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Opinión

La (re)constitución: Retiro todo lo dicho

Por: Jorge Morales | Publicado: 17.01.2023
La (re)constitución: Retiro todo lo dicho Mural nueva Constitución |
Si el estallido social nos despertó, el rechazo del plebiscito nos petrificó. Pasamos de la revolución estructural a la restauración conservadora, del avanzar sin transar a la capitulación infinita, de Chilezuela a Fachistán. A esta altura, todas esas caricaturas sintetizan mejor las contradicciones de la sociedad chilena que cualquiera de los análisis y juicios que intentan explicar por qué pasó lo que pasó.

Resumamos. Han pasado tres años desde el estallido social, tres años desde el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, cuatro meses desde el plebiscito y su lapidario resultado. Toda esa rabia desatada en octubre de 2019, a la que se intentó darle un cauce institucional en noviembre del mismo año, fracasó tan estrepitosamente en septiembre de 2022 que no generó paz ni una nueva Constitución, dejando, por el contrario, un sentimiento que nos perseguirá por todo el año 2023, y que bien puede sintetizarse con el nombre de este diario: el desconcierto.

Si el estallido social nos despertó, el rechazo del plebiscito nos petrificó. Pasamos de la revolución estructural a la restauración conservadora, del avanzar sin transar a la capitulación infinita, de Chilezuela a Fachistán. A esta altura, todas esas caricaturas sintetizan mejor las contradicciones de la sociedad chilena que cualquiera de los análisis y juicios que intentan explicar por qué pasó lo que pasó.

Lo único que se puede decir, sin temor a equivocarse, es que la izquierda tuvo una oportunidad privilegiada de cambiar el curso de la historia y la perdió. Actuó con más arrogancia que cálculo, con más ímpetu que astucia, con más voluntarismo que inteligencia. Así como parte de la derecha entró a boicotear la Convención, parte de la izquierda entró para adueñársela.

La nueva Constitución -que no fue- jamás buscó el más mínimo consenso con el «enemigo». Aún peor, olvidó que sería juzgada por millones de chilenos que nunca habían manifestado su opinión, pero que esta vez se verían obligados a pronunciarse a través del voto obligatorio. Unos chilenos presumiblemente tradicionalistas y despolitizados, o sea, el reverso simétrico de los convencionales: rabiosos militantes de diversas causas postergadas, pero dueños por primera vez de un poder tan grande que no supieron administrar para conservarlo.

El texto final fue como un mal guion: interminable, grandilocuente y aparatoso. Quería dejar todo amarrado y sacramentado tratando de acabar con cualquiera futura deliberación política que pudiera cuestionarlo. Hubo tanta displicencia, irresponsabilidad y ceguera de la izquierda que ni siquiera previeron y planificaron qué hacer frente a la derrota, digámoslo, ya anunciada con luces y señales por múltiples indicadores meses antes de la tragedia.

La magnitud de la explosión social del octubrismo tuvo su gemelo perverso con la abultada votación rechacista de septiembre. Mientras el 18 de octubre de 2019 pareció la asonada frenética y poderosa de una revuelta anticapitalista, el 4 de septiembre de 2022 pareció la fría y contundente manifestación de un restablecimiento sistémico. La palabra clave es «pareció». Por eso, al margen de cualquier consideración, el resultado del plebiscito fue una alerta indeleble para ponderar el significado de cualquier desborde popular: el malestar no tiene matrícula ideológica.

Este miércoles 10 de enero de 2023 el Congreso de Diputadas y Diputados aprobó -casi desapercibidamente- el nuevo proceso constitucional. Como ya se sabe, con «bordes», «expertos» y «árbitros». La nueva convención -llamada ahora Consejo Constitucional- tendrá tantos controles, limitaciones y resguardos, que hasta el Pacto de Garantías Constitucionales que la Democracia Cristiana obligó a firmar a la Unidad Popular para ratificar a Salvador Allende como Presidente de Chile en 1970 era menos vinculante.

Está clarísimo que este Consejo, y su nuevo proyecto constitucional, será completamente distinto al anterior, y en muchos sentidos será lo opuesto. Si la izquierda tiene algo de lucidez, debiese intentar que la futura Constitución sea, por sobre todas las cosas, breve. Este no es el momento de recomponer lo perdido. No hay que buscar más una Constitución que lo cambie todo, sino una que permita que cualquier cambio trascendental tenga alguna viabilidad en el futuro; una Carta Magna que abra puertas, aunque tenga las persianas cerradas.

Así de dañado quedó el escenario constitucional.

Mientras la derecha tomó todas las precauciones para no tener sorpresas sobre el resultado, la izquierda -todavía choqueada por la derrota- simplemente se entregó, teniendo como único norte mantener vivo el proceso. Todo indica que la correlación de fuerzas en el próximo Consejo Constitucional estará inclinada hacia la derecha. Por eso la izquierda tendrá que escoger qué batallas quiere dar porque su «poder de fuego» está y estará completamente menguado.

¿Y el gobierno? Mantenerse lo más alejado posible. Porque más allá de sus «buenas intenciones», todo lo que toca termina arruinándolo. El reciente bochorno de los indultos, el único acto en el ejercicio del poder que de hacerse correctamente no hubiera necesitado más explicaciones que la discrecionalidad presidencial, terminó, como siempre, con renuncias, excusas y mea culpas. Tras casi un año en el poder, ¿era tan complejo chequear los datos y elaborar una lista de apenas una decena de indultados sin prontuario y dar un cierre mediocre pero simbólico al estallido social?

El gobierno de Gabriel Boric parece más empeñado en «habitar» sus cargos que en «ejercerlos». En medio de un ambiente cada vez más hostil, todo aquello susceptible de ser polémico hubiera debido ser preparado sobria y pulcramente hasta en los más mínimos detalles para evitar un escándalo. Pero el gobierno hasta ahora solo ha demostrado tener dos «talentos»: un sistemático pragmatismo (desdecirse de cada uno de sus principios y creencias) y una humildad ilimitada (disculparse sistemáticamente por sus desprolijidades y errores). Ironías aparte, este no es el momento de capitular ni rendirse, pero tampoco de darle más razones a los pocos partidarios que le quedan de dudar de sus convicciones y capacidades.

Lo cierto es que la nueva Constitución, diga lo que diga, por más limitada, anticuada y anémica que sea, por más que reduzca los sueños a un bostezo, sin épica, desangelada y cargada de sospechas, tendrá al menos un mérito importante. Sea lo que sea, no será más la Constitución de Pinochet. Es triste decirlo, pero en estos momentos, no es poco.

Jorge Morales
Crítico de cine y guionista radicado en Francia.