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Opinión

La policía electoral

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 04.05.2023
La policía electoral |
Anularé porque considero que es mi derecho no validar un proceso viciado y capturado desde su nacimiento y que, de llegar a puerto, no será sino el canto de sirenas de décadas habitando en un ecosistema políticamente raquítico de legitimidad y profundamente anclado en el paradigma descontrolado de la seguridad. Anularé aunque la policía electoral venga por mí.

Es un estándar histórico, una suerte de ley, según constato en mi “bios-política”, que en el último tramo de una elección. cualquiera sea en Chile, hace su aparición la policía electoral.

Y quiero entender la idea de “policía” no solo en los términos convencionales, es decir, como una institución del Estado encargada de administrar seguridad interna en una sociedad determinada. No, la quiero leer desde lo que Jacques Rancière ha comprendido por el gobierno de las policías. En este sentido decir —de manera amplia— que para Rancière el gobierno policial tiene por objetivo central, primero, jerarquizar un grupo humano a partir de funciones específicas y salvaguardar que esas mismas funciones se ejecuten respondiendo a la ortodoxia de un orden que, de alterarse, pone en peligro la sobrevivencia del Estado. En segundo lugar, se trataría de que esta jerarquía se vea soportada en el consentimiento de individuos que se reconocen en la subordinación (Política, policía y democracia, 2006).

Si desplazamos lo anterior al perímetro electoral chileno, veremos que toda vez que la disidencia respecto de las opciones oficiales en una elección determinada comienza a insinuarse (en este caso se trataría de no votar por ningún/a candidato/a), el gobierno policial se translitera en una suerte de policía-moral-electoral defendida tanto por sujetos de a pie como por los que están en posiciones de poder, y que reproducen la defensa de esta jerarquía devenida en un conservadurismo que solo entiende a la democracia, precisamente, dentro de la órbita electoralista.

Lo típico: “si no votas estás fuera o no opines”, “si no votas no tienes derecho a…”, “si no votas le estás entregando el poder a la derecha o a la izquierda y serás culpable de todas las pestes bíblicas…”, y dale que dale con la manija.

Como si anular, en este caso, fuera una suerte de virus que portamos aquellos y aquellas que, por una razón u otra, vemos en este proceso el desprecio radical a todo rasgo democrático y, por supuesto, la desactivación de cualquier asomo de soberanía. Un proceso que desde el momento en que la potencia e imaginario octubrista fue brutalmente despachado a las bodegas de la historia —arrebatándosele aquella condición de grieta revolucionaria para pasar a ser la gran excusa de la restauración conservadora y su paradigma de la seguridad triunfante— no hizo más que reconocerse, en repetición insoportable, en las razones de “las derechas”, posibilitando entonces un engendro procedimental nacido en la más prístina ilegitimidad y que, de aprobarse con el voto, no nos haría sino cómplices activos de una sociedad, nuevamente y en constante espiral histórico, decidida por la furia oligárquica que sin más hizo caja desde la primera concesión de un gobierno sin relato y de un pueblo, en parte, hipnotizado por las flautas de los apóstoles del evangelio democrático.

Del mismo modo, la policía electoral es una respuesta a la desestabilización de lo binario, a lo neutro que desbarata el paradigma (Barthes, Lo neutro, 1977). Esto es: “apruebas o rechazas”, “votas o no votas”, “te decides por un/a u otro/a candidato/a o no”, en fin. Es el pánico a la constatación de que la jerarquía (no entendida como algo vertical sino como la correcta y exacta distribución de roles y opciones como señala Rancière) se cimbre y finalmente sucumba a la irrupción de la disidencia. Entonces, a lo que ha sido establecido —en tono casi religioso/metafísico— como el ser democrático, se le transparentan sus condiciones de imposibilidad.

Ahora, también la policía electoral actúa como policía en el sentido clásico del término: persigue, acorrala, chantajea, atemoriza y evidencia con claridad sinóptica el castigo que se arriesga de caer en el pecado mortal (según la gran Enciclopedia católica de Arthur O’Neil pecado mortal es “la violación con pleno conocimiento y deliberado consentimiento de los mandamientos de Dios en una materia grave”) de no emitir el sacrosanto y canonizado voto.

En este sentido hay en la policía electoral un astuto saber de anteponerse a lo que puede ser el fracaso de su opción, identificando desde antes quiénes serán el vaciadero de todas las culpas de una sociedad fallida. En otras palabras, lo que le es propio es una temporalidad y un cálculo que predefine el objeto de la vergüenza y que restará, de ahí en más, metafóricamente colgado en la plaza pública, en el trono de la historia infame de esos y esas que osaron un día desafiar la moralidad rampante de los autodeclarados celadores de la democracia.

Abreviar la dinámica democrática en el voto es algo así como electoralofilia (adicción compulsiva al acto de votar) alucinando, a su vez y con toda la estrechez disponible, que la democracia misma es algo simple, llano, pedestre, en fin: algo cuyo destino no se juega sino en el desplazamiento físico y en el acto sintético de emitir y penetrar la urna con una papeleta. Algo hay de sexualidad reprimida en la performatividad del “acto de votar”.

Y es aquí donde la policía electoral cae por su propio peso. La política y la democracia se juegan, por mucho, lejos de los “bordes” establecidos por las instituciones y votar, en el mejor de los casos, es el último de los eslabones de un proceso que debe devenir legítimo para ser viable y reconocido por la historia grande.

En esta línea, por ejemplo, nada puede ser más legítimo y democrático que una sociedad civil, ciudadanía, pueblo o como quiera llamársele, que se activa en las calles pidiendo y demandando un mejor destino, tensionando a las instituciones y presionando a tal punto que la soberanía se vuelve el eco de un porvenir emancipado y sin los arañazos del robo, la captura, el secuestro oligárquico: ese viejo mal que nos es tan propio y que reproducimos aceptando cualquier moneda que diga, en una de sus dos caras, “demócrata”.

He votado en todas las elecciones en las que he sentido que un pueblo se jugaba su soberanía, su futuro, su historia por venir. Voté a favor de la Asamblea Constituyente en el año 2020; voté por constituyentes —hombres y mujeres— en 2021; voté por tener una nueva Constitución en 2022 y también por Gabriel Boric en primera y segunda vuelta. No me considero ni de asomo un antidemócrata desde ningún ángulo, pero sí, eso sí, un antifraude y un antiplagio.

Anularé porque considero que es mi derecho no validar un proceso viciado y capturado desde su nacimiento y que, de llegar a puerto, no será sino el canto de sirenas de décadas habitando en un ecosistema políticamente raquítico de legitimidad y profundamente anclado en el paradigma descontrolado de la seguridad.

Anularé, aunque la policía electoral, después, venga por mí.

Javier Agüero Águila
Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.