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Un obituario para Mijaíl Gorbachov

Por: Francisco Ojeda Sánchez | Publicado: 13.09.2022
Un obituario para Mijaíl Gorbachov Gorbachov y Reagan | PBEAHUOIPAS
Gorbachov quiso y logró cambiar el mundo, pero de una forma muy distinta a la que imaginó en sus peores pesadillas. Entendió correctamente la dirección en la que había que cambiar, pero pecó de pretender manejar las dificultades solo con sus “habilidades blandas” y «soft power», por lo cual terminó impotente, como arma arrojadiza en el conflicto actual entre Rusia y Occidente. Convendría no olvidarlo.

El pasado 30 de agosto falleció el último líder de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov. Las distintas reacciones a su deceso parecen extrañas si se considera la magnitud histórica de su figura: aclamado oportunistamente en Occidente y al mismo tiempo discretamente despreciado por el presidente Putin, que lo homenajeó al tiempo que le negó un funeral de Estado. Pero si se observa con mayor atención puede verse que tales reacciones revelan los claroscuros de un personaje histórico tan interesante como su obra, decisiva para configurar el estado actual del mundo.

Lo interesante de la figura de Gorbachov reside en que fue al mismo tiempo pionero en intentar instaurar un socialismo democrático con ideas no muy diferentes de las que inspiran en la actualidad a buena parte de la “nueva izquierda”: sostuvo que un socialismo no merece dicho nombre si no es democrático, abrazó una práctica política preocupada de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos por sobre consideraciones más abstractas, aceptó la introducción de elementos de mercado sin renunciar a las protecciones estatales de derechos sociales así como el valor de la “unidad en el pluralismo” por sobre la uniformidad forzada característica de las dictaduras comunistas. Pero al mismo tiempo fue un “profeta desarmado”, una suerte de “anti-Príncipe” en el sentido maquiaveliano: no calculó correctamente las consecuencias de sus acciones y nunca priorizó el hacerse de una “fuerza propia” para hacer política desde una posición de poder real.

Un leninista contra Lenin

Contrario a la leyenda que se ha instalado de su figura en Occidente, Gorbachov no fue nunca un demócrata en el sentido liberal del término. Sus comienzos políticos no difieren demasiado del de otras figuras que llegaron a puestos clave de conducción del régimen soviético: ingresó a la Liga Juvenil Comunista (Komsomol) luego de graduarse en Derecho por la Universidad de Moscú (actual Lomonosov) en 1955. Posteriormente dedicó más de veinte años trabajando para la organización local de la Liga en su región de origen, Stavropol, de la que llegó a ser Primer Secretario de la sección local del Partido Comunista (PCUS) en 1970, hasta ser llamado a Moscú en 1977 para ser incorporado a las funciones del Comité Central.

En estos años no mostró tener ideas diferentes del conjunto, de lo contrario no le hubiera sido posible ascender políticamente. Lo más notable es que fue un partidario de las reformas impulsadas por el proceso de “desestalinización” encabezado por Nikita Kruschev: la caída de este en 1964 producto de la resistencia de la burocracia (nomenklatura) causarían una profunda impresión en él, la cual sería clave cuando llegó su turno de llegar al poder, en 1985. Otro tanto aportaría el provenir de una región agrícola, sector productivo donde la planificación centralizada soviética mostraba sus mayores falencias, al punto que el país era al mismo tiempo uno de los mayores productores mundiales a la vez que debía importar enormes cantidades desde Occidente.

No era extraño ni inexplicable entonces que Gorbachov llegara al poder con claridad sobre la necesidad de reformas económicas y una brutal reticencia al poder de la nomenklatura. Incluso aquel bizarro comercial de Pizza Hut de 1997, que se usa como símbolo de la supuesta “traición” de Gorbachov, fue usado por este para financiar sus fallidos proyectos políticos post-soviéticos, su fundación y su Partido Socialdemócrata.

