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TTP-11: ¿una llave o un candado en nuestra puerta?

Por: Rafael Cheuquelaf | Publicado: 25.12.2022
TTP-11: ¿una llave o un candado en nuestra puerta? |
Bajo la idea de “integrarnos al mundo”, se nos integró también a un esquema de mundo post Guerra Fría. Uno en donde el poder de las multinacionales no debe tener límites y el desarrollo de los países como el nuestro se apoya en la inversión extranjera y las concesiones. Y ese orden necesita ser asegurado frente a cualquier cambio impulsado desde la sociedad y que pueda constituirse en una amenaza.

Hace unas semanas el Senado aprobó por mayoría el TPP-11, un tratado que ha sido motivo de controversia y que, más que un tema de carácter técnico y económico, se ha constituido en materia de debate político. Con el reciente resultado desfavorable a la propuesta de nueva Constitución, el TPP-11 y todo lo que está en torno a él parece ser un nuevo motivo para discutir sobre el tipo de país en el que queremos vivir. Algunos dicen que nuevamente las fake news tomaron el lugar de la verdad objetiva sobre los documentos en cuestión. Otros, que efectivamente el TTP-11 pone una especie de candado sobre el destino que nos queramos dar como país.

Pero, ¿a qué llamamos exactamente “TTP-11” y por qué ha causado tanta polémica?

Hay que partir explicando de qué se trata. Básicamente, es la nueva versión del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (en inglés Trans-Pacific Partnership), un tratado de libre comercio suscrito entre varios países de la Cuenca del Pacífico, firmado el 4 de febrero de 2016 en Auckland (Nueva Zelanda). El TTP tiene sus antecedentes en el tratado inicialmente conocido como Pacific Three Closer Economic Partnership (P3-CEP), que fue negociado en la cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), realizada en 2002 en Los Cabos (México), entre el presidente de Chile, Ricardo Lagos, y los primeros ministros Helen Clark (Nueva Zelanda) y Goh Chok Tong (Singapur). El propósito del acuerdo comercial original entre estos países del Océano Pacífico era eliminar el 90% de los aranceles entre los países miembros al 1 de enero de 2006, y eliminarlos completamente antes del año 2015.

Pero el verdadero impulso del TPP ocurrió cuando Estados Unidos comienza a mirar la zona de Asia Pacífico, área en que deseaba expandir su influencia comercial y, al mismo tiempo, frenar una expansión china ya difícil de ignorar. El presidente George W. Bush informó al Congreso, el 22 de septiembre de 2005, la intención de su país de adherirse al tratado. Su propósito declarado del TTP fue rebajar las barreras comerciales, establecer un marco común de Propiedad Intelectual, reforzar los estándares de Derecho del Trabajo, Derecho Ambiental y establecer un mecanismo de arbitraje de diferencias. Este tratado era considerado por el gobierno de los Estados Unidos como el tratado complementario a la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP),​ un acuerdo similar entre Estados Unidos y la Unión Europea.

La propuesta estadounidense fue acusada de ser excesivamente restrictiva en materia de Propiedad Intelectual, incluso apuntándose de que hubiera afectado la disponibilidad de medicamentos genéricos en los países en desarrollo que formen parte de este acuerdo comercial en el futuro. Organizaciones de Derechos Humanos han criticado que este tratado se haya discutido en secreto y que incluso parlamentarios de los países involucrados no pudieran acceder a los documentos libremente. El 13 de noviembre de 2013, WikiLeaks publicó un borrador completo del capítulo de Propiedad Intelectual del tratado.

Desde el punto de vista estadounidense, el TPP fue considerado una especie de sucesor de la iniciativa de Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que había sido descartada tras la IV Cumbre de las Américas, realizada en Argentina en 2005, debido a las desventajas que conllevaba para los países sudamericanos, en especial para los integrantes del Mercado Común del Sur (Mercosur).

La primera versión del TTP fue finalmente rechazada por el gobierno de Donald Trump, quien en 2017 ordenó el retiro de los Estados Unidos del acuerdo, por considerarlo “perjudicial para los trabajadores norteamericanos”. Desde ahí en adelante se adoptó el nombre de “Tratado Integral y Progresista Transpacífico”, la cual ya componen formalmente países: Australia, Canadá, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur y Vietnam. De los países originalmente ya incluidos los únicos que aún no lo firman son Brunei y Chile. Esta segunda versión es la que acaba de aprobar el Senado de nuestro país, con 27 votos a favor (derecha y ex partidos de la Nueva Mayoría), 10 en contra (Partido Comunista, Frente Amplio y Federación Regionalista Verde y algunos de la Democracia Cristiana).

