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Opinión

Sobre el autobombo y otras levedades

Por: José Guerrero Urzúa | Publicado: 13.04.2023
Sobre el autobombo y otras levedades |
A pesar de su mala prensa y fundado desprecio, paradójicamente pareciera no existir circunstancia ni pudor que frenen su cultivo masivo, pues el autobombo tiende a operar como un síntoma gravitante en el devenir de nuestra psicopatología de lo cotidiano.

Qué duda cabe que el elogio desmesurado y público de sí mismo, es decir aquello que popularmente se conoce como el autobombo, arrecia como mala hierba por las plataformas del ciberespacio.

Casos cercanos sobre semejante desmadre narcisista (y a ratos megalómano), debemos admitir, abundan hasta el hartazgo.

Se pueden hallar, ostensiblemente, en esa fauna desfachatada, de diversa estofa y de toda laya: usuarios adictos que, homogeneizados por una misma alucinación, se espejean y potencian entre sí; afanados por vencer el indeseable anonimato que a menudo los asedia y conflictúa, de modo de fabricar su ansiada popularidad y así obtener rápidamente créditos de poder, a fuerza de imposturas, proyecciones, confesiones y simulacros; mecanismos todos, tramitados mediante el espacio omnipresente de las redes virtuales, las cuales ─huérfanos de escrúpulos y sutilezas─ asumen como diario de vida,  allí donde el límite entre lo virtual y lo real pareciera disiparse dentro de sus imaginarios y subjetividades neuróticas y no menos fantasiosas.

Y en esa fenomenología del espectáculo, comparecen una pantagruélica galería de personajes, números destacados de este circo pobre de las vanidades, a saber: escribanos, poetícolas, curanderos, chamulleros, patrioteros, tiktokeros, saltimbanquis de la razón y la esperanza, integristas, obscenos moralistas, performistas y exhibicionistas del status quo, veganistas new age, glotones espirituales, justicieros de salón, conspiranoicos, artistas cortesanos, gordofóbicos limítrofes, videntes de matinales, policía moral, devotas del “sexo de la gramática”, periodistas lacayos, femmes fatales, machirulos, gurúes, hedonistas… Ad nauseam.

Con todo, parecieran sentirse inmunes e indiferentes a las fatídicas consecuencias de sus propios actos, que afectarían su imagen, honor y privacidad, resulten o no conscientes de aquello. Ni hablar de la podredumbre congresista y su casta política, artífice y portadora de tanta impunidad. Una vergüenza nacional…

Entonces, a pesar de su mala prensa y fundado desprecio, paradójicamente pareciera no existir circunstancia ni pudor que frenen su cultivo masivo, pues el autobombo tiende a operar como un síntoma gravitante en el devenir de nuestra psicopatología de lo cotidiano.

Es como un virus del “yo intoxicado” (disociado de la comunidad del “nosotros”) que se propaga indiscriminadamente, sin concesiones ni miramientos, y de fácil contagio, entre atormentados huéspedes consumidos por la tristeza y desconfianza que entrañan sus egos ponzoñosos; quienes no hacen mejor cosa que presumir de aquello que carecen. Sujetos que no hacen sino chapotear en el sumidero de las travestidas apariencias…

Cabe advertir que en esta ignominiosa práctica del autobombo subyace, en quien lo padece, un atrofiado deseo que instaura a la vez una falta, ese vacío existencial y emocional, insufrible (en que la envidia, que alberga la mediocridad, también está llamada a hacer lo suyo), donde se urde la ansiedad desesperada de ser reconocido, donde, como primera manifestación, surge la necesidad compulsiva de ser constantemente aceptado, admirado, adulado, alagado, deseado, vitoreado,  sin necesariamente disponer de logros ni de justas satisfacciones que justifiquen o sostengan el “mal delirio” de sentirse superior y diferente frente a los demás; como quien estuviese imbuido y mesmerizado por el cifrado maquinal de una inteligencia artificial, a merced de los designios autómatas y el control larvado de ésta, que tomaría posesión de sus conciencias y voluntades, y a cuyo dispositivo le han de rendir culto y obediencia los más necios y soberbios, ungidos mediante letanías exitistas y alianzas segregadoras.

Sin embargo, en las antípodas, están quienes han atesorado (como un rayo dentro de un cofre) la sensatez, decencia y deseo de no practicarlo, aquellos que sí realmente gozan de auténticos logros, provistos de la humildad carismática que adviene portento y de fuertes convicciones que dignifican sus vidas, prescindiendo, en efecto, de volverse presa fácil del reino del ridículo y distantes de la violenta monotonía que deviene siempre amarga soledad.

Como nos enseña Lacan, el deseo, cuya naturaleza es fantasmática, es decir su objeto es extravagante, inclausurable (y no constituye una función biológica), al no ser reconocido fabrica síntomas, una invención de múltiples artificios puestos en escena que a la larga resultan estériles, pedestres; pues enmascaran la verdad de un inconsciente donde anida lo realmente deseado….Y en ese ocultamiento se devela lo penoso y patético de la cosa deseada; en el caso del sujeto o sujeta que ejerce el autobombo: ser, a como dé lugar,  admirado, peor aún, volverse famoso, mientras se va degradando y desfalleciendo poco a poco en el magro intento de sus inmediateces.

En consecuencia, creo que cada actor de este teatrillo virtual y rotativo adicto al flagelo rocambolesco del autobombo, desde luego, socavado por inconfesables complejos interiores, representa una comedia de equivocaciones, cuyas escenas y tra(u)mas, que a menudo suele exhibir sin pudor y los relatos espurios que a sí mismo se cuenta, y de los cuales suele vanagloriarse, están condenados a repetirse y sucumbir en una especie de metamorfosis de lo mismo (afianzando los anodinos lugares comunes y señuelos que en general lo habitan), y  a echar raíces en la madriguera de espejismos y quimeras que lo nombran; mientras no se encuentre ni se reconozca en el escamoteado laberinto de sus silencios, de sus derrotas, de sus fugas: allí donde sus penitentes egos acusan el aguijón de cada una de sus frustraciones y desdichas cotidianas. Sépalo o no, quiera o no aceptarlo.

Por consiguiente, alguien que se crea y se reconozca a sí mismo una especie de francotirador en contra de este modelo neocapitalista salvaje, no puede sentirse honrado de ejercer el autobombo, pues no es concebible pretender cuestionar, impugnar y criticar el modelo junto a todos sus engendros y a su vez vivir cautivo de la condición de un yo ególatra, triunfalista, ganador, asegurado; cuya práctica no hace sino rehuir aquella fantasía  justiciera y emancipadora;  porque lo que impone y promueve el modelo es un modo de comportamiento social funesto, autodestructivo y enajenante, reproducido e introyectado precisamente en ese yo egótico, individualista, ladino, que legitima los sistemas parásitos a los cuales es funcional en tanto sujeto de sujeción y sometimiento.

Por tanto, quien practica el autobombo es condescendiente y funcional con el mismo modelo predador en cuestión, del cual se cree disidente. Por ende, no se puede ser coherente y confiable estando entrampado en esta aberrante contradicción, que más que eso, constituye una farsa, una fatal obsesión: una doble moral, rampante, no exenta de banalidad y decadencia…

¡Hasta cuándo, basta ya de la tontera!

José Guerrero Urzúa
Cineasta y escritor.