En realidad, Gorbachov fue un político pragmático en pensamiento y estilo, lo cual puede comprobarse examinando sus lemas políticos cuando estuvo en el poder. La conocida perestroika (reestructuración) tuvo un significado distinto antes y después de 1987: en sus primeros dos años en el poder refería simplemente a “modernizar” el sistema socialista que se mostraba económicamente estancado hace varias décadas sin reemplazar sus bazas fundamentales; prueba de esto es que se solía acompañar de los términos uskoreniye (aceleración) y khozraschyot (algo como rendición de cuentas o accountability). Fue solo luego del fracaso de estos pequeños esbozos de reforma que pasó a significar la reforma radical del sistema.

La realidad de su relación con Occidente es mucho más problemática de lo que indica la leyenda. En efecto, los líderes norteamericanos y europeos nunca le concedieron ayuda concreta que condujera al éxito de sus reformas porque no estaban interesados tanto en la democratización de la Unión Soviética como en su debilitamiento: Reagan concedió solo los tratados de desarme que Estados Unidos no necesitaba menos que su contraparte; Bush padre, a su vez, solo ofreció elogios verbales y nunca asistencia técnica o económica, como la que había ofrecido Harry Truman terminada la Segunda Guerra Mundial.

Famosa es la “promesa verbal” de no extensión de la OTAN a Europa del Este con la que Gorbachov concedió la reunificación de Alemania, que en la práctica acabó con el “Bloque del Este” en cuestión de meses. Lo concreto es que EE.UU. y Europa occidental respondieron a los llamados a la colaboración de Gorbachov con reconocimientos verbales, tanto antes como después de su caída en desgracia. Una vez fracasado el intento de golpe de Estado comunista de agosto de 1991, su bancarrota política era completa.

Pese a lo anterior, ingenuidad no es un término adecuado para definir la empresa política de alguien que, finalmente, ascendió al poder de un régimen totalitario conformando al poder durante décadas. Más bien Gorbachov nos evoca una suerte de “Martin Eden” de Jack London: alguien que confió en su talento político (en su “muñeca”) más que en la necesidad de hacerse de una “fuerza propia” que le permitiera llevar a cabo su agenda, como recomendaba Maquiavelo. En este sentido no es distinto de otros líderes de izquierda como Allende. En un partido único las diferencias ideológicas no desaparecen, solo se esconden, y Gorbachov no pudo o no supo formar una corriente propia que lograse lealtad en las estructuras soviéticas de poder (fundamentalmente el Ejército, la tétricamente célebre KGB y el PCUS). Prueba de ello es haber adoptado como mano derecha a Alexander Yakovlev, quien sí era liberal y se proponía (según propia confesión) la disolución de la URSS, a diferencia de Gorbachov.

En 1924 el pensador italiano Antonio Gramsci escribió un artículo titulado “Revolución contra el capital”, en que ensalzaba la importancia del voluntarismo en la Revolución de Octubre de 1917 en relación al acento en las “condiciones objetivas” preferida por la ortodoxia marxista de la época. Si aceptamos esto podríamos concluir que, irónicamente, Gorbachov no fue sino un alumno de Lenin en el sentido de anteponer su voluntad de transformaciones sin suprimir la URSS a las condiciones de posibilidad que le ofrecía la realidad. Sin embargo, no se trató de un alumno aventajado pues mientras el nativo de Simbirsk siempre priorizó la obtención y mantención del poder, el primero cedió poder hasta el momento en que ya no tuvo herramientas propias para impulsar su política.

El antihéroe del mundo en que vivimos

Es difícil sobreestimar el peso del legado de Mijaíl Gorbachov. Se trata de una suerte de Neville Chamberlain, aclamado cínicamente por sus adversarios y despreciado injustamente por los propios. Pero ese tormento que lo llevó a terminar su vida política como un “Lazarillo de Tormes” no debe ocultar el hecho de que su trayectoria es de estudio obligatorio para quien quiera entender el presente y formarse políticamente en el arte del ejercicio del poder.