Chile ya tiene acuerdos comerciales con todos los países integrantes del TPP-11. Y es discutible si estos han significado prosperidad general para nuestro país o más bien el crecimiento de la desigualdad ya estructural de nuestra sociedad. Entonces, ¿para qué es realmente este tratado? Desde el mundo político y empresarial se esgrime como argumento principal que este acuerdo va a garantizar el bienestar de los ciudadanos, impulsando el crecimiento económico. En tiempos de turbulencia política y económica internacional, se promueve al TTP-11 como una especie de bote salvavidas para nuestro país. Incluso se dice que este tratado ya no es exactamente el mismo de 2017 y que la salida de los Estados Unidos significó cambios que nos favorecen. Ciertamente el tema de la Propiedad Intelectual se flexibilizó. Pero, ¿finalmente quién gana y quien pierde realmente con su implementación?

Los acuerdos de libre comercio son la mayor expresión del deseo de globalizar el capitalismo y su ratificación por parte de Chile a partir del fin de la dictadura marca un rumbo, en el sentido no solo económico y de comercio internacional, sino también desde un punto de vista ideológico. Bajo la idea de “integrarnos al mundo”, se nos integró también a un esquema de mundo post Guerra Fría. Uno en donde el poder de las multinacionales no debe tener límites y el desarrollo de los países como el nuestro se apoya en la inversión extranjera y las concesiones. Y ese orden necesita ser asegurado frente a cualquier cambio impulsado desde la sociedad y que pueda constituirse en una amenaza.

El TTP-11 fue concebido para garantizar a los inversores que sus negocios prosperarán, limitando el rol fiscalizador del Estado en materias aduaneras, laborales, tributarias y medioambientales. Y, lo más importante, abriendo la posibilidad de demandas por parte de los inversores que crean que el Estado es responsable de sus pérdidas. Y no en tribunales nacionales, sino en unos de carácter internacional.

Todo el que se oponga a esa institucionalidad es tachado “proteccionista”, “nacionalista” y de “no querer el desarrollo para el país”. Y en esa categoría incluyen a sectores que ya son hostilizados: pueblos originarios y pequeñas comunidades movilizadas contra proyectos mineros, energéticos y acuícolas que destruyen entornos. Lo que lleva a preguntar: ¿es compatible el Acuerdo de Escazú, que protege a activistas medioambientales, con el TTP-11? Esta es solo una primera duda.

Veamos algunos efectos concretos que tendría la aplicación de este tratado para nuestro país. Lo primero es la prohibición de aplicar impuesto a la exportación (página 15 de Boletín 12195-10). Dice así: “Prohibición de establecer impuestos a las exportaciones: salvo ciertas excepciones particulares para Vietnam y Malasia, las Partes no aplicarán impuestos a las exportaciones. Esta medida va dirigida igualmente a evitar las prácticas que distorsionen el normal funcionamiento del comercio internacional”.

¿Qué significa esto? Que el Estado Chileno no podrá favorecer el desarrollo del valor agregado a las materias primas. Es decir, una industria propia en torno al cobre, litio, madera, entre otras. Una que fabrique muebles y no solo exporte tablas, o que haga baterías eléctricas en vez de solo vender litio en bruto. Y para esto se necesita justamente un impuesto a la exportación, para financiar el despegue de una industria nacional.

En este tratado, específicamente en el capítulo N° 9 (“Inversiones”), se establece que el Estado no puede imponer condiciones al inversionista extranjero, como por ejemplo hacer cumplir alguna obligación o compromiso. La Aduana chilena tendrá como obligación principal “facilitar el comercio entre los países del TPP” (capítulo N° 5, “Administración Aduanera y Facilitación del Comercio”), lo que puede entrar en conflicto con su rol dictado por la Ordenanza de Aduanas (DFL 30, de 2005), que es “vigilar y fiscalizar el paso de mercancías por las costas, fronteras y aeropuertos de la República, intervenir en el tráfico internacional para los efectos de la recaudación de los impuestos a la importación, exportación y otros que determinen las leyes, y de generar las estadísticas de ese tráfico por las fronteras, sin perjuicio de las demás funciones que le encomienden las leyes”. Si Aduanas fiscaliza “demasiado”, las empresas importadoras y exportadoras podrán recurrir contra Aduanas en los tribunales arbitrales internacionales que contempla el TTP-11.

La acción en torno a este tema desplegada por el Ejecutivo está sin duda condicionada a una situación nada ventajosa frente a una oposición empoderada. Recordemos que este gobierno comenzó dirigido por la coalición “Apruebo Dignidad” y que debió abrirse a sectores de la ex “Nueva Mayoría” (impulsores de esta clase de acuerdos comerciales) para reforzarse frente al golpe que le significó un triunfo del Rechazo (muy capitalizado por la centroderecha y ultraderecha. Sectores que no tienen ningún problema en amenazar con no aprobar la Ley de Presupuesto ni la Reforma Tributaria cada vez que se hace algo que no le gusta.

