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11 de septiembre: Todos tenemos una historia que contar

Por: Jorge Morales | Publicado: 15.09.2023
11 de septiembre: Todos tenemos una historia que contar Imagen referencial – Proyección de Salvador Allende en la Universidad de Chile | Agencia Uno
Intentar un relato común como se intentó en esta ocasión, era ingenuo e imposible. Hay demasiado dolor comprometido, hay demasiados vacíos por llenar. La derecha tiene razón: las visiones sobre el golpe son irreconciliables. Y la visión de la derecha está llena de falsedades. Que ellos se queden con su «verdad». Si en medio siglo no han sido capaces de arrepentirse y repudiar el golpe de Estado, concordar cuatro puntos hipócritas en una declaración no hubiera cambiado nada.

La primera singularidad que tuvo la conmemoración de los 50 años del 11 de septiembre de 1973, es que el presidente Boric, a diferencia del resto de los mandatarios post dictadura, no fue ni protagonista (como Aylwin), ni víctima (como Bachelet o Lagos), ni testigo (como Frei o Piñera) del golpe de Estado. No solo eso, ni siquiera había nacido para el «once». Gabriel Boric nació en 1986, dos años antes del plebiscito del SÍ y el NO, y cuatro años antes del retorno de la democracia.

Eso no quiere decir que Boric no sea capaz de empatizar con lo que se vivió o entender las dimensiones de lo que significó. Al contrario, posiblemente sea el dirigente de esta generación política que mejor entiende -y, sobre todo, quiere entender- qué significó el golpe. De hecho, lo único realmente trascendente que pasó en esta conmemoración, es el lanzamiento del Plan Nacional de Búsqueda de los detenidos desaparecidos, la iniciativa más seria e importante del gobierno de Boric, y del Estado en consecuencia, para esclarecer el destino y paradero de esas 1.469 personas.

Pero para quienes sí nacimos antes del golpe de Estado y que vivimos la dictadura, no solo tenemos una interpretación o una sensibilidad especial frente a los hechos que se vivieron. Algunos fuimos testigos, otros sobrevivientes, y prácticamente todos somos depositarios de historias, recuerdos, y en algunos casos, pesadillas.

En mi caso, casi todos los recuerdos que tengo del golpe de Estado no me pertenecen. Son historias que han sido contadas y recontadas por mi familia en múltiples ocasiones en estos 50 años y se han ido colando -y deformando, posiblemente- en mi memoria.

Aunque mi familia no sufrió ninguna pérdida, el golpe nos tocó de cerca. Mi tío René Farías Rojo y su familia fueron los que más sufrieron. Mi tío René fue el juez más joven nombrado durante el gobierno de la Unidad Popular (UP) y era relativamente conocido por la prensa de derecha, que lo bautizó como el «juez Rojo», ironizando con su apellido materno la calificación política de sus fallos.

Dice la leyenda familiar que tras la publicación de un artículo en El Mercurio donde se decía que el presidente Allende habría vendido las reservas de oro del Banco Central, mi tío obligó al diario a salir de circulación durante 24 horas. En ese lapso, mi tío René fue hasta la institución financiera para comprobar la veracidad de esa «información», y contó -literalmente- los lingotes de oro. Como era de esperar, la diligencia culminó exitosamente demostrando la infamia.

Intenté en su minuto corroborar estos hechos extraordinarios (¡mi tío impidió la publicación de El Mercurio durante un día!), pero nunca logré tener la certeza de que todo esto ocurrió tal y como acabó de relatarlo. Lo que si pasó con certitud es que, tras el golpe, mi tío fue degradado del poder judicial -trasladado desde un juzgado de Santiago a un tribunal de Punta Arenas- hasta que no tuvo más remedio que abandonar el país tras un evidente hostigamiento, autoexiliándose en Bélgica y España con mi tía y mis tres primas. Años después, retornaría a Chile y se convertiría en un emblemático abogado de derechos humanos.

Mis viejos tampoco la pasaron bien. En 1973 trabajaban como profesores en la Universidad Técnica del Estado, la UTE, tan identificada con la Unidad Popular que unos años después pasaría a llamarse la Universidad de Santiago de Chile, la USACH, en un intento del régimen militar por borrar ese pasado «revolucionario».

Mi padre –Luis Morales Álvarez– tenía además ciertas responsabilidades académicas. Era director del Departamento de Física de la Escuela de Ingeniería, puesto que obtuvo en votación democrática de la comunidad universitaria donde se presentó como «socialista independiente», ya que no militaba en ningún partido. Sin embargo, su cargo no era político. Mi viejo era, por sobre todas las cosas, un académico apasionado por la Física. Ese mismo año había hecho un gran testeo de equipos de laboratorio que terminó en la compra de instrumental de punta en Canadá, poniendo a la UTE en la vanguardia dentro de las universidades chilenas en ese campo.