Por de pronto, así como Gorbachov no fue sino una reacción a Brezhnev y un admirador del reformismo de Kruschev (de quien heredó su estilo “cercano” con los ciudadanos), Putin no se entiende sino como una reacción a los años de declive de Gorbachov-Yelstin. El nacionalismo imperialista del actual gobernante ruso, criticable y todo, revela un aprendizaje fundamental de la experiencia del colapso: una base imprescindible del poder soviético era la existencia de una “religión secular”, el comunismo, que cohesionara al país y a las estructuras de poder internas a la vez que proyectara dicho poder en un movimiento mundial cuyos militantes profesaban una fe superior a Moscú que a sus países de origen. Como la destrucción de dicha religión es ya irrecuperable, el nacionalismo imperialista funciona como un sucedáneo que al menos cohesiona el país internamente.

Otro caso que no se entiende sin Gorbachov es el devenir de China, ahora una superpotencia. Si bien el giro económico chino comienza mucho antes, con la llegada al poder de Deng en 1978, es claro que observaron con particular fuerza la lección de que combinar las reformas económicas con democratización corre el severo riesgo de desencadenar fuerzas centrífugas que impidan cualquier conducción política. Pero también la política de “una sola China” puede entenderse como influenciada por la experiencia soviética, toda vez que tanto la actual crisis de Taiwán como la dura política de represión a las minorías uigures en la región de Xinjiang, acreditada estos días por la Oficina de Derechos Humanos de la ONU, revelan una comprensión del peligro potencial de los conflictos nacionales para el continuo crecimiento de la proyección de poder de China.

En el horizonte ideológico otro tanto ocurre con las izquierdas. En lo que queda de la vieja izquierda radical no hay dos visiones en considerar a Gorbachov como una suerte de “traidor”, pese a las continuidades de su pensamiento con la izquierda ortodoxa del siglo XX, como hemos visto. En estos sectores, su nombre ha pasado a ser una forma de mofa hacia las izquierdas moderadas que “abren la puerta al liberalismo”, como antiguamente el nombre de Kerenski era un arma arrojadiza desde las derechas hacia el reformismo por “abrir la puerta al comunismo”. En realidad este rechazo es paradójico: la URSS se derrumbó justamente porque Gorbachov perdió en la lucha de poder, esto es, por decisión de la mayoría de la vieja nomenklatura a la cual Yeltsin ofreció beneficios, prueba de lo cual es que buena parte de ellos se hizo de empresas estatales prácticamente gratis.

Más interesante es considerar la lejanía con la que se mira a su figura desde la “nueva izquierda”, la cual reivindica la democracia y el pluralismo con la misma fuerza que lo hacía el finado. La explicación puede tener factores generacionales, así como político-culturales: Gorbachov es tan siglo XX y “oriental” como la nueva izquierda es “siglo XXI” y “occidental”. Sin embargo, nos parece que la explicación principal es su falta de éxito, su fracaso en toda la línea en establecer un nuevo orden al punto de no solo ser derrotado y derrocado, como lo fue Kruschev, sino que todo el régimen derrumbado.

Es por esa misma razón que la consideración de su obra no debería ser olvidada por este sector. Ceder poder es un fin político profundamente democrático, y en eso Gorbachov es un precursor injustamente olvidado. Pero hacerlo de un modo que no implique quedarse sin posibilidades de acción política es un arte profundamente complejo. En los 31 años transcurridos entre 1991 y la actualidad se han diversificado las formas de ejercer poder, así como las formas de organización política, pero sigue siendo cierto que no se puede hacer política sin poder, y que hay formas de poder que han existido toda la vida y que se mantienen vigentes.

Mijaíl Gorbachov quiso y logró cambiar el mundo, pero de una forma muy distinta a la que imaginó en sus peores pesadillas. Entendió correctamente la dirección en la que había que cambiar, pero pecó de pretender manejar las dificultades solo con sus “habilidades blandas” y soft power, por lo cual terminó impotente, como arma arrojadiza en el conflicto actual entre Rusia y Occidente. Convendría no olvidarlo.

Francisco Ojeda Sánchez
Cientista político. Investigador y docente. Doctor en Procesos e Instituciones Políticas, magíster en Pensamiento Contemporáneo.