Ciertamente el presidente Gabriel Boric tenía la facultad de retirar el proyecto de ley y así evitar la aprobación del TPP-11. El no hacerlo le ha valido críticas de su base de apoyo en “Apruebo Dignidad” y de muchas organizaciones sociales que llevan años luchando contra la ratificación de este tratado. Y que le han recordado su propia posición, manifestada cuando era diputado. Él ha defendido su decisión, argumentando que su rol hoy es otro y que se debe respetar la decisión del Senado por ser una institución pilar de esta democracia. Por cierto, una institución muy desacreditada por operar constantemente como un enclave neoliberal y conservador, cuya disolución estaba contemplada en la propuesta constitucional rechazada.

Por otra parte, el Primer Mandatario decidió acudir a las llamadas “side letters”, que son básicamente consultas a otros gobiernos sobre aspectos del tratado que resultan incómodos, como el tema de las posibles demandas contra el Estado por parte de inversores. La oposición acusó que esta era una maniobra para dilatar indefinidamente la ratificación de este tratado. Hay que destacar que Nueva Zelanda hizo exactamente lo mismo. Pero finalmente, tras consultas que el gobierno chileno hizo a otros países suscriptores del tratado (de los cuales solo tres mostraron algún grado de apertura a las “side letters”), este se decidió finalmente a depositar el tratado, el cual entraría en vigor para nuestro país en febrero de 2023.

Finalmente, más allá de cualquier calificativo que se quiera dar a quienes promovieron la firma de este tratado, cabe preguntarse de manera objetiva: ¿quiénes son los beneficiados directos por el TTP-11 y cuál es el poder que tienen en nuestro país? La respuesta es sencilla: todos quienes históricamente han sustentado su poder en las exportaciones de alimentos y materias primas sin elaboración. Léase minerales, madera, celulosa, frutas, vinos y salmones.

No olvidemos que el poder de los exportadores creció dramáticamente a partir de la dictadura cívico militar, que detuvo un sostenido proceso de industrialización nacional para aplicar el guion neoliberal de los “Chicago Boys”. Uno que significó que casi nada de lo que usamos actualmente es de fabricación nacional y que las generaciones actuales no puedan ni siquiera imaginar que en Chile alguna vez existió una gran industria textil, de electrodomésticos e incluso de ensamblaje de autos.

En este último sentido, el TTP-11 podría significar sellar ese destino, sin dar lugar a posibles formas alternativas de actividad económica, no solo basadas en el crecimiento del capital privado exportador, sino en el uso racional de los recursos, en el desarrollo humano y en la prosperidad de las comunidades. En una agricultura que privilegie la diversidad de cultivos y no en convertir a los territorios en extensos monocultivos de pino o de paltas para la exportación. En una actividad pesquera que no esté acaparada por un puñado de empresas y con aguas no invadidas por una industria salmonera comprobadamente dañina. Y en una en donde el desarrollo del conocimiento a partir a la Ciencia y la Tecnología sea central y que dé origen a iniciativas propias, en armonía con el medioambiente y no en situación de subordinación, sino de cooperación con otros países. En plena era del cambio climático, y con la amenaza cada vez más plausible de la extinción humana, debemos preguntarnos a qué modelo de país y de mundo le vamos a dar prioridad.

Se ha acusado reiteradamente de “sobreideologizados” a quienes se oponen a la ratificación del TTP-11. Y se descalifica cualquier opinión en contra, incluso si vienen de economistas que conocen muy bien del tema, como el consultor del Banco Mundial y de la ONU Ha-Joon Chang y el académico chileno de la Universidad de Cambridge José Gabriel Palma. ¿Y si efectivamente los sobreideologizados son quienes confían ciegamente en el libre mercado y sus mecanismos? ¿Acaso esa no es también una postura ideológica?

No olvidemos que esa visión se impuso en Chile mediante el Terrorismo de Estado. Y, a la vista de los resultados del último plebiscito, esta ha calado muy hondo, siendo motivo de miedo cualquier cambio en una dirección distinta, hacia una idea de sociedad con bienes comunes y soberanía popular.

El TTP-11 es uno de esos temas en que las convicciones entran en choque directo con el pragmatismo más crudo. Y que pone a prueba la voluntad de quienes hablaban hace no mucho de “superar el neoliberalismo”, “parar el extractivismo” y “avanzar hacia un Estado Social de Derecho”. Este no debería ser solo un asunto de votos y negociaciones a puertas cerradas. Si se trata de algo que tendrá efectos sobre nuestro país, todas y todos deberíamos informarnos, debatir y hacer oír nuestras voces. Como se haría en una democracia verdadera, donde el mercado no fuera una especie de dogma religioso sino un ámbito más de una sociedad más consciente y solidaria.

Rafael Cheuquelaf
Periodista.