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Opinión

Nueva Constitución: «Identity Politics» v/s reivindicación de clase

Por: Eduardo Sabrovsky | Publicado: 21.10.2022
Nueva Constitución: «Identity Politics» v/s reivindicación de clase |
En Chile, entonces, el despliegue popular de banderas y símbolos de los pueblos indígenas quiere quizás decir: nosotros, el pueblo mestizo, somos los indígenas; su amarga historia es la nuestra, y la reparación por las injusticias a todos nos es debida.

El rotundo fracaso del proyecto de Nueva Constitución en el plebiscito del pasado 4 de septiembre ha suscitado reacciones en la esfera política, centradas por ahora en el procedimiento a seguir para generar una nueva propuesta. No obstante, si bien en la definición de dicho procedimiento se juegan cuestiones políticas de fondo, es fundamental también abordar críticamente aquellas cuestiones que, por complejas o “políticamente incorrectas” que sean, fueron determinantes para este desenlace.

Una de ellas, a la que me referí en la versión online de la Revista Santiago (https://revistasantiago.cl/politica/nueva-constitucion-una-desconsoladora-profecia/), es el de las llamadas “disidencias sexuales” (que el proyecto explícitamente distinguía, en cada ocasión, de las “disidencias de género”). ¿Cómo se entendía esta distinción? Aunque en este y en otros temas fundamentales, el proyecto omitía explicitar a qué se estaba refiriendo, las garantías constitucionales que el documento ofrecía a estas “disidencias sexuales” permitían inferir de qué se trataba. Pues a ellas, el proyecto ofrecía, en igualdad de condiciones que a las mujeres “las condiciones para un embarazo… y una maternidad voluntarios y protegidos” (Artículo 61, Nº 2). Y, con el fin de salvar un pequeño inconveniente –la carencia de aquellas condiciones anatómicas y fisiológicas que las hembras de la especie humana comparten con los demás animales vivíparos– el mismo artículo especificaba en su Nº 4 lo siguiente: “El Estado reconoce y garantiza el derecho de las personas a beneficiarse del progreso científico para ejercer de manera libre, autónoma y no discriminatoria estos derechos”.

Dado el contexto, y dado de tratarse de la única mención al “progreso científico” en el malhadado proyecto, no cabía más que inferir, y así lo hice en mi texto, que lo que se presentaba bajo el manto edificante de la ciencia no era sino esa empresa tecno-industrial que, hoy por hoy, al hacer de la naturaleza, de la propia vida humana, una fuente de extracción de valor, hace realidad la esencia de la modernidad neoliberal. Concretamente, el negocio consiste en ofrecer una solución médica, quirúrgica –un parche tecnológico– para las intensas crisis de identidad que la actual generación joven no puede sino experimentar, en este mundo contemporáneo en el cual –y como bien lo anticiparon Marx y Engels en el Manifiesto Comunista– uno a uno, los puntos de referencia “se desvanecen en el aire”.

El intento de resolver, en un sentido profundamente neoliberal, y mediante un simple golpe de Constitución, la pregunta por la naturaleza de lo humano debió haber llevado a los partidarios del cambio de Constitución, entre los cuales por cierto me cuento, a examinar con lupa todos y cada una de los contenidos del proyecto. Lamentablemente no fue así. La evidencia indica en todo caso que, al margen de su relevancia conceptual, no fue esta flagrante aparición de la esencia del neoliberalismo en medio de un proyecto que, supuestamente, nos pondría fuera de su alcance, lo que llevó a su estrepitoso fracaso. Mucho más relevante para esto fue la cuestión de los “pueblos y naciones indígenas del país”, a los cuales el proyecto constitucional, en numerosas disposiciones, investía y reconocía como detentores de derechos en base, no a la simple ciudadanía chilena, sino a su condición identitaria específica.

Se expresó aquí, sin duda, la recta intención de reparar una historia de violencia y despojo en todos los planos iniciada con la conquista española, y luego continuada entusiastamente por la República de Chile, especialmente en el periodo de la llamada “Pacificación de la Araucanía”. Recta intención que, además, parecía responder a un sentir mayoritario, expresado en las manifestaciones del octubre de 2019, cuando las banderas y otros símbolos de identidad mapuche superaron con creces a la bandera nacional, y que nuevamente se expresó con el nombramiento de la profesora Elisa Loncon como Presidenta de la Convención en su sesión inaugural.

