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Opinión

Leviatán ha muerto (Miguel Soto Piñeiro, 1958-2022)

Por: Miguel Orellana Benado | Publicado: 09.09.2022
Leviatán ha muerto (Miguel Soto Piñeiro, 1958-2022) Miguel Soto Piñeiro |
Morir hoy a los 63 años es temprano. Pero, como señala Tyrell, el diseñador y fabricante de los replicantes de la película ochentera Blade Runner, cuando explica por qué tienen que morir jóvenes: “La vela que brilla con intensidad doble se consume el doble de rápido”.

Sin formas la universidad no existe. Me refiero a la institución en general, no a una casa en particular, de ahí la minúscula. Para tener una universidad, sin embargo, las formas no bastan.  Son condiciones necesarias, pero no suficientes. Las formas universitarias nacen del cultivo de la filosofía y del cultivo de la historia. La primera forma el carácter para pensar con rigor. Es decir, más allá del atolondramiento de ideas, sensaciones y prejuicios, respaldados por una documentación parcial y sesgada así como, para decirlo con la fórmula de Hobbes, “lo que es peor de todo”, sin sentido del humor (o sin sentido de la humanidad que, tengo para mí, es casi lo mismo). Tal manera de pensar es, mucho me temo, la más corriente hoy, dado que la mayoría de las personas no recibe hoy ni siquiera una formación básica en filosófica.

La segunda fuente de las formas en la universidad, la historia, ofrece la oportunidad, al menos a quienes la cultivan con provecho, de formar el carácter para ser agradecido. A saber, aprender a estar atento a quien corresponde agradecer, comenzando por quienes son nuestros mayores y mejores, como se dice en inglés: our elders and betters. La educación despierta la capacidad de identificar quiénes son dignos de agradecimiento y fomenta la expresión del agradecimiento, que se extiende incluso a quienes ya han muerto. Cuidar tanto el rigor argumental como la memoria fomenta la cortesía, la característica que distingue el trato educado, una capacidad que no requiere de (ni está garantizada por) diplomas que acrediten grados académicos o profesionales, por prestigiosas que sean las universidades que los conceden. Las formas universitarias promueven en la sociedad el encuentro respetuoso, productivo y festivo del mayor número posible de personas, que es el objetivo último de la educación en todos sus niveles.

Tomaré ahora un momento para ilustrar cuán deplorable es el estado de la actual educación superior chilena. La Universidad (sí, con mayúscula; es decir, la corporación que desde el 17 de abril de 1839 se denomina “Universidad de Chile”, y que hasta entonces se denominó Universidad San Felipe de Santiago de Chile) está por cumplir cuatro siglos. Aún antes de tener esta última denominación, como Universidad Santo Tomás de Santiago de Chile, tuvo su primera instalación en el Valle Central a manos de los Orden de los Padres Predicadores (los dominicos) en la Iglesia del Rosario, en la manzana al norte de la Plaza de Armas, el 19 de agosto de 1622. Esta efeméride inminente arriesga pasar inadvertida incluso entre sus primeros y principales herederos en la Universidad, los maestros y alumnos, junto con sus principales aliados, el personal de colaboración. Si ni la casa más antigua está consciente que le corresponde reconocer y demostrar agradecimiento a sus predecesores, sus elders and betters, ¿qué podemos esperar del resto de la sociedad?

Además de legiones de profesores tan dedicados como competentes, y de la minoría de ellos que son tan arbitrarios como bruscos sin causa (“rotos”, según se podía decir con exactitud hasta que comenzara la rebelión de quienes intentan imponer el lenguaje inclusivo) o bien pedantes (a saber, quienes, deslumbrados por su conocimiento, creen que han dejado de ser ignorantes), una verdadera universidad incluye entre sus maestros un puñado de personajes. Esta es una condición necesaria para la existencia de una universidad.

Los personajes son, en los distintos ámbitos, individuos de carácter definido, que se desenvuelven de manera peculiar y desenfadada cuya vocación, en el caso de la educación, sus alumnos perciben que es honesta, documentada, avalada por su trayectoria vital y, crucial, que está respaldada por su sentido del humor. Tratar en la universidad con una diversidad de maestros (profesores dedicados, “rotos”, pedantes y los personajes) es un componente formativo de una experiencia educacional universitaria de calidad. Contemplar cómo tratan los profesores a sus alumnos y, también, cómo se tratan entre ellos (algunos profesores universitarios ni siquiera se saludan) aporta a la experiencia formativa de la juventud. Tal vez, incluso, aporte más que los contenidos que presentan los distintos cursos y las habilidades cuyo cultivo procede sobre esas bases.

El profesor Miguel Soto Piñeiro, abogado penalista, magíster en Derecho y docente de la Facultad de Derecho, que acaba de morir a los tempranos 63 años, fue un personaje querido en la Universidad, antigua casa de estudios pre-escolares, básicos, medios y universitarios que, a sus cuatro siglos, pareciera haber perdido casi por completo tanto la memoria institucional como el entendimiento cabal de su identidad y su contribución a la forja de Chile. Era un hombre de gran tamaño, de calvicie temprana, con barba, corpulento, de espaldas anchas, brazos y piernas fuertes. Era un leviatán cuyo desplazamiento recordaba a la creatura marina de inspira el título del gran libro de Hobbes, el ser que más miedo inspira, la emoción básica detrás del derecho penal, quizás de todo sistema jurídico.

