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El golpe interminable

Por: Juan Pablo Correa Salinas | Publicado: 07.07.2023
El golpe interminable Imagen referencial El golpe interminable | Agencia Uno
La frustración, represión, privación de derechos, reducción de libertades y el despojo generaron en la ciudadanía experiencias de terror, desarraigo, desconfianza y resignación que continúan hasta el día de hoy. Cada vez que hemos cultivado la esperanza en los cambios, la institucionalidad y la cultura de resignación legadas por la dictadura han sido activadas para frustrar ese proyecto.

Un corolario de la conversación que sostuvieron Patricio Fernández y Manuel Antonio Garretón en el programa Tras las líneas de la radio Universidad de Chile, titulado “Desafíos a 50 años del golpe”, es que si bien existe consenso respecto al momento en que el golpe de Estado se inició, no ocurre lo mismo con su fecha de término.

Cuando Patricio Fernández distingue entre el golpe de Estado de 1973 y las violaciones a los derechos humanos (DDHH) que le sucedieron está diciendo -seguramente sin quererlo- que el golpe de Estado no duró mucho más que la declaración golpista de las fuerzas armadas, aquella que conmina al presidente Salvador Allende a entregar su cargo. De ahí en adelante estaríamos ante algo distinto.

Las prácticas de guerra abierta y sucia que, desde el bombardeo a La Moneda en adelante, terminaron con el orden constitucional y la soberanía popular, privando a los ciudadanos de todos sus derechos políticos y buena parte de los civiles, económicos, sociales y culturales, incluidos los crímenes de lesa humanidad -asesinatos, desapariciones, secuestros, torturas, violaciones, deportaciones, traslados forzosos, encarcelamientos ilegales y persecuciones políticas- no fueron, entonces, parte del golpe, sino de la dictadura civil y militar instalada por el mismo.

Como señaló Manuel Antonio Garretón en su réplica a Patricio Fernández, con esta distinción se deja abierta la puerta a quienes justifican el golpe y declaran su necesidad política. A aquellos que comprenden los crímenes de lesa humanidad como “excesos” que “manchan” un proceso que, de otro modo, habría sido éticamente impecable. Mientras se diga eso, afirmó Garretón, no vamos a tener realmente una sociedad, no vamos a tener una comunidad histórica ni vamos a tener principios comunes.

Si el golpe de Estado no concluyó antes de que se realizaran los crímenes que caracterizaron la dictadura pinochetista ¿cuándo terminó entonces? No olvidemos que esos crímenes continuaron incluso después de haber perdido Pinochet el plebiscito de 1988. El asesinato de Jécar Nehgme, el 4 de septiembre de 1989, es un caso emblemático.

Cuando nos preguntamos en qué consistió el golpe de Estado, inmediatamente aparecen tres respuestas. El golpe fue, en primer lugar, un atentado contra los DDHH. No respetó los mínimos morales que hacían posible la democratización progresiva del país, instalando en su reemplazo un régimen terrorista sostenido en crímenes de lesa humanidad.

En segundo lugar, fue un golpe a la República democrática. Terminó con el sistema político, la separación de poderes y las decisiones ciudadanas. Sustituyó nuestra precaria democracia por un gobierno dictatorial, civil y militar, instigado por los Estados Unidos, y perpetrado por el gran capital, las Fuerzas Armadas y de orden y, por supuesto, la derecha política, que se integró en pleno al aparato de gobierno.

El golpe operó como un dispositivo de usurpación que entregó el poder constituyente, el poder político, militar, legislativo y judicial a una pequeña parte de la sociedad, la que gobernó sin contrapeso durante 17 años. Además, traspasó impunemente y de múltiples maneras (“privatizaciones”, AFP) los recursos económicos administrados por el Estado al gran capital.

