Avisos Legales
Opinión

El hallazgo de la dignidad humana

Por: Maximiliano Salinas | Publicado: 07.07.2023
El hallazgo de la dignidad humana Cuadro de Pedro Olmos, Idilio Campesino | Cedida
Atendiendo a la humanidad y la belleza del pueblo, generaciones de artistas destacaron su palpable y multiforme dignidad. No lo hicieron ni por la razón ni por la fuerza. Recurrieron al lenguaje de la emoción estética: la música, la pintura, el teatro, la danza, la poesía. Gabriela Mistral fue la figura sobresaliente y aglutinadora de este movimiento a la vez social y espiritual.

El fin del imperio colonial español dividió a la elite chilena durante la guerra de la Independencia. Los defensores del rey descargaron su ira y el terror contra los insurgentes. Estos, por su parte, condenaron a los realistas por su obstinado refugio en un pasado de oprobio. Ser español o chileno, godo o patriota, fueron los términos de la enconada enemistad.

Un dilema más profundo fue el religioso: los papas Pío VII y León XII decidieron defender al rey de España en 1816 y 1824.

Al terminar el siglo XIX un nuevo conflicto desencadenó la lucha mutua de la elite local. El enfrentamiento culminó en la guerra civil de 1891. La disyuntiva era ser o no constitucionales. Defender o no el orden conservador de 1833. En ese momento la Iglesia católica condenó el reformismo liberal. El nuevo conflicto llegó al corazón del imperio británico. La prensa de Londres acusó de comunista a Balmaceda (The Times, 24 de abril de 1891).

Lo irremediable fue el costo de ambas guerras: miles de vidas humanas. Las herencias ideológicas y culturales de la monarquía católica, la mentalidad inquisitorial y reduccionista forjada en tres siglos por civiles, militares y eclesiásticos, dejó enfrentados los espíritus entre fieles e infieles, buenos y malos, nosotros y los otros. Las discordias en torno al Estado de origen colonial terminaron por difundir la desconfianza y la hostilidad política y religiosa durante todo el siglo XIX.

Mas allá de estas incidencias del poder establecido, enseñadas en libros y escuelas por historiadores y pedagogos, el pueblo común chileno vivía, a su modo, su historia singular. Con sus íntimos sentimientos, afectos y costumbres. Aprendió por su cuenta a identificar la hermosa dignidad humana. Su convivir se nutrió de ricas y heterogéneas raíces provenientes del mundo andino, del mundo africano y del Mediterráneo ibérico. Mezclándolas todas.

Expresada en creencias, fiestas, danzas y canciones, la sabiduría popular apreció la intimidad sagrada con la naturaleza y con la comunidad amorosa de todos los seres vivos. Sólo a medias logró entender los enfrentamientos urbanos y letrados. A lo más se identificó con los perseguidos, por compasión y solidaridad. Sobre todo, si eran víctimas del poder.

Así, el pueblo atesoró con regocijo la historia de Manuel Rodríguez. Hacia 1910 los retratos del presidente Balmaceda lucían en las fondas populares adornados con guirnaldas de colores. “Rodríguez dejó una herencia / y Bilbao la agrandó, / Balmaceda le dio forma / y el burgués la destrozó.” (Antonio Acevedo Hernández, La cueca. Orígenes, historia y antología, 1953).

El siglo XX constituyó un singular desafío.

¿Podrían las elites superar el legado colonial que adiestró a reñirse por razones o confesiones políticas e ideológicas? ¿Serían capaces de abandonar esa historia y descubrir la dignidad humana y la belleza del conjunto del pueblo chileno? Los modelos guerreristas decadentes del siglo XX no ayudaron en absoluto (Carlos Huneeus, Chile, un país dividido: la actualidad del pasado, 2003).

Atendiendo a la humanidad y la belleza del pueblo, generaciones de artistas destacaron su palpable y multiforme dignidad. No lo hicieron ni por la razón ni por la fuerza. Recurrieron al lenguaje de la emoción estética: la música, la pintura, el teatro, la danza, la poesía. Gabriela Mistral fue la figura sobresaliente y aglutinadora de este movimiento a la vez social y espiritual.

En 1945, cuando sucumbían las ideologías totalitarias europeas, recibió el Premio Nobel de Literatura: reconocimiento mundial a la mujer que resumió la experiencia artística, democrática y pacifista de Chile.

Gabriela Mistral exhibió su pasión por el pueblo maravilloso de amplias raíces indígenas y maduros frutos mestizos. No tanto con sus identidades y sus diferencias, sino por su proximidad, su intimidad, su solicitud de cuidado, de afecto, de ternura. “El indio ha puesto en la garganta del mestizo chileno la dulzura de su voz, cosa muy importante.” (G. Mistral, Algunos elementos del folklore chileno, 1938).

La década de 1960 fue decisiva. Se inauguraron en toda la tierra horizontes pródigos de esperanza. La causa a favor de los derechos humanos y la descolonización dejaron ver sus alcances en el mundo entero. La Iglesia católica, célebre en su pretérito por imponer dogmas y excomuniones, comenzaría a reflejar el espíritu generoso y ecuménico del Concilio Vaticano II. Había que soñar con una Iglesia de los pobres en la expresión del papa Juan XXIII.

En 1968 la conferencia episcopal de Chile, presidida por Raúl Silva Henríquez y Enrique Alvear, figuras impostergables de la defensa a los perseguidos a partir de 1973, invitó a un convivir humano más justo y fraternal que el vivido en toda la historia republicana, con ocasión del 150° aniversario de la Independencia de 1818.

La participación social creciente fue considerada la dimensión más humana de la democratización del país. Su expresividad ética requería sustraerse del odio y la violencia. El documento fue titulado con una expresión recogida de Gabriela Mistral: Chile, voluntad de ser (Carta del Episcopado Chileno con ocasión del Sesquicentenario de la Independencia Nacional, 5 de abril de 1968).

Chile, voluntad de ser, de existir, de amar.

Ese fue el desafío mayor de 1970.

Un fracaso para la humanidad en todo el sentido de la palabra fue la ira política e ideológica de 1973. El habla y los gestos altisonantes cerraron de golpe el camino de fraternidad y justicia que constituía el desafío de la década en todo el mundo. Una vez más los ingentes costos en vidas humanas: asesinatos, desaparecidos, destierros, torturas.

Todo ello justificado con el nacionalismo más pendenciero del siglo XIX. La apropiación presuntuosa de la verdad hizo de Chile un minúsculo y tóxico país de enemigos. En vez de encarnar la voluntad de ser, de existir, de amar, el país se convirtió en la expresión de la voluntad de tener: mucho dinero y mucho miedo. Hasta hartarse de tener tanto dinero y tanto miedo. Hasta sobrepasar los límites tolerables.

El país se fue haciendo cada vez más feo: feísimo. Asustado, cobarde. El pueblo chileno había sido tronchado en su voluntad de ser. Vientos y tempestades sembradas y cosechadas tendrían que dar paso algún día para enseñar la presencialidad luminosa de la vida. El hallazgo desbordante, diríase casi milagroso, de la dignidad humana de todas las personas sin excepción ninguna. Para reencontrar la belleza del pueblo chileno.

Maximiliano Salinas
Escritor e historiador. Académico de la Facultad de Humanidades de la USACH.