El 11 de septiembre, mi padre estaba haciendo clases cuando fue alertado por un estudiante de que había indicios de un golpe de Estado. Después de enviar a sus alumnos a casa, participó en una asamblea en la Casa Central de la UTE con el rector Enrique Kirberg. En medio de la angustia y el desconcierto, el rector confirmó la asonada militar a las autoridades y representantes de académicos, alumnos y trabajadores, previniéndoles además que en la universidad no había con qué defenderse y dejándoles en libertad de acción para quedarse o retirarse.

Era tal el compromiso con el proyecto universitario que era legítimo preguntarse si debían permanecer allí para «defender la universidad». Sin embargo, mi viejo comprendió rápidamente que «defender la universidad» era un sacrificio inútil en el contexto general de lo que estaba ocurriendo. Cuando regresó a la sede universitaria donde tenía su jefatura, repitió las mismas palabras del rector dándoles libertad de acción a los colegas y funcionarios de su departamento, pero también dio su opinión personal. No tiene sentido proteger un edificio, dijo enfático. Algunos, que le hicieron caso, se lo agradecerían tiempo después: quienes permanecieron en la universidad fueron detenidos, sufriendo apremios ilegítimos y torturas.

Mi madre, Gladys Farías Rojo, -que era profesora del Laboratorio de Física del mismo departamento- tuvo más suerte y se enteró del golpe antes de ir a la universidad, cuando fue a dejar a mi hermana a la escuela. Ambos regresarían un par de semanas después para tener noticias y saber si la universidad seguiría abierta y ver si conservarían sus empleos.

Me imagino que ya sabían que el rector Enrique Kirberg había sido detenido en la Casa Central de la Universidad (sería enviado finalmente a Isla Dawson) o de la suerte o fatalidad de sus amigos y colegas más cercanos, entre ellos mi padrino, Hernán Vega Campos, jefe de Relaciones Universitarias, que estuvo preso en el Estadio Nacional y se exiliaría posteriormente en la República Democrática Alemana.

Pero era distinto enterarse de las malas nuevas teniendo de telón de fondo a la UTE convertida en el campo de batalla de una derrota. Mi madre todavía recuerda hoy las baldosas rotas de media universidad en un esfuerzo infructuoso de los militares por encontrar un arsenal de armas que nunca existió. Sin embargo, a mi padre otra cosa más le impactó ese día. Los equipos de laboratorio que habían comprado en Canadá habían sido deliberada y completamente destruidos. No tuvo que explicarme lo que sintió, yo lo comprendí de inmediato. Los militares no venían a instaurar el orden a través de la fuerza, venían a reinar bajo el terror y no hay nada más horroroso que perder la razón. Eso vio mi viejo reflejado en la destrucción del laboratorio, la irracionalidad del mal.

Mis padres no volverían a la universidad hasta mucho tiempo después cuando fueron convocados, y trabajarían durante varios años más en un ambiente particularmente tóxico, de mucho control, sospecha y soplonaje, digitado por las nuevas autoridades universitarias, todos militares. Mi madre tuvo que jubilarse anticipadamente (por problemas de afonía) para evitar ser exonerada «por órdenes superiores», la explicación que le dio su avergonzado antiguo colega y jefe académico. Tenía solo 48 años. Mi viejo renunciaría tiempo después, y se fue a trabajar en jornada completa al colegio inglés The Grange donde, ironías de la vida, le tocó ser profesor del nieto de Pinochet.

En 1973, vivíamos con mi familia en un barrio nuevo de la comuna de Las Condes. Mis papás fueron los primeros propietarios de esa casa donde teníamos patio y un antejardín siempre cubierto por las hojas muertas de unos enormes plátanos orientales que enfilaban por nuestra calle. Mi hermano y mi hermana pasaron parte de su infancia en otra casa, pero cuando yo nací, mis padres decidieron irse a vivir allí. El comienzo, el auge y la debacle de la Unidad Popular nos pilló en ese barrio nuevo, con casa nueva y hasta con perro nuevo.

En la comuna de Las Condes, como se sabe, vivía mayoritariamente gente que estaba en contra de la UP, gente que incluso conspiró para que no siguiera existiendo (mi madre hace poco me recordó que uno de nuestros vecinos participó directamente en el allanamiento y pillaje de la casa de Allende en Tomás Moro). Pero, en ese momento, mis papás sólo veían ese lugar como un barrio lindo y nuevo donde vivir.

