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Comisión contra la Desinformación: Las claves tras el pánico

Por: Rubén Santander | Publicado: 31.07.2023
Comisión contra la Desinformación: Las claves tras el pánico Comisión asesora contra la Desinformación | Twitter @pdiazrieloff
Durante la pandemia de COVID-19, autoridades de todo el mundo descubrieron que la desinformación era una amenaza patente que objetivamente ponía en riesgo la vida de miles de personas. El conocimiento sobre las tácticas cada vez más sofisticadas de desinformación que están a disposición de actores como los carteles de la droga y otras organizaciones criminales, como la creación de redes de sitios web engañosos y de perfiles falsos para dotar de credibilidad a sus mensajes y la distribución de deepfakes y contenidos creados mediante inteligencia artificial, no puede quedar confinado al ámbito académico. Su impacto debe ser discutido y problematizado dentro de la esfera gubernamental.

En México existe una serie de colectivos sociales que desde hace décadas luchan por su libertad de expresión. Contra ellos se ha ejercido una censura flagrante, al punto que durante el gobierno de Felipe Calderón se firmó un pacto con nada menos que 715 de los medios más importantes del país para silenciar sus actividades y explícitamente “tomar postura” en su contra. Se trata de cuerpos intermedios despolitizados, que pese a contar con los recursos y la voluntad para plantear sus posiciones de manera pública, han sido brutalmente acallados y perseguidos por el Estado. Nos referimos a los carteles del narcotráfico.

Pero la ineficacia de los gobiernos mexicanos, el auge de las plataformas sociales de internet y la debacle de los medios tradicionales han desbordado el bloqueo: en la actualidad, las actividades y opiniones de estos colectivos criminales son vastamente divulgadas en numerosos medios digitales multiplataforma que cuentan con cientos de miles de seguidores. En estos nuevos canales pueden difundir libremente su cultura, la narcocultura.

Estos portales de “periodismo ciudadano”, el más famoso de los cuales es El Blog del Narco, emergieron como una fuente de noticias alternativa a la prensa tradicional. No es claro quién está detrás de estas plataformas, que aparecen, desaparecen, mutan y transmutan; no obstante, lo que sí es evidente es que hoy constituyen una contribución clave a la glorificación del narco.

Mediante sitios webs, perfiles en redes sociales y canales de YouTube, los carteles son capaces de apropiarse de la narrativa, hacer relaciones públicas, intimidar a sus detractores y fomentar su base de seguidores. Es común en estos medios la justificación del femicidio y la idolatría por los sicarios. Los videos de decapitaciones y torturas son una pieza clave, y pese a que son borrados por YouTube y Facebook, gracias a la actual política de moderación de Elon Musk (consistente en no tener política de moderación, salvo respecto al activismo LGBTQI+), hoy ese material pulula libremente en Twitter.

Movámonos a Chile. Son de conocimiento público los esfuerzos del Cartel Jalisco Nueva Generación por asentarse en nuestro país. Tratándose de un colectivo no precisamente corto de recursos, ¿por qué no habríamos de esperar que para hacerlo empleara todo su arsenal de estrategias, incluyendo desbordar las plataformas con sus propios contenidos y puntos de vista?

El narcoblogging es justamente la clase de fenómenos complejos que deberían entrar en el horizonte de los temas tratados por la Comisión Asesora contra de la Desinformación que el ejecutivo creó mediante un decreto publicado el pasado 20 de junio. Sin embargo, aunque aún estamos a tiempo de prepararnos para este tipo de problemáticas, existen grupos de interés que se empeñan en que no lo hagamos.

Durante el último mes hemos presenciado como una ola de pánico moral ha sacudido a una parte del mundo político. El senador Juan Antonio Coloma presentó el viernes 21 de julio, a nombre del Senado, un requerimiento ante el Tribunal Constitucional.

En el texto se afirma que la existencia de la Comisión contra la Desinformación infringiría el Artículo 19, numeral 12, inciso primero de la CPR, a saber, la “libertad de emitir opinión y la de informar, sin censura previa, en cualquier forma y por cualquier medio”. Ello, porque según estos senadores y senadoras, a la comisión se le habría encomendado “el control del discurso público” y “la facultad de calificar la veracidad o falsedad de ciertas opiniones”. Se trata de atribuciones bastante significativas para ser otorgadas por un decreto presidencial. Y si no se tratara de una llana mentira, sería altamente preocupante.

Para lograr entender el pánico que manifiestan, habría que pensar que este grupo de parlamentarios y parlamentarias no han leído el decreto que están impugnando, ya que este no da pie a sus aventuradas interpretaciones y resulta bastante claro respecto a las limitadas facultades de la comisión.

Este órgano tendrá solo tres funciones generales: recomendar, asesorar y redactar informes. No calificará, como pretenden o temen los senadores de derecha y ultraderecha, la “veracidad o falsedad” de ciertas opiniones particulares, sino que se abocará a tareas de evaluación del impacto de la desinformación en la calidad de la democracia y al análisis de las buenas prácticas en estas materias y de la experiencia comparada, entre otros asuntos más bien de orden académico (como queda claro en vista de la conformación de la comisión y de su ubicación al alero del Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación). Para que no quedara duda, el decreto además indica que “las funciones antes señaladas son de naturaleza consultiva y en ningún caso pueden importar el desarrollo de acciones de carácter ejecutivo”.

