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Opinión

El triunfo estratégico del reflujo

Por: Francisco Ojeda Sánchez | Publicado: 07.09.2022
El triunfo estratégico del reflujo Celebraciones por amplio triunfo del Rechazo por sobre el Apruebo en Providencia. | Agencia UNO
Por duro que sea el costo para el país, tal vez esta derrota sea el revulsivo que nos imponga nuevos estándares de análisis y acción política para que las palabras del Presidente se hagan carne: “Nos vamos a demorar un poco más, pero vamos a llegar”.

El categórico triunfo de la opción Rechazo configura una victoria estratégica que consolida el protagonismo de los sectores elitarios, extendiendo el periodo de crisis política que atraviesa el país, toda vez que siembra la incertidumbre en las posibilidades de una salida institucional legítima de ella. Se trata también de una derrota estratégica de las izquierdas que sustentan el gobierno, las cuales deben reevaluar con premura las lecturas políticas (o la falta de ellas) con las cuales guiaron su acción en todo el periodo desde el 18 de octubre de 2019 hasta la fecha.

En estas líneas buscaremos evaluar los principales factores que facilitaron este escenario. En este ejercicio no es posible caer en simplificaciones como oponer como incompatibles los errores propios de los sectores pro-Apruebo (Convención, gobierno, partidos) con el impresionante despliegue de poder de los sectores pro-Rechazo (élites, partidos, medios): en un escenario complejo como este es evidente que hubo de ambas; lo importante es analizarlos en su mérito sin caer en el facilismo de la condena moralizante.

Concluiremos intentando trazar una línea que redibuje con claridad las perspectivas de futuro de la crisis y los desafíos que conlleva para las izquierdas.

No era pueblo, sino multitud

El estallido social de octubre de 2019 produjo un debate sobre sus causas que quedó inconcluso. Rápida y justificadamente, los esfuerzos se concentraron en alimentar el proceso constituyente que liquidaría la Constitución de Pinochet como salida práctica de la crisis, lo que provocó la postergación de la urgencia de entender lo ocurrido. Asimismo, que dicho estallido encontrara a las izquierdas en un escenario de orgánicas con escaso peso, y más configuradas como marcas electorales que como estructuras de selección y formación de cuadros políticos, no hizo más que agudizar la dinámica de actuar de acuerdo a la pulsión de lo que se percibía en la opinión pública.

Un buen ejemplo de lo anterior, hoy casi olvidado, es el de la “Ley Antisaqueos”: más allá de los escasos méritos de aquel proyecto, la votación a favor en general buscaba recoger un ya entonces visible hastío con las dinámicas movilizadoras del estallido en parte importante de la población no activa políticamente. Sin embargo, las orgánicas reaccionaron con una enorme virulencia contra la actuación de ciertos parlamentarios de izquierda por “no escuchar a la calle” cuando en realidad es posible que hubieran escuchado a la calle menos movilizada.

Cuando no existen condiciones para generar un debate político importante que permita comprender procesos complejos, lo que queda es actuar “por default”. Y el imaginario octubrista del “pueblo que despertó” fue reforzado por la contundente victoria del plebiscito de entrada: “las tres comunas” se convirtió en un denominador común que sepultó cualquier posibilidad de entender las contradicciones de un proceso complejo, allí donde era urgente entender, en las orgánicas que pugnaban por representar y conducir esa voluntad de cambio.

Esto solo se agudizó con los resultados del plebiscito de entrada, que redujo a la derecha a menos de un tercio de la Convención, lo cual llevó a muchos a entender que “estaba en el suelo”, obviando siglos de reflexiones sobre cómo los sectores elitarios ejercen el poder de maneras que van mucho más allá de su fuerza electoral, como el control de la opinión pública por los medios, pero también que muchas de las banderas que ese sector representa sí tienen arraigo en buena parte de los sectores populares y que muchos de esos miedos aflorarían a la primera oportunidad.

En resumen, el comienzo electoralmente prometedor del proceso constituyente solo agudizó la indisposición de parte importante de los sectores transformadores de comprender la necesidad de un debate político-estratégico profundo que diera cuenta de las contradicciones del proceso que vivimos. Y llevó a la errada conclusión de que la superación de la Constitución de Pinochet implicaba una Constitución sin la derecha e incluso contra ella, como si dicho proyecto pudiera ofrecer algo más que inestabilidad política perpetua. La atomización orgánica de la izquierda, reflejada con dramatismo en la Convención y escondida por la mayoría abrumadora de los sectores extra-derecha en ella, condenó al corazón del proyecto constitucional (los derechos sociales) a cargar con agendas maximalistas por parte de identidades cuyos escasos convencionales resultaban imprescindibles para conseguir los dos tercios, lejos de las aspiraciones mucho más sencillas de los representados, tal vez incompletas, pero realmente representativas de las grandes mayorías que habían apoyado el proceso.

