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Juventud, madurez, vejez: ¿hay algo qué decir al respecto?

Por: Daniel Ramírez | Publicado: 29.06.2023
Juventud, madurez, vejez: ¿hay algo qué decir al respecto? |
Luchar y no renunciar a los ideales, no dejar de querer intensamente un mundo mejor, eso sí que estoy seguro es lo propio de la juventud. Esa juventud que es una sutil vibración que hay que mantener en la vida adulta; esa fuerte y honda resolución que hace de la madurez todo lo contrario de las medias tintas o el amarillismo. Esa generosidad, esa atención a todo lo frágil y lo pequeño.

¿Qué es ser joven?

Difícil responder sin lugares comunes o frase de poster. Probablemente es más fácil responder a la pregunta ¿qué es ser viejo? Y puesto que constatamos que el tiempo pasa o más bien algo, que no sabemos bien qué es, pasa por nosotros, ese algo que tiene que ver con la dimensión temporal, lo llamamos vagamente llamado la edad. Curioso: la edad no es exactamente el tiempo que llevamos viviendo: son las marcas que el tiempo que llevamos viviendo ha ido dejando en nosotros. Cuando avanzamos en edad, avanzamos en la profundidad y cantidad de esas marcas.

Un efecto difícil de evitar, que viene del hecho de que mientras más “viejos” menos vida tenemos por delante, es la pérdida de los sueños, haber renunciado a los ideales, pensar cada vez más en la jubilación que en la misión que nos habíamos otorgado en la vida. Y eso va con pensar que el hecho que nos hubiéramos otorgado una misión en la vida era una ilusión, una pretensión o un disparate.

¿Cuándo es realmente el momento de dejar de soñar? No lo sé. Supongo que será al borde mismo de la muerte, cuando “el asunto” sea inminente. Probablemente, en ese momento sea más importante ocuparse de algo pendiente, de alguna palabra no dicha a alguien, para poder enfrentar lo que viene con la mayor serenidad y lucidez. Porque no tenemos idea de lo que viene.

El problema es que muchos anticipan y por muchos años ese momento. Pierden sus ideales, se vierten a una especie de cinismo, de indiferencia, constatando, como los héroes de esa película magnífica: “queríamos cambiar el mundo, pero el mundo nos cambió a nosotros”. Ser viejo, entonces, es renunciar, agachar el moño, tirar la esponja, ir dejando de ser un ‘actor’, un ‘agente’, es decir, autor de su propia vida, el que decide de sus actos, para ir convirtiéndose en espectador, comentador, lo cual suena bien, pero fácilmente degenera en chisme y crítica, voyerismo y pelambre.

Cuando entonces el mundo parece haber cambiado demasiado, vienen las quejas: “todo tiempo pasado fue mejor”, o “ya no es como antes”. O, peor aún, algo que se generaliza: criticar a las nuevas generaciones por ser demasiado “consentidas”, por querer tenerlo todo; “nosotros que tuvimos que construirnos a pesar de las dificultades”, “no han tenido que pasar por nada de lo que vivimos”, etc.

Es una de las peores sandeces: nadie sabe lo que sufre un ser humano y cuáles son sus vacíos, lo esencial que falta a su corazón. Y una de las peores cosas es contribuir a destruir la esperanza de la gente joven. Nadie ha elegido su época.

Es verdad que ellos nos deben el haber preparado el mundo que los acoge, al igual que le debemos eso a nuestros progenitores y ancestros. Pero también les estamos legando un mundo empobrecido, no hemos sido suficientemente fuertes para conservar la belleza y la vida proliferante que conocimos cuando éramos pequeños. Hemos permitido que se degrade la educación y la cultura, que el amor por el arte se convierta en esnobismo y que la tecnocracia sea el nuevo paradigma de la política. No debiéramos estar tan orgullosos.

En realidad, el orgullo es una forma del resentimiento; porque vagamente muchos piensan que no tuvieron en la vida lo que se merecían. Y una forma de engaño: no se ve todo lo que no se ha hecho o se ha hecho mal. Lo contrario no es la panacea tampoco: la culpabilidad y el arrepentimiento: encontrar que hemos fallado en todo.

