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Opinión

Volveremos a bailar

Por: Manuel Guerrero Antequera | Publicado: 09.09.2022
Volveremos a bailar Bafochi en Plaza Dignidad |
Tras la derrota, quedamos mudos. Pero ya recuperaremos palabra. Y pronto sabremos nombrar lo que nos sucede. Para conversar, escuchar y comprender. Quizá de tanto gritar quedamos oyendo sólo a los próximos. Tenemos que volver a calibrar la voz para oír. Oírnos. Resonar. Y de a poco volveremos a encontrarnos. Y entre la gente volveremos a bailar.

Normalmente en momentos así, de derrota profunda personal o, como en este caso, colectiva, me aferro a la memoria. Pero no para quedarme pegado en el pasado como un gesto melancólico, sino como un trampolín para saltar más allá del presente.

Quienes trabajan con la noción de temporalidad en lo conceptual, narrativo y en el arte escénico lo comprenden bien. Se trata de una especie de retro-proyección, que es una de las formas en que fue traducido Heidegger en alguna versión al castellano: un paso atrás, como para tomar impulso.

En ese recuperar el pasado vivo que late inserto en la temporalidad del presente, en la forma, por ejemplo, de la tradición y la historicidad viva, uno de los pasajes más duros y al mismo tiempo significativos que me ha tocado vivir fue cuando mataron de un balazo por la espalda a la Chica Claudia en una protesta me parece que en conmemoración del 11 de septiembre en una noche de La Pincoya.

Éramos amigos desde el mundo de la danza. A través de mis vínculos afectivos pude conocer a la Chica Claudia, que tierna y con movimientos casi ingenuos corporales iba pasando los ramos de interpretación y coreografía. Sufría con las clases de académico, especialmente porque se le exigía que fuera vestida de medias y tutú, con su pelo largo tomado en un moño, al más puro estilo de la escuela de la Vagánova.

La recuerdo vestida de negro como bailarina de ballet haciendo su máximo esfuerzo por completar de modo perfecto, como exigía la maestra Ximena Pino, algún ejercicio. A todos les costaba, a ella más. Sin embargo, los hacía.

La Chica Claudia era sencilla, venía de haber estudiado Pedagogía en Castellano en la UMCE, donde había entrado a militar en una orgánica de izquierda radical. Alguna vez hablamos de política, eran los tiempos horrorosos de desmovilización social promovida por el gobierno se Frei Ruiz-Tagle, pero lo que más nos unía era su calma y ternura que se llevaba muy bien con la nuestra. Y porque sabíamos quiénes éramos sin necesidad de hablar mucho de ello.

Ese 11 en la noche los agentes del Estado, mandados por el Ministro del Interior Figueroa, dispararon a la gente con armamento de guerra. Y la abatieron por la espalda mientras corría buscando refugio en las calles de su población. Supimos quién era la joven muerta por un llamado telefónico. Quedamos devastados. Vacíos. Sin energía para realizar nada. Ni siquiera conversar. Nada. Sólo un dolor mudo, sin nombre.

Por la mañana siguiente, a primera hora, nos fuimos al Espiral. Ahí lo mismo. Todos sin poder sacar la voz, llorando en silencio, mirándose las manos, algunos haciendo cariño a otros que estaban peor. Profes, estudiantes y funcionarios por igual. Silentes, golpeados hasta la médula.

Habían matado a la Chica Claudia, la Claudia López, sí, la piolita, que sin embargo con voz suave planteaba sus opiniones de forma clara, destacando siempre su origen de clase popular, alguien quien en su sencillez, aun enojada, se percibía tierna, delicada.

En eso estábamos, sentados, desordenados y tristes, en el piso de linóleo de la sala de danza, cuando llegó Gabriela Pizarro, la mítica folclorista viuda de Héctor Pavez, mamá de la Valentina, la Vale, que estaba a cargo de las clases de técnica moderno Leeder.

Estábamos extrañados y abatidos, tal como me siento ahora luego de ver a Kast y a su gente celebrar con banderas chilenas el triunfo del Rechazo en lo que hasta hace horas era Plaza Dignidad. No recuerdo si incluso el cuerpo de la Claudia estaba ahí, pues lo recuerdo como un velorio. Pero ese era el ambiente y energía de la instancia. De velorio.