En cuanto al gobierno, si bien el daño político que la victoria del Rechazo le supone no puede ser subestimada, parece justo hacer un balance menos severo. El actual Ejecutivo debió cargar con errores ajenos y es muy probable que sin su concurso la derrota electoral hubiera sido aún más abrumadora. Lo que sí debe subrayarse es que hoy se hace ya insostenible la falta de una conducción política unitaria: la política de “dos coaliciones, un gobierno” ya no resiste análisis.

El cruce al Rechazo de las figuras de la centroizquierda más vinculadas al proyecto neoliberal-elitario debe ser aprovechado para constituir una única gran coalición que dé unidad estratégica y amplitud de miras al proyecto político de transformaciones sociales, al tiempo que genere identificación en sectores ciudadanos que apoyaron proyectos alternativos de izquierda en las elecciones de convencionales, primarias presidenciales y parlamentarias, y que hoy observan con estupor una derrota que revaloriza la necesidad de la unidad política.

El avance del trumpismo y el voto obligatorio

Ninguno de estos elementos de necesaria autocrítica son incompatibles con sopesar el impresionante despliegue de poder de los sectores empresariales, y la instalación en Chile (ya difícilmente reversible) de las formas “trumpistas” de hacer política. Para ser justos, esto no es monopolio de la campaña del Rechazo ni de la derecha. En las elecciones de convencionales constituyentes parece haberse dado un proceso de “democratización” de la estafa política toda vez que muchísimos convencionales independientes con agendas de izquierda radical consiguieron apoyo ciudadano masivo de votantes “apolíticos” o “anti-políticos” por el hecho de hacer campaña como “independientes contra los partidos”.

Si bien no es el caso de todas las listas de independientes (honrosa excepción a Independientes No Neutrales, de gran trabajo en la Convención), sí es evidente en muchos otros casos. La agenda de estos sectores terminó teniendo muy poco en común con las prioridades de los ciudadanos que los eligieron, por lo que se puede concluir que la etiqueta de “independientes” operó como una forma de ocultar la radicalidad de sus agendas.

Otro tanto ocurre con la primacía en la campaña del Rechazo de las formas “trumpistas” de hacer política, que arrastró incluso a las figuras provenientes de la centroizquierda, que incorporaron a la masiva proliferación de interpretaciones extremas, insidia en los adversarios y abiertas mentiras. No se trata de caer en el simplismo de acusar “trampas”, sino de observar que con qué fuerza la campaña del Rechazo se apoyó en una aceitada industria de desinformación que no solo involucró medios, sino redes sociales y una amplia orgánica que llegaba hasta el nivel del “Whatsapp vecinal”.

En la experiencia de este columnista, una cita mentirosa de un convencional de derecha demoraba menos de diez minutos en llegar al chat de seguridad de un barrio de clase media baja santiaguino. Esa industria se puso al servicio de una conducción política consistente y cohesionada pese a la amplia variedad de los grupos pro rechazo: los rostros “ciudadanos” o “de centroizquierda” dominaron las vocerías y tanto los políticos de derecha como los grandes empresarios guardaron silencio con notable disciplina, mientras al otro lado del río convencionales con alto niveles de rechazo seguían acaparando las vocerías, muy seguros de sí mismos.

Lo concreto es que la política performática dominó desde el inicio del proceso y lo sigue haciendo hoy, en su crisis, aunque de una manera muy diferente. Al inicio dominaron los ídolos olvidados del “perro Matapacos” y la “Tía Pikachú”, personajes que se agudizaron en la Convención provocando hastío y un daño irreparable al proceso. No deberían olvidarse en el futuro las performances de dudoso humor como la ducha en medio de un discurso o las “payas humorísticas” en el momento de dar un discurso en plena sesión convencional.

Sin embargo, las performances de figuras del Rechazo tan diversas como líderes republicanos, figuras de origen concertacionista o convencionales de derecha radical forman parte de una reacción menos rocambolesca, pero de la misma especie: la repetición de argumentaciones insostenibles que apelan a temores hondamente sentidos y no a un debate racional efectivo produce el mismo efecto dañino para la democracia.