Pero las cosas son muy distintas cuando se trata de aterrizar en términos constitucionales esta aspiración de reconocimiento. Más concretamente, se trata, como lo expresa el académico Salvador Millaleo en un artículo publicado el año 2019, de inclusión a través del reconocimiento de derechos colectivos (Salvador Millaleo, “¿Para qué sirve una Constitución? Reflexiones sobre la inclusión constitucional de los pueblos indígenas”, Revista de Derecho, Valdivia, 32, N° 1, 2019). No obstante, la pregunta que nadie plantea, o se anima a plantear, es la siguiente: ¿cómo se determina la pertenencia a un pueblo o nación indígena, y no en abstracto, sino en las específicas condiciones del Chile del siglo XXI? Que esta es una preocupación que, sin explicar totalmente los resultados del plebiscito de salida, sí aportó a ellos significativamente lo sugieren las encuestas. Así, por ejemplo, la encuesta Feedback difundida a fines de julio de este año, en la cual un 70% de los encuestados que votarían “Rechazo” justificaba su decisión en que “No todos van a ser iguales ante la ley” (39%); o bien en que “Con la plurinacionalidad Chile corre el riesgo de dividirse” (31%).

Para disipar temores como estos, nada se habría conseguido con explicar cuidadosamente cada una de las disposiciones del proyecto constitucional referidas a “los pueblos y naciones indígenas del país”. Pues, en esta como en otras cuestiones, el proyecto omitía dar respuesta a las preguntas fundamentales. Es decir, nuevamente, ¿cómo se determina la pertenencia o no pertenencia a un grupo identitario al interior de la sociedad chilena, cuando esa determinación está acompañada de derechos específicos que, si bien se presentan en general como compensación por las innegables injusticias pasadas, en el presente y en el futuro pueden dar lugar a enojosas y muy concretas diferencias no solamente entre abstractos integrantes de la nación chilena, sino entre muy concretos grupos sociales que, más allá de esta diferencia identitaria, comparten las mismas penurias socioeconómicas?

De esto se trata. No, como algunos airados partidarios del “Apruebo” lo quisieron entender en su momento, como un reclamo de políticos de derecha provenientes de los sectores más acomodados, inquietos por conservar una diferenciación que los favorece. Pues, si bien es cierto que algunos de aquellos manifestaron preocupación por esta diferenciación, al hacerlo estaban tentando a sus adversarios a pisar una vez más –hace ya tiempo que invariablemente lo hacen– el palito. En otras palabras, estaban hegemonizando un temor real. Sus adversarios en cambio, al descalificarlo como asunto de ricos –implícitamente, de “fachos pobres”– les estaban entregando esta preocupación mayoritaria en bandeja.

La literatura comparada muestra que, en países que se suele presentar como ejemplo de inclusión de sus pueblos aborígenes –los países escandinavos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, entre otros– la determinación de la identidad ha sido y es el motivo de conflictos sin solución. En esa literatura se reconocen tres criterios de inclusión: 1) descendencia del grupo aborigen en cuestión; 2) auto-identificación; 3) reconocimiento por la comunidad correspondiente. Pero la sola enunciación de estos criterios pone en evidencia las dificultades. (John Gardiner-Garden, “Defining Aboriginality in Australia”, https://www.aph.gov.au/about_parliament/parliamentary_departments/parliamentary_library/publications_archive/cib/cib0203/03cib10).

El primero de ellos es meramente tautológico, a no ser que se busque una confirmación genética. Pero este tipo de confirmación suele suscitar rechazo de parte de las propias comunidades, pues delegaría la decisión en una ciencia ajena a las tradiciones de la comunidad. Y, en un mundo que se precia de multi-identitario, ¿quién, y haciendo uso de qué argumentos, podría discrepar? En algunos casos, se intenta salir de la impasse agregando la pertenencia lingüística; no obstante, la realidad en estos casos –también, por cierto, en Chile– es que gran parte de quienes, en base al tercer criterio (al que me refiero más adelante), sí serían reconocidos por sus respectivas comunidades, viven alejados de ellas, integrados a la vida urbana –a la vida de los pobres de la ciudad– e ignoran la lengua aborigen (entre nosotros, así sucede, nada menos, con el temible weichafe Héctor Llantul).