La Gabriela, con la guitarra cruzada sobre sus piernas, nos comenzó a hablar. Del dolor de la pérdida, del dolor que genera la muerte cuando adviene de esta forma violenta y arbitraria. Sus palabras estaban en sintonía con lo que sentíamos y en la forma que lo hacíamos. Pero de pronto su discurso hizo un giro inesperado y, atravesando el dolor, sus palabras nos llegaron más fuertes y filosas, arengándonos, casi retándonos.

Que la Claudia era todo lo sensible y delicada que recordábamos, pero que no murió haciendo nada sino que luchando en las calles de su población, defendiendo la dignidad de su gente desde una barricada. Y que la Claudia no estudiaba danza como un fin en sí, sino que esta actividad era una dimensión más de alguien complejo que cultivaba este lenguaje también como una herramienta de lucha y transformación, en este caso respecto de sí misma. Que ese arte comprometido desde lo individual con lo social-colectivo la hacía parte de una tradición cultural de nuestro pueblo, que viene de larga data, y que tiene como uno de sus exponentes más conocidos a la propia Violeta. Que entendiéramos que esta situación sí era en extremo dolorosa, pero que al formar parte y ser motivada en el contexto de una lucha mayor, teníamos la responsabilidad de llevar ese dolor a acción creativa, no a la parálisis.

Que no olvidáramos que teníamos raíces firmes y sólidas en esas luchas y apuestas culturales que nos sostenían, también ahora en este momento que atravesamos. Que no dejáramos consumirnos por el dolor, porque eso no honraría el compromiso y vida de la Claudia.

Para mí, esa intervención de la Gabriela Pizarro fue iluminadora. Me puso nuevamente en mi centro, en el lugar que uno ocupa, siendo individuo autónomo, en el colectivo. Que sobrepasa a cada uno de nosotros tomados por separados. Que es en lo que radica su fuerza.

La Gabriela nos devolvió a la vida. Nos arrancó de las fauces del dolor ciego y mudo, y nos llevó de regreso a la conversación con sentido, al canto y la guitarra, a la danza y al ser parte de una lucha, de la cual venimos, de la que somos parte y que nos trasciende.

No recuerdo qué ocurrió después de su intervención. Pero sintiendo la pena ya no éramos los mismos. Nos había puesto en contacto con esa larga tradición de empeños y derrotas, de triunfos parciales y vueltas a empezar que caracteriza a la lucha social. Esa resiliencia colectiva donde el pertenecer y luchar junto a otros y otras es un factor protector.

Hoy me siento igual. Y como un ritual sanador, vuelvo hacia atrás para retro-proyectarme y volver a conectarme a esa pertenencia que es capaz de enfrentar derrotas e incluso la muerte asumiéndolas como momentos de un proceso mayor de empeños por expandir la vida que aún no termina.

Me conecto a la memoria larga y ya me siento un poco mejor.

Sé que este instante es un momento en este viaje. Y que pasará una vez retomemos ese impulso que nos llevará más allá del acá presente que se puso feo. Tomar fuerza de las raíces de la Gabriela. De la danza de la Chica Claudia. De nosotros mismos con otros y otras en cada una de estas situaciones que ya hemos atravesado antes, observando y devorando intensamente cada momento, como si nuestra vida dependiera de ello.

“Vivimos en el capitalismo, su poder parece ineludible”, sentenció en alguna oportunidad Ursula K Le Guin. “Del mismo modo lo parecía el derecho divino de los reyes”, agregó. “Cualquier poder humano puede ser resistido y cambiado por los seres humanos. La resistencia y el cambio a menudo empiezan en el arte, y muy a menudo en nuestro arte, el arte de las palabras”.

En este momento, tras la derrota, quedamos mudos. Pero ya recuperaremos las palabras. Y pronto sabremos nombrar lo que nos sucede. Para conversar, escuchar y comprender. Quizá de tanto gritar quedamos oyendo sólo a los próximos. Tenemos que volver a calibrar la voz para oír. Oírnos. Resonar. Y de a poco volveremos a encontrarnos, entre la gente. Y entre la gente volveremos a bailar. 

Manuel Guerrero Antequera
Doctor en Sociología, con postdoctorado en Ética Aplicada a las Neurociencias. Académico del Depto. de Bioética y Humanidades Médicas, Facultad de Medicina de la Universidad de Chile.