El mismo día del golpe fue a visitarnos un vecino de una casa contigua al que apenas conocíamos, pero cuyas hijas eran amigas de mi hermana. Nuestro vecino llegó con una botella de pisco y sin dar muchas explicaciones, entró y se sentó junto a mi viejo al que solo había saludado en alguna ocasión. Casi sin decir palabra, bebió parsimoniosamente con él hasta acabar la botella. Los imagino ahí, imbuidos en sus propios pensamientos, acompañándose en el doloroso quiebre de un sueño compartido.

Nuestro vecino nunca más volvió a visitarnos, y casi puedo asegurar que nunca más volvió a conversar con mi padre.

Valga la contradicción, pero el único recuerdo propio que tengo del golpe, no lo recuerdo. Sin embargo, lo he escuchado tantas veces que lo he recreado en mi cabeza. En el antejardín de mi casa, justo al lado de la reja de entrada, había un medidor de agua, protegido por una especie de pequeño dolmen. Yo tenía 4 años, pero de algún modo lograba treparme en ese altar de ladrillos y hablar desde allí a los transeúntes que pasaban por la calle. Más que eso, desde ese particular púlpito, predicaba la revolución a la gente de mi barrio repitiendo los discursos de Salvador Allende, tratando de imitar su reconocida elocuencia como orador.

Tras el golpe, mis viejos me dijeron que ya no podía seguir repitiendo esas incendiarias arengas. No creo que me hayan dado una razón, pero sí así fue, no debió ser precisamente la verdad. Lo que no pensaron mis padres en ese minuto, es que yo ya no podría repetir los discursos del presidente Allende, porque ya no habría más discursos del presidente Allende, porque Allende ya no era más el presidente. En esas aterradoras horas, todavía había demasiado que asimilar.

Toda familia en Chile tiene sus propias micro historias que contar. Testimonios sencillos, complejos, fragmentados, algunos más dolorosos que otros, con desenlaces dramáticos o finales felices. Y todavía hay más de mil cuatrocientos relatos trágicos sin resolverse. Y qué duda cabe, también hay historias de quienes celebraron el golpe. Mientras mi papá bebía en silencio esa botella de pisco con ese vecino desconocido encerrados en casa, al frente, en medio de la calle, otros vecinos descorchaban botellas de champaña y se abrazaban vitoreando a los golpistas con el sonido de fondo de himnos militares resonando en un tocadiscos.

Intentar un relato común como se intentó en esta ocasión, era ingenuo e imposible. Hay demasiado dolor comprometido, hay demasiados vacíos por llenar. La derecha tiene razón: las visiones sobre el golpe son irreconciliables. Y la visión de la derecha está llena de falsedades. Que ellos se queden con su «verdad». Si en medio siglo no han sido capaces de arrepentirse y repudiar el golpe de Estado, concordar cuatro puntos hipócritas en una declaración no hubiera cambiado nada. Si hay algo revelador y prístino que ha quedado al descubierto en esta conmemoración, es que la derecha puesta en la hipotética repetición histórica de ese escenario, siempre elegirá el golpe.

Quizás la principal diferencia de haber vivido el golpe y la dictadura, es que nosotros nos acostumbramos tanto a vivir bajo el miedo que aprendimos a dejar de temer. Muchos, consciente e inconscientemente, hicimos cosas temerarias y peligrosas durante esos años que hoy pensaríamos dos veces antes de repetirlas, y aprendimos a saber cuándo y cómo decir u ocultar lo que pensábamos por puro instinto de conservación. Aprendimos también cosas más raras y difíciles, como reír, amar e incluso conocer la felicidad pese a las circunstancias.

Hay algo que ejemplifica muy bien lo que fue la dictadura: ese niño que fui a los 4 años pudo poner en peligro a mi familia. Ese es el país que tuvimos. Un país donde una palabra de más, podía arruinarlo todo.

El éxito de la dictadura es que todavía vivimos bajo su sombra. Este texto se publica cuatro días después de la conmemoración del golpe, pero prácticamente no hay día que el golpe no nos vuelva a golpear. Vive en la porfiada constitución de 1980 de la que todavía no nos podemos liberar, vive en la inconsciencia de esa derecha que no tiene vergüenza de culpar a las víctimas por los crímenes que las convirtieron en víctimas, vive en los militares que no reniegan pública y definitivamente de Pinochet.

El fracaso de la dictadura, sin embargo, es que este 11 septiembre de 2023, cincuenta años después, tenemos un presidente tan joven que ni siquiera vivió en ella y, aun así, desprecia y condena cualquier aspecto de su legado. Un presidente que, aun con todos sus errores y limitaciones, parece sinceramente comprometido en hacer un decisivo -y quizás último- esfuerzo por encontrar a esas víctimas que todavía nos faltan.

Quizás los vientos de la Historia no estén a nuestro favor, pero si la dictadura no nos mató la esperanza, nada ni nadie debería arrebatárnosla.

Jorge Morales
Crítico de cine y guionista radicado en Francia.