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¿Adiós a la política de la identidad?

Por: Camilo Sembler | Publicado: 27.05.2023
¿Adiós a la política de la identidad? |
Urge rehabilitar una comprensión democrática de las identidades y el valor de su reconocimiento. Una comprensión que asuma que lo opuesto al reconocimiento de nuestras identidades no parece ser simplemente lo “material” o “universal”, sino más bien los riesgos del menosprecio y la exclusión.

Las polémicas declaraciones de la presidenta del Partido por la Democracia (PPD), Natalia Piergentili, (quien cuestionó con fuerza el sentido de las “agendas identitarias” del actual gobierno), reflotaron una vez más un debate que arriesga convertirse en un lugar común. En efecto, durante el último tiempo, desde muy distintos lugares, se ha interpelado el compromiso del progresismo y las izquierdas con las agendas de género y diversidad, el medioambiente o el antirracismo como una causa decisiva, no solo en su debilitamiento, sino además en el avance de fuerzas conservadoras en distintas latitudes.

Probablemente la versión más conocida de esta tesis la formuló, hace algunos años, Mark Lilla en su libro El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad. Lilla interpretaba entonces el triunfo de Trump como expresión de la incapacidad del progresismo para ofrecer una visión común sobre el país. En su lugar, solo ofrecería una “pseudopolítica” basada en el reconocimiento de derechos de grupos históricamente oprimidos. Tal “liberalismo de la identidad” no solo sería insuficiente, sino además haría eco del individualismo contemporáneo: “La identidad no es el futuro de la izquierda, ni es una fuerza hostil para el neoliberalismo. La identidad es el reaganismo para progres”, escribía entonces Lilla.

No es difícil encontrar argumentos muy similares hoy en la discusión pública a propósito de una diversidad de fenómenos.

Desde el ascenso de la extrema derecha en distintos países, la experiencia de la Convención Constitucional chilena o las dificultades que ha debido enfrentar el gobierno de Boric, se explicarían por el auge de las llamadas “agendas identitarias”. Por ello, si las izquierdas quieren tener algún futuro (afirman algunos partidarios y, llamativamente, coinciden varios de sus críticos) sería el momento de decir adiós a toda política de la identidad.

¿Pero qué quiere decir exactamente una “política de la identidad”? Sobre todo, dos interpretaciones circulan hoy con frecuencia en el debate público, las cuales sin embargo conducen a ciertas posiciones problemáticas.

En primer lugar, una “política de la identidad” parece entenderse como lo opuesto a las preocupaciones materiales. En la versión más matizada de sus dichos durante un programa televisivo, la presidenta del PPD aludió a esta idea. El problema sería que las agendas identitarias no pueden opacar la agenda social y económica, pues es esta última la que expresa problemas materiales.

Mucho antes, en una columna que impulsó parte importante de esta discusión en Chile (“Cómo la política identitaria corrompió el proceso constituyente”), Manfred Svensson sugería también una clave similar. A su juicio, la “política de la identidad, esa peculiar priorización de las agendas étnicas y de género”, conlleva desplazar la “preocupación por las carencias materiales” (https://www.ciperchile.cl/2022/09/06/politica-identitaria-y-proceso-constituyente/). Enseguida, a propósito de la Convención, se preguntaba: “¿Quiénes son los grupos históricamente excluidos? La lista es medianamente conocida: personas de pueblos originarios, migrantes, miembros del «pueblo tribal afrodescendiente», etc. ¿Cabría imaginar en tal lista a los pobres? La respuesta es negativa, precisamente porque no constituyen un grupo identitario”.

¿Cómo debe entenderse esta contraposición? ¿Son acaso “los pobres” un grupo social cuya existencia flota más allá de cualquier pertenencia de identidad? Más dudosa, por cierto, es la posibilidad de que “los pobres” tengan exclusivamente preocupaciones “materiales”. O que tales urgentes preocupaciones —como ha documentado una amplia literatura sociológica— puedan tan fácilmente desligarse de experiencias cotidianas fuertemente arraigadas en el género o la etnia, por ejemplo. En fin, todo esto sugiere que la pregunta por las identidades y su reconocimiento no puede simplemente ser pensada como una alternativa a las condiciones materiales. No hay nada, en principio, que haga por tanto incompatible una agenda de reconocimiento con objetivos materiales o políticas redistributivas.

Una segunda interpretación, algo más sofisticada, subraya la dicotomía entre universalismo y particularismo. Es, de hecho, la posición de Lilla: un “liberalismo cívico” que apele a la ciudadanía como valor universal –aquello que somos todos– permitiría escapar del particularismo identitario.

Sin duda, hay algo cierto: difícilmente hay democracia sin reconocimiento de nuestra vida en común, sin la afirmación de nuestra igualdad. Tal igualdad, sin embargo, no se contrapone al reconocimiento de las diferencias. Por el contrario, las presupone o exige: la igualdad es democrática si logra también dar cabida a las diferencias, de lo contrario es más bien asimilación forzada. O, como advirtió alguna vez la filósofa Iris Marion Young, si la democracia representa precisamente la búsqueda de un valor universal (la inclusión de todas las personas), exige de partida atender a que los grupos ya incluidos tienden a asumir sus experiencias e identidades como las únicas o universales.

Esta es una de las intuiciones claves de las agendas feministas y multiculturales: aquello que consideramos como universal (la ciudadanía, por ejemplo) muchas veces no es tan universal como creíamos, sino más bien porta las marcas (más o menos visibles) de la exclusión. Si este es el caso, robustecer la democracia en tanto valor universal supone también interrogarnos de manera permanente acerca de quiénes pueden efectivamente participar en definir la forma que asume dicho valor en nuestra vida en común.

Por lo mismo, en lugar de su rápido abandono, todo esto invita a mirar quizás aún con mayor detención la pregunta por las identidades. Y todavía más: un hecho hoy relevante parece ser que hoy fuerzas no democráticas logran en distintas latitudes movilizar una agenda donde el reconocimiento de derechos para grupos históricamente excluidos es tratado como un inmerecido privilegio, una ofensa y amenaza a las identidades tradicionales. Paradójicamente, una política (no-democrática) de la identidad.

Ante esto, urge rehabilitar una comprensión democrática de las identidades y el valor de su reconocimiento. Una comprensión que asuma que lo opuesto al reconocimiento de nuestras identidades no parece ser simplemente lo “material” o “universal”, sino más bien los riesgos del menosprecio y la exclusión.

Volver sin más a dicotomías simples (“material” versus “identitario”, “universal” versus “particularista”) arriesga, en definitiva, ser una respuesta estrecha frente a la complejidad del desafío, replicando además el problema que supuestamente pretende extirpar: el carácter limitado y excluyente de las democracias contemporáneas.

Camilo Sembler
Académico del Departamento de Sociología de la Universidad Alberto Hurtado. Director de la Fundación Rumbo Colectivo.