El segundo criterio estuvo implícito en el Censo realizado en nuestro país el año 2017, el cual preguntaba: ¿Se considera perteneciente a algún pueblo indígena u originario? (dando a elegir entre nueve alternativas, más una categoría “otros”). El “se considera” aquí es relevante; de hecho, la misma web del INE destaca la diferencia con una pregunta similar incluida en el Censo de 2002 –“¿Pertenece usted a alguno de los siguientes pueblos originarios o indígenas?”. La diferencia es notable. Pues la “pertenencia” sólo podría ser determinada en base a los criterios 1) y 3); al año 2017, en cambio, nuestro INE había optado por inclinar la balanza decisivamente hacia el lado subjetivo de la auto-identificación (“¿se considera…?”). Con eso se llega a las cifras que hoy son consideradas oficiales, y que sin duda estuvieron en la mente de los constituyentes: población “indígena u originaria”: 2.185.792, es decir, el 12,8% de la población total del país. En principio, esta elevada cifra parece respaldar las más radicales demandas identitarias. Pero, de nuevo, la experiencia comparada muestra que, a la hora de las decisiones políticas, las mismas comunidades, transformadas en celosas guardianas de los límites identitarios, terminan por rechazar una definición tan laxa.

Con esto llegamos al tercer criterio, el más propiamente político: ser reconocido por la comunidad correspondiente. Y aquí se hacen presentes cuestiones en sí mismas relevantes, pero que lo son más intensamente cuando el reconocimiento en cuestión está asociado a derechos colectivos que, para quienes los detentan, se traducen en muy modernas oportunidades que pueden ir desde lo económico a lo educacional.

La pregunta es: ¿cuáles son los criterios mediante los cuales una comunidad habría de decidir acerca del reconocimiento? ¿Y a quiénes corresponde ejercer el poder, sea de dictarlos, sea de aplicarlos? La literatura al respecto muestra, nuevamente, que estamos ante una cuestión que suele generar agudos conflictos. Pues, a diferencia de las representaciones idealizadas que se suele manejar, no estamos ante “buenos salvajes” viviendo en condiciones arcádicas, sino ante seres humanos que hacen sus vidas en condiciones de la modernidad capitalista contemporánea –en sus márgenes, por cierto– y que, por ello, difícilmente podrían no participar de la mentalidad inherente a esta condición.

Lo que ha venido sucediendo con la tribu aborigen Nooksack, que habita el septentrional estado norteamericano de Washington, constituye una suerte de historia ejemplar de la conflictividad inherente al trazado de límites identitarios en condiciones contemporáneas. Los Nooksack son una tribu pequeña, con alrededor de dos mil integrantes, y una ejemplar trayectoria de dos siglos años de lucha por obtener derechos soberanos territoriales e independencia del poder central. En las últimas dos décadas, no obstante, la tribu ha sido escenario de agudas luchas por el poder, que llegaron a su punto álgido a inicios de este año, con el intento de expulsión de 306 de sus integrantes, todos ellos miembros de una familia extendida cuya pertenencia tribal Nooksack se remonta a una común tatarabuela, Anna George, quien se incorporó a la tribu durante las primeras décadas del siglo XX. Durante la primera década del siglo en curso, la familia George accedió al poder en la comunidad, obteniendo así el control de recursos destinados a remuneraciones, así como de aquellos provenientes de actividades económicas que se desarrollan en las tierras tribales. Los intentos de expulsión se iniciaron en 2013, cuando dicha familia ya había sido desplazada del poder por otro grupo. Pero la expulsión no es sólo una cuestión de poder y regalías asociadas: tiene por consecuencia la inmediata pérdida de los beneficios que la comunidad administra: vivienda, salud y seguridad social subvencionados, ayudas financieras (Ver: https://www.nytimes.com/2022/01/02/us/nooksack-306-evictions-tribal-sovereignty.html; https://kuow.org/stories/nooksack-tribe-cites-missing-ancestor-reason-disenroll-306-members/; https://kuow.org/stories/nooksack-tribe-cites-missing-ancestor-reason-disenroll-306-members/).

El caso de la tribu Nooksack no es aislado, sino uno más, indi00can las fuentes a las que hago referencia, entre una serie de recientes conflictos al interior de diversas tribus aborígenes norteamericanas, que se inician con la revisión de los árboles genealógicos y continúan con la expulsión de los considerados insuficientemente puros. Y en todos estos casos, la cuestión identitaria está estrechamente relacionada al acceso a derechos sociales, y al reparto del ingreso proveniente de negocios en que estas tribus están involucradas.

