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Opinión

El marketing emocional del Rechazo

Por: Roberto Pizarro Contreras | Publicado: 10.09.2022
El marketing emocional del Rechazo Personaje de Jaime Guzmán en serie televisiva | Chilevisión
La opción del Rechazo obró con un sentido estratégico feroz y acertado. Se guardó mucho de no incurrir en un triunfalismo, lo que le granjeó una apariencia de modesto. Evitó los egocentrismos, al punto de que los actores políticos de la derecha se invisibilizaron en momentos claves de la campaña.

La batalla por la hegemonía cultural −dice el intelectual español Carlos Fernández Liria en un texto donde interpreta el pensamiento del filósofo Antonio Gramsci− es una “laboriosa guerra de trincheras, pero que se desarrolla en un plano discursivo”. En este sentido, explica, de lo que se trata es que las partes enfrentadas encuentren significantes, formas o términos vacíos o ambiguos (como “patria”, “libertad” o “progreso”) que se puedan llenar o calzar con significados, ideas o sentimientos que impregnan de incomodidad o ilusión el ambiente (por ejemplo, la idea del Rechazo acerca de una “refundación del país”, de “destruir Chile fraccionándolo en múltiples naciones” o de “irrespeto o traición a los emblemas que representan la nación”). El escogimiento más o menos inteligente de aquellos significantes o signos permitiría, en consecuencia, construir una identidad popular sobre la que se puede pretender, con mayor o menor acierto al cabo, una legitimidad universal.

Fernández deja en claro, por último, que la cruzada por la hegemonía cultural no es ficticia: consiste en la construcción de relatos, mitos, historias y, en fin, ficciones, entre las cuales puede que sea la más importante la “ficción de un interés general”.

De esto se pueden colegir varias lecciones, si no enseñanzas olvidadas por quienes promovieron la opción de aprobar la propuesta de nueva Constitución de la Convención. No debe olvidarse que Gramsci, como periodista, era un comunicador. De modo que las convicciones políticas, por muy profundas que sean, deben hoy más que nunca transmitirse en pequeñas secuencias impactantes que las reúnan en una sola trama simple y expresiva con:

  • La miríada de intereses sociales que emergieron con el estallido social.
  • La no infracción de códigos secularizados de la población chilena y que, posiblemente, apliquen a la realidad de toda nación (el himno, el escudo, la bandera, etc.).
  • La consideración de las necesidades contingentes y los miedos que pueden infundirse sobre la base de estas (inflación o estanflación, seguridad pública, etc.).

En esto la opción del Rechazo obró, tal vez, con un sentido estratégico feroz a la vez que acertado. Al mismo tiempo se guardó mucho de no incurrir en un triunfalismo, lo que le granjeó una apariencia de modesto. También evitó los egocentrismos, al punto de que los actores políticos de la derecha se invisibilizaron a sí mismos en momentos claves de la campaña, el acto de cierre e incluso cuando hubo que dar las primeras impresiones acerca del triunfo.

Si por marketing emocional entendemos acá la promoción tanto de una marca (el Rechazo) como de sus productos (sus promesas de salvación pública) apelando a la emocionalidad del consumidor, podemos resumir entonces el que empleó la opción ganadora en las elecciones así:

  • La inducción en la población de un sentimiento de urgencia (o calamitoso) en relación al devenir de la seguridad pública y de la economía nacional, temas que por su contingencia podían tener tanta o más importancia que las reclamaciones sociales del estallido.
  • La inducción de un sentimiento de amenaza de fragmentación a mediano plazo de Chile. Según el Rechazo, de haber sido aprobada la propuesta de nueva Constitución de la Convención habría, por una parte, una etnia predominante (la del chileno común y silvestre) y prontamente también “unos chilenos X”, otros “Y” y otros “Z” que tendrían sus propias reglas y reivindicaciones de justicia y poder dentro del territorio.
  • La impresión en la retina de una atmósfera de menosprecio por aquello que nos haría esencialmente chilenos y que, ante la pregunta de un periodista, cualquier connacional podría reducir precipitadamente a símbolos patrios como la bandera (que fue objeto de un acto de sodomía por parte de una facción del Apruebo), el escudo y el himno nacional. Este último es quizá el elemento más inteligentemente trabajado a través de una conmovedora performance musical en la campaña televisiva del Rechazo, que nos remontaba a las ceremonias escolares de la infancia o a los más emblemáticos duelos de la selección chilena de fútbol, por ejemplo.
  • La marginación de la “odiada” clase política, que en realidad permaneció a la zaga o se ocultó detrás de un referente ciudadano tan desconocido como lo fueron en su minuto muchos convencionales electos con posterioridad al estallido. Me refiero, por supuesto, al vocero de la Casa Ciudadana por el Rechazo, Claudio Salinas, a quien puede concebírsele como interpretando el papel de cualquier hijo de vecino, empleado o emprendedor, aparentemente sin filiación o interés político y comprometido con su barrio o nación.
  • La incorporación de algunos disidentes de las filas enemigas del Apruebo (tales como Felipe Harboe o Ximena Rincón), que suscitaba el efecto de un sincero interés del Rechazo por la unidad de toda la esfera política y, con ella, del pueblo chileno.
  • La “fundamentación” intelectual y elegantización del discurso del Rechazo a través del reclutamiento de un académico con cierto prestigio y fama, quien, si bien es partidario de una nueva Constitución, fue incapaz de aceptar la de la Convención, rechazándola activa y sistemáticamente. Me refiero a Cristián Warnken, quien llegó incluso a encabezar un movimiento tan mediático como ha sido hasta acá “Amarillos por Chile”.
  • Una acertada lectura de un electorado que habitualmente no ejerce su derecho a sufragio. Este segmento de la población podría incluso haber concurrido de mala gana a votar, endosando la responsabilidad de la obligatoriedad del plebiscito a un gobierno que promocionó el voto informado, que “amenazó” junto al Servel con importantes multas (que sólo agravan psicológicamente el escenario inflacionario) y al que encima podía acusársele de intervencionismo.