No quisiera definir, por antítesis, la juventud como el estado en que se conservan los ideales. Sería demasiado fácil, hay ideales erróneos, hay verdaderas pretensiones disparatadas. La lucidez es un ingrediente indispensable de una vida consciente. Probablemente no haya algo que caracterice a la juventud. Pero sí podemos tener el deseo de mantener una vida vibrante, una intensidad, una profundidad, una sensibilidad, una alegría y una capacidad de conmovernos y asombrarnos. Todos esos “ingredientes” no forman parte precisamente de la vejez. Y yo agregaría: el coraje y la generosidad, la audacia y la curiosidad.

Aristóteles hablaba de la capacidad de asombro (thaumazein), pero se trataba de definir la filosofía. En ese caso, ser filósofo es una condición de la juventud. Hannah Arendt decía que cada generación tiene una misión, que es la de aportar lo nuevo al mundo. El mundo que la generación anterior ha legado no tenía por qué ser perfecto ni ideal, le compete a la nueva generación de luchar por introducir la novedad. Lo que se podría llamar ‘crear’.

Por ello no deja de será importante saber ‘hasta cuándo’ formamos parte de quienes pueden aún introducir lo nuevo. Tal vez la madurez, la vida adulta, es la condición deseable para poder cumplir esa misión, para crear, lo que puede resultar una paradoja si consideramos que los adultos solo son conformistas y egoístas.

Rilke aconseja a un joven poeta que quisiera avanzar de “pasar hacia un modo adulto”, es decir, hacerse apto a la creación. Ello implica varias cosas: “la soledad y un dominio inteligente de esta, asir auténticamente el mundo, el amor ―sensual, carnal y sublime―, la tristeza y la melancolía, la aceptación de una cierta integración superficial ―justo para sobrepasar la oposición vana entre conformismo y anticonformismo―, la aceptación de lo que se es verdaderamente”. Curioso aquello de una integración superficial. El poeta lo dice así porque una verdadera integración le parece imposible y no hay que esperar estar totalmente construido para crear (tenía 27 años cuando escribió las Cartas a un joven poeta). Lo importante aquí parece ser la autenticidad.

Si ser joven es ser auténtico, indudablemente no basta. Cumplir con la tarea de la juventud implica la madurez. De la misma manera la madurez necesita ser resueltamente protegida de los embates de la hipocresía, de lo acomodaticio, del conformismo, al cual justamente Rilke dice que es vano oponerle el anticonformismo. Este último consistiría en encontrar todo malo, en querer cambiarlo todo, hacer ‘tabula rasa’ del legado. Una forma de la inmadurez que, aunque es común en la juventud, no debe ser entendida como la esencia de la juventud.

Ser joven es querer cambiar el mundo porque desde la autenticidad de lo que se es un llamado nos viene de lo desconocido (¿del futuro?), porque desde la fraternidad que experimentamos carnalmente con los demás, un deseo de mejorar las cosas para todos se nos hace ineluctable.

El resultado es desear crecer para lograr estos cambios, desear reforzar su capacidad de acción, su saber y sus fuerzas, en suma, desear ser adulto. La juventud verdadera es entonces una condición paradójica: en cierta forma es querer dejar de ser joven (si “ser joven” es entendido como ser inconstante, despreocupado, “pasarlo bien”); para cumplir la vocación de la juventud debemos abandonarla. Y eso a la edad que sea.

Claro, la madurez es tener responsabilidades. El drama es que cada vez que se escuchan las críticas a “la juventud irresponsable” vienen de gente que ya ha abandonado la vida adulta y se sumerge en la vejez. De gente que no es responsable del mundo, ya sea que nunca lo fue o que ya no lo es.

En general las viejas generaciones no se hacen responsables del mundo que están legando a las nuevas, y aun así se permiten criticarlas. La amargura o el resentimiento no son lo propio de toda vejez, por supuesto, pero son los enemigos de la madurez. Conservar una vida adulta fuera de los embates del conformismo, significa seguir siendo joven en la madurez. Asimismo, conservar la juventud fuera de la facilidad del anticonformismo puede significar ser maduro en la juventud.