Un rasgo adicional del caso de los Nooksack contribuye a hacer de él una historia ejemplar. En las décadas de 1920-30, trabajadores filipinos salieron de sus tierras en busca de trabajo, y llegaron a los territorios del estado de Washington. Y allí, pobres con pobres, se mezclaron con los Nooksack, de modo tal que en la actualidad la mayor parte de estos tiene sangre filipina. No obstante, uno de los argumentos para expulsar a los 306 es que no serían sino “una banda de filipinos”. Y no es este el único caso de limpieza étnica: el año 2007, los integrantes de la Nación Cherokee votaron para despojar de derechos de ciudadanía tribal a los descendientes de afroamericanos (los Cherokee Freedmen) quienes, en su tiempo, habían sido esclavizados por los Cherokee.

La soberanía otorgada a estas naciones aborígenes norteamericanas excluye por principio la intervención en estos casos del poder judicial estatal o federal. No obstante, tanto en el caso de los Nooksack como en otros, los afectados han apelado ante las cortes, intentando hacer valer –contra la soberanía de sus comunidades– sus derechos como simples ciudadanos. Y así, las cortes estadounidenses se han visto enfrentadas a una decisión fundamental: o bien deciden en favor de los demandantes, en tanto ciudadanos dotados de los mismos derechos que aquellos no pertenecientes a ningún pueblo aborigen en particular; o bien, para evitar poner en crisis la totalidad del estatuto de los pueblos aborígenes en el país, terminan discriminando a los demandantes, negándole los derechos individuales que los no-aborígenes sí tienen.

Es cierto que el Artículo 329 del rechazado proyecto otorgaba a la Corte Suprema la facultad de “conocer y resolver las impugnaciones deducidas en contra de las decisiones de la jurisdicción indígena”. Con esto, establecía que los derechos inherentes a la ciudadanía chilena estarían por sobre la jurisdicción indígena. No obstante, ante impugnaciones concretas y en la eventualidad de ser sobrepasados por un tribunal no-indígena, ¿habría que suponer que los detentores de la jurisdicción indígena se quedarían cruzados de brazos? Quizás por eso, el mencionado artículo inmediatamente agregaba, “lo hará en sala especializada y asistida por una consejería técnica integrada por expertos en su cultura y derecho propio, en la forma que establezca la ley”. Pero con esto, el problema se torna más intenso: pues, ¿cómo se elige a estos “expertos”? Recordemos que, en su Artículo 96 Nº 2, el mismo proyecto establecía que “El Estado reconoce y fomenta el desarrollo de los diversos sistemas de conocimientos en el país, considerando sus diferentes contextos culturales, sociales y territoriales”. Estamos entonces ante una disyuntiva: o se acepta que en Chile la decisión sobre la experticia se rige por la racionalidad moderna –la cual, por cierto, no es absoluta, sino parte del una forma histórica de vida, la de la humanidad moderna, de la que, entre otras cosas, el mismo constitucionalismo forma parte; o bien, entre otras cosas, se deja sin efecto la igualdad ante la ley de los indígenas a quienes se cree proteger.

¿Qué conclusiones se pueden sacar de todo esto para el caso de Chile? En nuestro país, así como en la totalidad de los países latinoamericanos, se agrega una variable que complejiza aún más el establecimiento de la identidad indígena. Y es que, a diferencia de los países del Hemisferio Norte, y también de Australia y Nueva Zelandia, la mayor parte de la población es mestiza. Es decir, no obstante la violencia desatada en contra de las poblaciones indígenas por los conquistadores y luego por las repúblicas independientes, la misceginación logró superar al exterminio.

Ahora bien, según el Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (IWGIA), una abrumadora mayoría de la población autodefinida como indígena en Chile (87,8%) vive en condiciones urbanas (https://www.iwgia.org/es/chile.html#:~:text=Los%20pueblos%20ind%C3%ADgenas%20de%20Chile,encuentran%20residiendo%20en%20%C3%A1reas%20rurales).