Pero no son solo los senadores de oposición quienes han manifestado su recelo ante la creación de esta comisión asesora. El 26 de junio la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) expresó su malestar mediante un comunicado que fue reproducido profusamente y de forma íntegra por medios chilenos como Cooperativa, Emol y Bio Bio. Un golpe sobre la mesa que aparentemente otorgaba inmediata legitimidad a los temores de la derecha sobre el peligro en que se encuentra la libertad de expresión en nuestro país.

La SIP no es un entidad consagrada al bien público, es una organización gremial de propietarios y directores de diarios y agencias informativas de América. Como organismo gremial, su empeño no es mejorar la calidad de la información y de la democracia, sino desarrollar sus negocios e incrementar su influencia. Por ello, que la SIP comparta las mismas aprensiones que manifiestan conocidos simpatizantes de la dictadura, no legitima a estos últimos como defensores de la libertad de expresión.

De hecho, entre 1968 y 1969 la SIP tenía como presidente al mismísimo Agustín Edwards Eastman (“tuvo una activa participación en el derrocamiento del gobierno del presidente Salvador Allende en 1973” señala la elogiosa necrológica que la SIP le dedicó a Edwards en 2017). Y después de 1973, cuando la libertad de expresión en Chile se encontraba en su punto más bajo, no hubo ningún pronunciamiento de la SIP contra el cierre de medios y la persecución de periodistas en el país.

La preocupación que manifiesta la SIP ante cualquier posibilidad de discutir marcos regulatorios para su negocio ha sido su doctrina histórica. “Siempre rechazamos toda reforma de leyes de prensa porque tras la excusa de la actualización, se esconde el deseo de regular el ejercicio del periodismo”, denunciaba el presidente de la SIP tras la promulgación de la ley de prensa chilena en 2001. Pero a diferencia de entonces, hoy no denuncian una “intromisión regulatoria” del Estado: les parece perniciosa y censurable la mera idea de que exista una instancia de análisis sobre la situación de los medios, el fortalecimiento de la democracia y la desinformación.

Los desafíos asociados a la desinformación a través de internet y su efecto en la democracia no son temas sencillos, pero son urgentes. Sería de esperar que un Estado responsable no esquivara este problema. También sería de esperar que antes de esbozar cualquier lineamiento al respecto, se asesorara con académicos y especialistas. Es lo que se está tratando de hacer mediante la Comisión Asesora contra la Desinformación.

Es muy difícil y hay que tener muy mala voluntad (o mucha voluntad) para encontrar en el decreto que la conforma un ataque contra la libertad de expresión. Por ello, la presentación del Senado ante el TC carece de todo sentido a menos que su sentido se ubique en el plano de una estrategia de pánico moral. Si algo sabemos del pánico moral es que para quienes lo promueven es menos una sensación psicológica o emocional que una performance o una estrategia retórica para desviar el foco desde lo plausible hacia el terror a lo improbable, con el objetivo de manipular las opiniones del público. Es decir, justamente, para desinformar.

Lo que busca Coloma y su sector no es impedir la conformación o el trabajo de la comisión, sino hacerla irrelevante: que sus conclusiones y sus recomendaciones queden marcadas por la sospecha y el fantasma de la censura. Sus acciones son una advertencia hacia los miembros de la comisión asesora y un gesto de obstrucción inmediata ante cualquier política pública que pudiera derivar de su trabajo. De esa manera, de forma engañosa, se arrogan la potestad de decidir de qué se puede y de qué no se puede discutir en democracia.

Estas posturas no asombran sabiendo de dónde provienen, pero son extremadamente peligrosas y no debemos tomarlas a la ligera. Sabemos que actualmente la forma principal en que las personas acceden al conocimiento de los asuntos públicos es a través de internet y conocemos los riesgos que trae aparejada la desinformación promovida allí por actores inescrupulosos.

Durante la pandemia de COVID-19, autoridades de todo el mundo descubrieron que la desinformación era una amenaza patente que objetivamente ponía en riesgo la vida de miles de personas. El conocimiento sobre las tácticas cada vez más sofisticadas de desinformación que están a disposición de actores como los carteles de la droga y otras organizaciones criminales, como la creación de redes de sitios web engañosos y de perfiles falsos para dotar de credibilidad a sus mensajes y la distribución de deepfakes y contenidos creados mediante inteligencia artificial, no puede quedar confinado al ámbito académico. Su impacto debe ser discutido y problematizado dentro de la esfera gubernamental.

Se trata de desafíos sociales reales, probablemente entre los más apremiantes que enfrenta la humanidad en la actualidad, retos para los que nuestros gobiernos, particularmente a través del Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, deben estar preparados.

Rubén Santander
Antropólogo, guionista y consultor.