El sentido de la vida humana que llevamos como podemos no está en la sucesión de etapas (niñez, juventud, adultez, vejez). Está en la fluida interpenetración de todas estas condiciones. Hay que evitar ser infantil, claro, pero sin dejar nunca de ser de alguna manera niños.

De alguna manera, a la edad que sea, tenemos algo de viejos, de antiguos espíritus, de último eslabón en la cadena genética de una historia de miles de millones de años. Somos viejos en la evolución y también en la cultura. Nuestras palabras tienen siglos, nuestros valores tienen milenios. Reconocer lo viejo en nosotros no es aceptar nuestras arrugas, nuestras canas (esto es lo mínimo) o renunciar a danzar (esto es estúpido) ni renunciar a amar (esto es suicida).

Hay también entonces una vejez auténtica, aquella que reconoce el gigantesco legado de nuestros ancestros y, al final de ello, el largo recorrido de nuestras vidas. Nos hemos equivocado mucho, sin duda, hemos fallado en tantas cosas, hemos fallado en amores, no hemos estado a la altura de ciertas luchas, nos ha faltado conocimiento, coraje, lucidez en tantos momentos. Pero somos lo que somos; hemos amado, construido, gozado, admirado, hemos visto, oído y tocado el mundo, lo hemos olido y saboreado. La vida es bella, pero a condición de no abandonarla antes de tiempo.

El mundo es amplio, magnífico, la humanidad y lo viviente son tan variados y hermosos, a condición de no anquilosarse y volverle la espalda a la realidad. Pero también el mundo es cruel y nuestras sociedades incurren en tanto maltrato, en tanto abandono, y algunos de los nuestros, fascinados por el poder, destruyen impunemente y las instituciones se hunden en la incuria.

Luchar y no renunciar a los ideales, no dejar de querer intensamente un mundo mejor, eso sí que estoy seguro es lo propio de la juventud. Esa juventud que es una sutil vibración que hay que mantener en la vida adulta; esa fuerte y honda resolución que hace de la madurez todo lo contrario de las medias tintas o el amarillismo. Esa generosidad, esa atención a todo lo frágil y lo pequeño. Así como la veneración por lo grande y lo profundo, que hace que la vejez no sea naufragio sino navegación que se acerca al puerto.

Agregar una firme y larga madurez a la vida adulta debiera ser el fin de la última etapa de la vida y no realmente la vejez. La vejez es centrarse en todo lo que ya no podemos hacer, en todo lo que ya no es posible, lo que no fuimos, lo que no podemos. La madurez es mantener una firme atención en lo que aún es posible, en lo que aún podemos lograr, en lo que todavía está en nuestras manos hacer. Y es mucho más de lo que en general creemos o que la sociedad induce a pensar, para deshacerse de los viejos.

Nada de eso es posible si no se ha sido intensa, locamente, brutalmente joven. Y si no se ha sido responsable, lucida y poderosamente adulto. Si no se ha asumido tampoco la condición de padres, madres o educadores, cultivadores de la continuidad de la especie y de la cadena de las vidas.

Así como el jardinero es el que prepara, siembra, planta, cultiva, poda, riega, cosecha y se da el tiempo para gozar de la belleza de lo que crece y apreciar el paso de las estaciones, deberíamos considerarnos, no amos ni propietarios, ni víctimas, ni vengadores, ni engranajes del sistema, sino jardineros de la existencia, parte activa y gozosa de las estaciones de la vida.

Si en la continuidad, como en los cambios del accidentado hilo de nuestras historias, mantenemos el tejido de nuestras diversas esencias, mantenemos los ojos abiertos y las manos amigables a lo que la humanidad aún tiene que dar y a lo que aún tenemos que dar, y si acogemos con una sonrisa lo que el destino (si algo así existe) nos prepara, tal vez podamos seguir vivientes hasta el final.

Daniel Ramírez
Filósofo chileno. Vive en Francia.