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Otra educación es posible

Por: Raúl Ojeda | Publicado: 19.12.2022
Otra educación es posible | Foto: Agencia UNO
Es más grave que desde el sistema educacional, y en particular desde nuestras escuelas y liceos, visualicemos los problemas de nuestros niños, niñas y adolescentes tan solo como propios de ciertas dinámicas familiares disfuncionales, sin ver, ni menos hacernos cargo, de la profunda crisis por la que atraviesan nuestras escuelas y liceos en el ámbito del bienestar emocional y la salud mental de todos quienes allí interactúan.

Al declararnos seres racionales vivimos una cultura que desvaloriza las emociones, y no vemos el entrelazamiento cotidiano entre razón y emoción que constituye nuestro vivir humano [Humberto Maturana]

Vivimos en una cultura que desvaloriza las emociones y privilegia el uso de la razón. Nuestras escuelas están orientadas principalmente hacia la obtención de resultados académicos y los profesores han sido bombardeados, durante las últimas décadas, con metodologías cuyo objetivo es mejorar el rendimiento de los estudiantes en esa área, descuidando el mundo de las emociones.

Durante los últimos tiempos se implementó en Chile un sistema escolar que tenía como principio estimular la competencia, asumiendo que de esta forma las escuelas lograrían rendir cada vez más y mejorar en el ámbito académico de manera tal de atraer más y mejores estudiantes. La competencia no sólo no mejoró los resultados académicos en los niveles esperados, sino que ayudó a construir un sistema centrado en los contenidos y alejó completamente de la escuela cualquier preocupación por el mundo de las emociones.

Este fue el camino privilegiado por todos los subsistemas educacionales chilenos durante los años previos a la pandemia. Pero la realidad nos hizo chocar contra un muro y tarde nos dimos cuenta que no estábamos preparados para enfrentar el desafío de hacer frente a dos años de virtualidad y encierro, y durante el año 2022 cosechamos los frutos de haber hecho oídos sordos a quienes, como el profesor Humberto Maturana, nos advertían acerca de la importancia del mundo de las emociones para un desarrollo genuinamente humano.

¿Podremos iniciar el camino de sanar las heridas físicas y emocionales que ha dejado esta pandemia en nuestras niñas, niños y adolescentes evitando abrir el mundo de las emociones en nuestras escuelas? ¿Será posible construir un camino distinto al que veníamos construyendo sin tomar en cuenta esta realidad? Responder estas y otras interrogantes de este tipo debería estar al centro de las preocupaciones de quienes son responsables de dirigir el sistema educacional chileno.

Abundan las explicaciones acerca de las razones por la que los estudiantes han cambiado su conducta en nuestras escuelas posterior al encierro, con manifestaciones recurrentes de violencia escolar, trastornos de la de conducta alimentaria, conductas autolesivas y otros fenómenos autodestructivos tristemente presentes en la vida cotidiana de nuestros niños, niñas y adolescentes.

La mayoría de las explicaciones que nos hemos dado acerca de este fenómeno ponen en el centro el rol de la familia como formadora primaria y principal de nuestros estudiantes y tienden a adjudicar gran parte de la responsabilidad a ella culpándola del desamparo en el que han quedado niñas, niños y adolescentes durante la pandemia.

Es evidente que en un momento de crisis como el que aún estamos viviendo todas las instituciones tienden a tambalear, por lo que no extraña que a las familias les impacte esta realidad. Sin embargo, no parece justo adjudicar tanta responsabilidad a una institución tan precarizada por políticas públicas, y no considerar la fragilidad en la que ha sido puesta por décadas. Si ya es grave que como sociedad le adjudiquemos tal grado de responsabilidad a las familias, es más grave aún que desde el sistema educacional, y en particular desde nuestras escuelas y liceos, visualicemos los problemas de nuestros niños, niñas y adolescentes tan solo como propios de ciertas dinámicas familiares disfuncionales, sin ver, ni menos hacernos cargo, de la profunda crisis por la que atraviesan nuestras escuelas y liceos en el ámbito del bienestar emocional y la salud mental de todos quienes allí interactúan.

Un rol central para iniciar el camino que convierta nuestras escuelas en centros que restauren y sanen las heridas emocionales ocasionadas por estos años de pandemia, y priorice la salud mental de todos los miembros de la comunidad escolar, sin duda lo jugarán los equipos encargados de gestionar la convivencia escolar de dichos espacios educativos. Será de vital importancia para el logro de lo anterior reforzar su papel y entregarle todas las herramientas formativas y de apoyo profesional que faciliten poner al centro de la gestión de la convivencia escolar acciones que generen vínculos saludables y potencien la formación emocional de todos quienes conforman la comunidad escolar.

Emprender la tarea de generar dichos vínculos saludables entre los miembros de la comunidad escolar implica de parte de aquellos adultos encargados de gestionar la convivencia:

  • Planificar, orientar y potenciar acciones que permitan hacer visible el mundo de las emocionesde todos quienes participan de la acción educativa,
  • Promover, como habilidad básica a desarrollar en niñas, niños y adolescentes, la empatía, definida como la capacidad inherente a todos los seres humanos de vincularse con el otro como un legítimo otro y entender su actuar desde la emoción; y
  • Contribuir a fortalecer en niños, niñas y adolescentes capacidades de resiliencia, entendida esta como “la capacidad de una persona o de un grupo para desarrollarse bien, para seguir proyectándose en el futuro a pesar de los acontecimientos desestabilizadores, de condiciones de vida difíciles y de traumas a veces graves” (Manciaux, Vanistendael, Lecomte y Cyrulnik, 2003).

Instalar la perspectiva de vínculos saludables también implica una responsabilidad para profesores y profesoras, quienes deberán orientar su trabajo en el aula hacia las tareas de:

  • Lograr, como base para todo aprendizaje, un tipo de relación armónica, colaborativa, inclusiva, interdependiente y complementaria entre todos aquellos que participan del quehacer pedagógico al interior de la sala de clase.
  • Modificar el centro de la intervención disciplinaria, incluyendo aspectos formales como el Reglamento de Convivencia, desplazándose desde enfoques punitivos hacia un enfoque formativo y de derechos, instalando la idea de que normas y procedimientos al interior de la escuela son elementos cuyo objetivo es modelar las relaciones humanas hacia vínculos saludables.
  • Facilitar un marco de funcionamiento comunitario aceptado y legitimado por todos y por el que se da cuenta frente al colectivo.
  • Proveer contextos en que los intereses de los niños, niñas y adolescentes sean resguardados y que posibiliten que puedan ser generosos, benevolentes, empáticos y no competitivos.
  • Proveer espacios emocionalmente seguros donde niños, niñas y adolescentes puedan expresar sus emociones de manera no agresiva o destructiva.

Dar cabida a los aspectos previamente mencionados abrirá la puerta para comenzar a sanar las heridas abiertas durante los últimos años.

Raúl Ojeda
Profesor hospitalario.