En tercer lugar, el golpe fue un atentado al gobierno del presidente Salvador Allende y al proyecto político de la Unidad Popular. Empleando el monopolio de las armas que les había concedido el Estado, las fuerzas armadas derrocaron a un presidente elegido democráticamente que nunca perdió el apoyo político de quienes votaron por él. Así se frustró el primer proyecto político de la historia de Chile que buscaba integrar en plenitud los intereses de las mayorías en las grandes decisiones del país.

En este sentido, el de 1973 fue un golpe clasista que detuvo el avance de las transformaciones que buscaban hacer de Chile un país más justo, más igualitario y más inclusivo. Golpeó directamente a aquella parte de la sociedad chilena que, desde el inicio de la República, había sido sistemáticamente excluida de nuestra vida política, económica, social y cultural.

El golpe de Estado hizo posible la instalación de una nueva institucionalidad y un modelo económico y político del que no hemos logrado salir. La Constitución del 80 -atemperada por las reformas que se le hicieron en democracia- sigue siendo la base de nuestra institucionalidad, y aún proyecta sobre la sociedad chilena la sombra de la dictadura, al modo de la democracia tutelada que concibió Jaime Guzmán y el Estado subsidiario que instalaron los chicago boys.

Las políticas neoliberales entregaron al gran capital el negocio de la salud (las Isapres), de la previsión (las AFP), de la educación (los colegios subvencionados y privados y las universidades e institutos profesionales privados), de la explotación forestal y de los recursos marinos, de parte importante de la minería, etc. Las condiciones laborales fueron precarizadas (el “plan laboral”) y las organizaciones de los trabajadores fueron atomizadas y debilitadas, perdiendo todo poder de negociación.

La frustración, represión, privación de derechos, reducción de libertades y el despojo generaron en la ciudadanía experiencias de terror, desarraigo, desconfianza y resignación que continúan hasta el día de hoy. Cada vez que hemos cultivado la esperanza en los cambios, la institucionalidad y la cultura de resignación legadas por la dictadura han sido activadas para frustrar ese proyecto.

Lo hizo la Concertación con el discurso de “la medida de lo posible” primero y de “la política de los consensos” luego. Más adelante lo hizo el discurso del “Rechazo”, al activar los prejuicios racistas, sexistas y aporofóbicos de la mayoría en contra de los cambios ofrecidos por el proyecto constitucional de la Convención. En esta tarea contó con la complicidad de facto de quienes interpretaban esos cambios a través d un discurso con resonancias fascistas, ajeno a la democracia liberal.

La conversación de Patricio Fernández y Manuel Antonio Garretón indica que el golpe de Estado no ha terminado. Sus efectos en la vida del país no han podido ser contrarrestados. Terminó la dictadura y murió Pinochet. Pero la impunidad sobre la mayor parte de sus crímenes, así como su herencia institucional y cultural siguen plenamente vigentes en nuestra precaria democracia. Como han dicho los manifestantes desde el 2011 en adelante: murió Pinochet, pero no murió la constitución de Pinochet, la salud de Pinochet, la educación de Pinochet, la previsión de Pinochet, etc.

La conmemoración de los 50 años del golpe de Estado debe ser un tema de Estado. Como son temas de Estado los DDHH y los crímenes de lesa humanidad, la defensa, ampliación y profundización de nuestra democracia y la incorporación en nuestra vida política, económica y cultural de quienes han sido sistemáticamente excluidos. En este sentido, es sorprendente que la derecha no se sume al “nunca más” que la conmemoración requiere y busque la manera de justificar lo injustificable, manteniendo vigente el legado institucional de la dictadura.

Para conmemorar adecuadamente los 50 años del golpe de Estado necesitamos asumir el compromiso de hacer todo lo necesario, institucional y culturalmente, para que el golpe deje de estar presente en nuestra vida cotidiana, retomando la senda de aquellas transformaciones políticas, económicas y culturales que a sangre y fuego los golpistas lograron detener.

Juan Pablo Correa Salinas
Psicólogo social.