Punto aparte merece el papel de los medios de comunicación, en particular desde el momento de instalación de la Convención en un ya lejano julio del año pasado. Estamos hablando del único poder que el estallido social no pudo conmover, y su reacción contra la Convención alcanzó nuevos niveles de partisanismo. No es posible seguir omitiendo la pertinencia del análisis de Pablo Iglesias, que ha señalado a los medios chilenos como sectores de “retaguardia” de la derecha cuando estuvo en la irrelevancia institucional, apuntalando su retorno con fuerza mediante un manejo ad hoc de la agenda política y un blanqueamiento de sus sectores más extremistas.

En este punto es necesario hacer un pequeño apunte sobre el efecto del voto obligatorio. Es evidente desde un básico análisis de datos que quienes fueron a votar al plebiscito de salida solo porque era obligatorio votaron mucho más por la opción Rechazo. Esto no es ninguna sorpresa visto en perspectiva histórica. Los resultados de la izquierda extra-concertacionista mejoraron significativamente desde la instauración del voto voluntario en 2012, obra, irónicamente, del primer gobierno de Piñera.

Llama la atención cómo la izquierda ha adoptado como una política sentida la defensa del voto obligatorio (de hecho, impuso como condición que este plebiscito de salida fuera hecho con él) sin hacer una reflexión más importante sobre cómo este régimen de voto aumenta el impacto de la desinformación en la formación de la voluntad política. Por cierto, no estamos defendiendo una renuncia a los principios por razones pragmáticas sino más bien la necesidad de dar un debate más profundo sobre los efectos de cada régimen y sobre la calidad de la democracia: si ella se nutre más a partir de una cifra cuantitativa de movilización electoral forzada o de un debate bien informado que movilice a quienes efectivamente se sienten llamados a participar de una decisión que afectará sus vidas.

La urgencia de aprender y levantarse

Una saludable costumbre de la izquierda tradicional que la nueva debería adoptar es la severidad en la autocrítica. El triunfo del Rechazo es un correctivo brutal para las izquierdas: solo semanas antes muchos militantes aún sostenían una confianza sin base material de que “el plebiscito se ganaría de alguna forma”. Lo sucedido obliga a una revisión profunda de nuestras prácticas y tesis. El masivo cierre de campaña del Apruebo del día 1 de septiembre parece haber operado, contra lo esperado, como un recordatorio de amplias masas ciudadanas hastiadas de las formas de movilización masiva que las izquierdas han convertido en rituales.

Otra saludable costumbre que convendría adoptar es comprender el altísimo costo de tesis políticas erradas. Ello supone el objetivo de mediano plazo de reconfigurar las orgánicas pro-gobierno desde marcas desde las que operan personajes más o menos autónomos en partidos contundentes que lleven a cabo procesos serios de discusión política y selección de cuadros. El contraste entre la masiva concentración de cierre del Apruebo y su resultado electoral obligan a abandonar el espejismo de “la calle movilizada” y apostar por la construcción de un estamento político bien formado y seleccionado bajo criterios efectivos de capacidad y liderazgo.

En lo estratégico, el proceso constituyente está herido de muerte, pero aún no ha fenecido. Urge recuperar la necesidad de hacer política. Si en la Convención se renunció a dividir a la derecha y se hizo todo lo posible por unificarla y extender su alcance, hoy es imperativo explotar esas diferencias. Un proyecto de Constitución de máximos programáticos como el rechazado por la ciudadanía ya no parece viable, pero aún es posible que haya espacio para superar la Constitución de Pinochet.

Explotar con pericia las divergencias en el mundo del Rechazo y al mismo tiempo recuperar confianza ciudadana en transformaciones sociales de fondo es una urgencia que no admite demoras. El punto de partida con el que se cuenta es importante: un Presidente de la República con decentes niveles de aprobación y buena valoración ciudadana. Pero es también insuficiente. Urge vertebrar ese capital político con una conducción política unificada y coherente, así como reformar las orgánicas de gobierno haciéndolas susceptibles de internalizar en sus adherentes los duros aprendizajes políticos que este revés nos impone.

Por duro que sea el costo para el país, tal vez esta derrota sea el revulsivo que nos imponga nuevos estándares de análisis y acción política para que las palabras del Presidente se hagan carne: “Nos vamos a demorar un poco más, pero vamos a llegar”.

Francisco Ojeda Sánchez
Cientista político. Investigador y docente. Doctor en Procesos e Instituciones Políticas, magíster en Pensamiento Contemporáneo.