Este último punto es tal vez el más controvertido, en circunstancias de que el lector lo asociará a la idea tan criticada en los últimos días acerca de que la izquierda del Apruebo suele despreciar al pueblo cuando rechaza su oferta, tratándolo de “ignorante” o derechamente de “estúpido” (“sabio” es sólo si la acepta). Quiero aclarar que no es el caso de esta columna y que lo que se pretende es sugerir una potencial comisión de una artimaña comunicacional, algo que, por lo demás, figura más o menos explícitamente en cualquier manual de política contemporánea y cuyos orígenes podemos remontar, si se quiere, a Maquiavelo.

Las artimañas comunicacionales pueden tener asidero aquí si consideramos la idea aparentemente paradójica de la literatura económica de que la racionalidad política se comprende en la irracionalidad de los votantes. En otras palabras, dado que todos estamos, por lo general, demasiado ocupados en la solución de nuestros problemas cotidianos, difícilmente satisfaremos un supuesto en el que la mayoría leyó la Constitución obsoleta, que seguidamente comparó esta con la que se propuso y que, además, comprendió bien ambos textos y sus diferencias.

Mucho menos satisfaremos el supuesto de que adicionalmente nos hemos dado el trabajo de sondear el comportamiento de quienes promovían las dos opciones (Apruebo y Rechazo) y de sopesarlo con el del gobierno, y también con aquello que nos urge solucionar y que ha emergido en los últimos meses (los trances de la economía y de la seguridad interior) y que no era parte de las demandas del estallido social. Todo esto nos resulta, digamos, económicamente muy costoso.

Mucho más probable es que, como electores, nos hayamos dejado llevar por la tendencia política que se nos inculcó en el hogar, si no por pancartas que desfiguran la realidad, así como por el boca a boca (en psicología se hablaría de un “sesgo de arrastre”). De hecho, en las RRSS podemos visualizar evidencia de este tenor. El matinal de Mega, por ejemplo, entrevistaba el día lunes a una señora de Puente Alto para conocer sus impresiones acerca de las elecciones y ella, con mucha dificultad, apenas balbuceó algunas razones que estaban lejos de una conciencia suya acerca de lo que había ido a votar. Sus palabras fueron exactamente las siguientes: “Yo quería que ganara el Rechazo. Para que cambie el país y se termine un poco la delincuencia. Porque todos andamos a la defensiva y ojalá Dios quiera que con este cambio se solucione todo, todo. Tanto el problema económico… para las pensiones, porque son muy bajísimas también”.

La imagen de Jaime Guzmán no es arbitraria. Y es que hay algo de cierto en la estética del abogado y político de la UDI, ideólogo de la Constitución del 80, retratada en la popular serie 12 días que estremecieron a Chile (Chilevisión). Ahí él, después de ser acusado por su alumno de elaborar una Carta Magna a base de sangre, reivindica algo que, si bien no es en modo alguno una verdad absoluta, merece consideración, en el entendido de que, como seres humanos, nuestra racionalidad no responde únicamente a argumentos o presupuestos filosóficos zurcidos milimétricamente, sino también a impresiones y emocionalidades que los complementan y que, en dado caso, pueden llegar incluso a usurparlos.

Guzmán dice ahí, alzando el índice y frunciendo el ceño con oscuridad, después de despreciar el hecho de que el estudiante se concentre discursivamente sólo en el proyecto de sociedad que defiende sin atender a cuestiones terrenas:

“Un país no es un trozo de tierra. No es las personas que lo gobiernan, ni siquiera su gente. Un país son sus leyes, son sus ‘creencias’. La gente muere, pero los sistemas viven. Los países viven. Así que ¿sabe qué? Siga luchando todo lo que usted quiera. ¡Póngase la capucha! ¡Siga gritando sus consignas por la Alameda! ¡Siga peleando una guerra que nadie [le] entiende! ¿Pero sabe lo que va a pasar? La señora Norma [o Juanita] igual va a elegir al candidato que finalmente le regale un pollo el día domingo”.

No está de sobra recordar un escandaloso documento de la Fundación Jaime Guzmán dirigido a jóvenes en un taller de servicio social, el cual fue publicado hace diez años por la prensa local como un instructivo “que invita a mentir” y que contenía una serie de principios, entre los que se leen, por ejemplo, el “principio de exageración y desfiguración” y el “principio de orquestación” (este versa sobre la repetición de ideas o ficciones hasta el cansancio).

En definitiva, la moraleja aquí, si cabe, es que las democracias se fortalecen no sólo concientizando el derecho y deber de sufragar, sino también facilitando una comprensión del marco electoral, es decir, lo que se va a votar. Y sólo a continuación deben explicarse, lo más sucinta y transparentemente posible, las razones por las que se debe votar una determinada opción, siempre tratando de que estas conversen con el marco general, con la contingencia y con las mentiras y desfiguraciones de la realidad que pudieran tener lugar por parte del bando contrario (y que se deben rebatir con inteligencia y parsimonia, a través de las mejores razones y recursos comunicacionales).

Roberto Pizarro Contreras
Magíster en Filosofía de la Universidad de Chile.