan un rol y están integradas y no disociadas del pensamiento. Sin embargo, no es nada nuevo el concepto del poder de las emociones en los procesos de deliberación y decisión. Este ya era bien conocido por Aristóteles, quien estudia la retórica destacando el papel central de la emocionalidad en el debate político, cuyo objetivo no era tanto alcanzar decisiones puramente razonadas. Persuadir y vencer era más importante que argumentar y convencer. Incluso Adam Smith, en 1753, dio un importante papel a los sentimientos en su seminal libro de economía política.

¿Qué pasa hoy entonces en el clima eleccionario chileno actual, donde se ha puesto sobre la mesa un ejercicio inédito de democracia a la cual este pueblo, en pleno siglo XX, no está acostumbrado? Lo acontecido con la Convención Constitucional es el mejor ejemplo: elegida tras un plebiscito de entrada, con un rotundo 78% de los votos emitidos, en medio de un clima movido y volcánicamente efervescente que fue el estallido social, no tardó en recibir el bombardeo de devaluación por parte de las horrorizadas élites dirigentes del país que, con todos los medios masivos de su parte, buscaron presentar a la Convención como algo caótico, confuso, sin pies ni cabeza, es decir “irracional”, situándolo en la categoría de inferioridad que este término conlleva. Esta representación del pueblo organizado entonces se presentó a través de los medios como un ente más sintiente que pensante, casi un animal sin freno, en contraposición a la alternativa institucional que perpetuaría el orden imperante y que, una vez más, se presenta como ese ideal racional, hegemónico y, por ende, deseable.

Pero, a niveles del pueblo deliberante, las cosas se han manifestado de manera menos prístina que en las teorías. En las campañas respectivas del “Apruebo” y del “Rechazo” se han dado las máximas expresiones de la emoción; es decir, de eso que mueve al alma y la voltea hacia afuera.

Un mes antes de las elecciones nos hemos movido entre apasionados y a ratos insólitos conceptos que se juntan en un sorpresivo caldo: las campañas televisivas oficiales mostrando el odio versus el amor, al tiempo que las reacciones en redes carecen de todo control. Tan sólo una semana antes del día del sufragio, un acto artístico masivo expone públicamente una bandera que sale del ano de una activista transexual. Y horas más tarde el bando contrario se manifiesta en una reivindicación de los símbolos patrios, con la bandera denostada el día anterior, irrumpiendo con una simbólica carreta que atropella violentamente a ciclistas que se manifestaban pacíficamente en la principal calle de Santiago ante los gritos de los presentes.

Todo esto precedido de una agenda noticiosa que creó un clima acorde: asaltos violentos protagonizados por adolescentes sin control, vendedores ambulantes enfrentándose a balazos a plena luz del día, la población migrante siempre presente como sujeto de sospecha constante y, por supuesto, el alzamiento mapuche como un elemento disruptor.

A diferencia de las anteriores elecciones, este plebiscito de salida tendrá como novedad la aplicación del voto obligatorio. Esto marcará una gran diferencia, dado que la participación electoral desde que existe el voto voluntario en Chile se resiste a cruzar la barrera del 50% de sufragios. Hay una mitad de Chile que no sabemos cómo vota, una mitad compuesta mayoritariamente de jóvenes, los que no se rigen tan esquemáticamente con las reglas del juego del siglo XX. La generación análoga es miope frente a muchos códigos de la generación digital.

Las emociones, de todo tipo, pueden provocar resultados imprevisibles. El pesimismo es tan contagioso como el optimismo. El miedo puede inmovilizar como también puede movilizar y con más fuerza. La alegría puede venir con abrazos y besos, pero también con sangre y puñales. La opinión pública de hoy se refleja en esa emocionalidad pujante que posiblemente sea el eslabón perdido para reconectar la política con la gente común y corriente, cosa que la política de la racionalidad masculina, colonial y racista no ha podido lograr.

En esta sociedad líquida en la que habitamos, estas elecciones han sido complejas de descifrar para la tradicional maquinaria de las encuestas y para los políticos de la vieja guardia que se niegan a salir de escena. Tan sólo el 4 de septiembre, Chile podrá corroborar si es que, como dice una popular canción, “la emoción confirma el sentimiento” y nos da las claves para leer el futuro con otros cristales.

Ángela Erpel
Socióloga feminista. Coordinadora del eje Democracia y Derechos Humanos, Fundación Heinrich Böll para el Cono Sur.