No obstante, salvo menciones aisladas –derechos individuales de aguas, trato especial a las “personas indígenas” por parte de los tribunales y sus funcionarios (Artículo 321 Nº 2)­– los entonces constituyentes parecen haber imaginado que “pueblos indígenas y naciones indígenas” y “comunidades y asociaciones indígenas” serían sinónimos. Así, el Artículo 34 se inicia estableciendo que “Los pueblos y naciones indígenas y sus integrantes, en virtud de su libre determinación, tienen derecho al pleno ejercicio de sus derechos colectivos e individuales…”. No obstante, cuando la redacción pasa a enumerar estos derechos, sólo incluye derechos colectivos, con sólo una excepción: una desconcertante frase inserta al final de dicho artículo, que confiere tanto a agrupaciones como a individuos indígenas el derecho a “a participar plenamente, si así lo desean, en la vida política, económica, social y cultural de Estado”. Las itálicas aquí son mías; dejo a lector la tarea de considerar qué se seguiría de esta inquietante concesión al deseo.

Ahora bien, si se trata de ese exiguo 12,2% viviendo en condiciones rurales, los alcances del trato especial son claras. No obstante: ¿qué sucede cuando este trato excluye a los demás pobres del campo, a los trabajadores de las forestales y demás empresas agroindustriales, quienes son, en su abrumadora mayoría, tan mestizos como los que quedarían del lado bueno de la distinción indígena/no-indígena?

Pero vamos ahora al 87,8% que viven como pobres de la ciudad, ¿qué pasa con ellos? Descartando un imposible retorno a sus territorios ancestrales, ¿cómo se imaginaron los constituyentes que habrían de acceder a derechos pensados, según lo que indica el texto, sólo para los habitantes de comunidades indígenas rurales? La Constitución que se nos pidió aprobar, con sus más de 44 mil palabras, habría estado entre las doce más extensas del mundo; ¿por qué entonces no haber utilizado unas cuantas más, no a resolver en detalle, pero sí a orientar el modo como la ley tendría que abordar el asunto?

La violencia, el despojo, la discriminación sufrida por los pueblos indígenas están entre los más obscuros y trágicos momentos de nuestra historia; una historia que, no obstante el esfuerzo de ciertos notables historiadores, sigue siendo ignorada o denegada. El momento del reconocimiento y la reparación parecen al fin haber llegado. Pero este reconocimiento y reparación han de hacerse en la condiciones reales de un país mestizo, cuyos ciudadanos, si bien blandieron las banderas y los símbolos de estos pueblos en las manifestaciones de octubre del 2019, no parecen haberlo hecho en apoyo de políticas identitarias trasladadas mecánicamente de los países anglosajones y del Hemisferio Norte, cuya realidad sí permitió en cierto momento tirar una línea divisoria entre la mayoría de descendientes de europeos, y los pocos indígenas que sobrevivieron para contar el cuento (pero incluso allí esto es cosa del pasado; ahora, los Nooksack, esa tribu ejemplar, es mestizo-filipina). En Chile, entonces, el despliegue popular de banderas y símbolos de los pueblos indígenas quiere quizás decir: nosotros, el pueblo mestizo, somos los indígenas; su amarga historia es la nuestra, y la reparación por las injusticias a todos nos es debida.

La pregunta queda lanzada: ¿cómo otorgar un debido reconocimiento a esa historia, sin incurrir en una fatal discriminación entre quienes son igualmente pobres, igualmente mestizos? Fatal, en tanto el populismo fascistoide de nuestros días se alimenta de las pequeñas diferencias que las élites liberales contemporáneas, siempre por cierto con las mejores intenciones, suelen introducir. De esta manera, y en esto parece haber un tácito acuerdo entre populistas y liberales, las grandes diferencias pasan al sótano de la política.  Mas respecto a este sótano, la misma encuesta Feedback mencionada más arriba entregaba otro sugerente dato: independientemente de la intención de voto en el plebiscito, un 72% expresaba su aprobación a la Reforma Tributaria impulsada por el gobierno del Presidente Boric en su intención de “aumentar el impuesto a la renta de los sectores de más altos ingresos”.

¿No será entonces que, en vez de la fascinación por ese producto de la academia, los medios y la publicidad US-americanos, la glamorosa identity politics, habría que bajar al sótano y rescatar de allí una renovada política de clase?

Eduardo Sabrovsky
Doctor en Filosofía. Profesor titular del Instituto de Filosofía de la Universidad Diego Portales.