Fumador empedernido desde la juventud de cigarrillos fuertes sin filtro (primero Lucky Strike y luego Camel) que, según me contó un amigo suyo, se acumulaban haciendo montículos en el cenicero de su oficina. Durante una clase se quedó sin cigarrillos y pidió uno a sus estudiantes. Cuando un alumno le ofreció un Kent con filtro, Miguel lo rechazó diciendo, para actualizar su respuesta en términos de la lingua franca hoy permitida, que eran una opción LGTB+, que no era la suya. Su voz de bajo estereofónico impresionaba a quienes tuvieron oportunidad de oírla. Fue gran lector de Raymond Chandler y de otros autores de novela negra, nada llamativo en un penalista. Y también adicto a la lectura de comics, con una debilidad marcada, y reveladora, por Batman. Tuvo la admiración de sus alumnos y el reconocimiento de sus colegas.

El profesor Soto Piñeiro, destacadísimo abogado penalista, el primero en su generación, fue heredero del también penalista de origen viñamarino Sergio Yáñez Pérez quien, en su juventud, además de destacar en el coro de la Universidad y de ser parte de una generación gloriosa (Alessandri Besa, Almeyda Medina, Altamirano Orrego, Benado Rejovitzky, Figueroa Yáñez, Hales Yamarne, Herrera Lane, Hübner Gallo, Pacheco Gómez, Volodia Teitelboim y Raquel Weitzman, primera mujer de este último y madre del físico ahora conocido como Claudio Bunster; apodado “Bunsterboim” por gente de humor cruel), culminó su formación en Alemania con Hans Welzel, primer director del Instituto de Filosofía del Derecho de la Universidad de Bonn. Mientras cursaba estudios de doctorado en la Universidad de Zaragoza, Miguel Soto Piñeiro tuvo además la influencia del español José Cerezo Mir, otro antiguo alumno de Welzel.

Soto Piñeiro fue un puente de plata entre la generación formada por Álvaro Bunster y la que surgió entre las postrimerías de la dictadura militar civil que encabezó el general Pinochet y el periodo de pos-dictadura que abrió el presidente Patricio Aylwin Azocar, abogado y profesor de Derecho Administrativo en la Universidad. Miguel contribuyó a modificar en Chile el rumbo de los estudios en derecho penal. De tener foco en la recepción argentina del derecho penal italiano a tenerlo en la recepción española del derecho penal alemán, un país que tan buenas razones tuvo para querer dar examen en dicha disciplina, al menos luego de la derrota de Hitler.

Soto Piñeiro inspiró a múltiples generaciones de estudiantes a lo largo de sus 35 años de docencia, liderados por la formidable abogada penalista Dra. María Inés Horvitz Lennon, quien logró que fueran condenados a cientos de años de cárcel múltiples esbirros del general Pinochet, entre otros, el mayor Álvaro Corbalán Castilla, jefe operativo de la Central Nacional de Informaciones. Inspiró también, entre otros, a los hoy profesores Dr. (h.c.) Antonio Bascuñán Rodríguez, Dr. Javier Contesse Singh, Dr. Juan Pablo Mañalich Raffo, Dr. Gonzalo Medina Schultz, Dr. Jonathan Valenzuela Saldías y la Dra. Myrna Villegas Díaz.

En la vida universitaria, y también en las demás esferas, los personajes se distinguen por su sentido del humor. Miguel Soto Piñeiro fue también un maestro en este ámbito. Entre sus múltiples anécdotas destaca la ocasión en que tuvo que decir su apellido, luego de una persona que tenía un apellido extranjero, y que lo deletreó para que fuera bien escrito. Miguel dijo el suyo: “Soto. Ese, O, Te, O”. Y también la ocasión cuando, en una fila para sacar pasaporte, la funcionaria se negó a fotografiar a una persona joven que venía con el pelo teñido verde alegando que era “un disfraz”.  En ese momento Miguel, con su voz estentórea dijo: “Pero, señora, ¡si usted tampoco es rubia!”.

Morir hoy a los 63 años es temprano. Pero, como señala Tyrell, el diseñador y fabricante de los replicantes de la película ochentera Blade Runner, cuando explica por qué tienen que morir jóvenes: “La vela que brilla con intensidad doble se consume el doble de rápido”.

Sobreviven a Miguel sus tres hijos, su madre de ellos, sus discípulos, sus amigos, muchos colegas e integrantes del personal de colaboración de la Universidad a todos quienes conquistó con su trato campechano, sagaz, culto y su agudo sentido de la realidad, la justicia y el humor.

Gracias, Miguel. Adiós, Miguel.

Miguel Orellana Benado
Doctor en Filosofía del Humor. Profesor asociado de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Autor de los libros "Allende, alma en pena", "La academia sonámbula" y "Educar es gobernar", entre otros.