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¿Existe una “clase política”?

Por: Antonio Elizalde | Publicado: 08.05.2023
¿Existe una “clase política”? |
Desmantelar ese imaginario progresista elitista es la primera tarea necesaria para que el quehacer político retorne al nivel de valoración que tuvo en el pasado. De no ser así estaremos pavimentando el camino a todo tipo de populismos y mesianismos, como nos muestra la experiencia vivida en países con una institucionalidad política bastante más fuerte que la nuestra.

Es difícil encontrar hoy un concepto más manido que “clase política”. No hay quien no haga referencia a este constructo lingüístico; incluso todas las empresas dedicadas a estudiar la opinión pública, los medios de comunicación que difunden los resultados de sus encuestas, los cientistas políticos y profesionales de otras ciencias sociales, entre muchos otros, incluyendo a integrantes de la propia clase política hacen uso y abuso de este concepto, lógicamente sin sentido, lingüísticamente absurdo y epistemológicamente vacío, un verdadero y absoluto flatus vocis.

Para sustentar lo que digo, parto con la definición aristotélica de hombre, o más bien de “ser humano” (para no ser criticado de machista). Para Aristóteles, somos un de zoon politikon, un animal político o cívico. Es esta la condición que nos diferencia de los otros animales: el relacionarnos con otros, ser capaces de vivir en común, de organizarnos en sociedad y de hacer política.

Todos hacemos política, somos seres políticos, cada decisión que tomamos afecta no sólo nuestra vida, sino que también la vida de otros. “Ningún hombre es una isla, algo completo en sí mismo; cada hombre es un fragmento del continente, una parte de un conjunto”, dice John Donne en su poema “Las campanas doblan por ti”.

Lamentablemente, nuestro imaginario sigue preso del discurso instalado hace ya 50 años por los militares golpistas, y sus secuaces civiles, de que todo lo político es malo y es dañino para la sociedad y los ciudadanos. Ellos se calificaban a sí mismos como apolíticos, y hasta el día de hoy siguen haciéndolo muchos, en especial quienes defienden el statu quo, aquellos que se benefician por la mantención de las cosas tal como han sido y están.

Lo que me parece absurdo es que muchos intelectuales, profesionales incluso de las ciencias sociales, sigan entrampados en este discurso y en el imaginario simplista que divide al país en políticos y apolíticos. Por un acto simple y elemental de lógica, usar esa conceptuación implica la existencia de dos clases sociales: una es la clase política y la otra es la clase apolítica o no política. Ahondemos un poco más está distinción. ¿Quiénes constituirían la mentada clase política?

  1. Todos los que ocuparon, ocupan o pretenden ocupar estatus o cargos de representación popular, sean estos de cualquier nivel: nacionales, regionales, provinciales, comunales o locales.
  2. Todos los que militan o militaron en algún partido y organización política, de cualquier índole.
  3. Todos los que estudian, se informan, reflexionan, debaten, escriben, leen y tienen opinión sobre temas políticos.

¿Cuáles son los temas políticos? Aquellos que nos conciernen a todos. Ergo, todos somos todos, quien se excluye al hacerlo se está negando a asumir la condición humana.

Otra cosa es, entonces, la existencia de una parte importante de la población, mayoritaria incluso, que, por una u otra razón, tiene una postura crítica a la forma, a los procesos y a los mecanismos mediante los cuales se lleva a cabo el quehacer político hoy.

Existe un manifiesto y evidente grado de malestar en la población: porque la situación económica es crítica para vastos sectores; porque existe una condición de creciente inseguridad debido al aumento de la criminalidad y la incapacidad de enfrentarla por parte de las instituciones policiales; porque parte importante de la población está endeudada y se endeudan aún más para poder sobrevivir; porque se endeudaron para obtener una profesión que no les genera ingresos suficientes para tener una vida digna; porque viven en condiciones indignas para un ser humano; y podríamos seguir agregando más y más razones para el malestar instalado en el ánimo colectivo.

¿Y a qué, a quién o quiénes sino responsabilizar o culpar de todo aquello, sino a “la política y a los políticos”? Es la misma respuesta que hace 50 años se dio la sociedad chilena mediante el golpe militar.

Todos estos diversos motivos y razones del malestar eclosionaron en las permanentes manifestaciones y ocupación de las calles y diversos puntos en las ciudades del país, en especial en Santiago, y más específicamente en la ex Plaza Italia, hoy llamada Dignidad, generando una situación de anormalidad en el operar de la sociedad chilena, durante semanas, incluso meses. Estas expresiones fueron denominadas como el “estallido social”. La respuesta dada a estos hechos desde la institucionalidad política fue un amplio acuerdo de convocatoria al proceso constituyente en el cual continuamos inmersos.

Estrictamente hablando, ¿pueden calificarse los hechos relatados como apolíticos? ¿O no son más bien la expresión de una sociedad altamente politizada?

Y aquí llegamos a la cuestión de fondo, que se constituye en la hipótesis de este texto. Nuestro problema como sociedad es que quienes asumimos ideales y posturas progresistas, al juzgar las conductas políticas y las adhesiones a las propuestas que compiten en el plano electoral, lo hacemos desde una perspectiva profundamente elitista, la de aquellos que tienen o tuvieron “educación cívica”; la de aquellos que tienen “conciencia de clase”, la de quienes hemos sido iluminados gracias al debate intelectual y filosófico ilustrado. Existiendo así una incapacidad para darnos cuenta de los intereses, de las preocupaciones y de las motivaciones de esa mayoría del pueblo chileno instalada en el imaginario “apolítico” construido desde la dictadura militar y reforzado por los medios masivos de comunicación.

Incluso hay quienes se permiten calificar a aquellos que no apoyan electoralmente nuestra visión de sociedad como “fachos pobres”. Será debido esto al hecho de que, al estar instalados en una condición de superioridad moral o intelectual, esta nos impide darnos cuenta que es imprescindible superar esa profunda y dañina distinción introducida por el discurso antipolítica y antipolíticos tan profundamente enraizada en nuestro imaginario colectivo, que incluso nos contamina hasta a los “ilustrados”.

Desmantelar ese imaginario, incluso en nosotros mismos, es a mi entender la primera tarea necesaria para que el quehacer político retorne al nivel de valoración que tuvo en el pasado. De no ser así estaremos pavimentando el camino a todo tipo de populismos y mesianismos, como nos muestra la experiencia vivida en países con una institucionalidad política bastante más fuerte y maciza que la nuestra.

Antonio Elizalde
Sociólogo. Ex rector de la Universidad Bolivariana.